Capítulo 7
Ethel estaba esperando. A las diez treinta llamó a Dan. Este contestó después de haber dejado sonar un poco el teléfono.
—¿Quién es?
—¡Soy yo, borracho hijo de perra! ¡Estoy sentada en el P. J. esperándote!
Dan colgó el teléfono. Ella se quedó mirando el receptor y después lo tiró hacia abajo con rabia. ¿Cómo había podido permitirse mezclarse con él? Danton no era un actor de la pantalla con quien se limitara a un encuentro de una noche. Y tampoco se molestaba por un actor de la pantalla si este se le escapaba. Regresó a su mesa, pagó su cuenta y dio una ojeada al local. Observó que todo el mundo miraba a una hermosa muchacha que acababa de entrar, seguida por dos hombres. Era increíblemente bonita. La muchacha le resultaba familiar. Desde luego, aparecía en la portada del Vogue de este mes. Ethel observó a los hombres. Había estado tan ocupada contemplando a la muchacha que no los había mirado siquiera. Uno de ellos era Robin Stone, el otro Jerry Moss. Había conocido a Jerry en algunas fiestas ofrecidas por las agencias.
Se dirigió hacia su mesa.
—Hola, Jerry —dijo sonriendo.
Él miró hacia arriba y no se levantó.
—¡Hola! —contestó sin ningún cumplido.
Sonrió a Robin.
—Soy Ethel Evans... Nos hemos conocido antes. Estoy en el departamento de publicidad de la IBC.
Robin la miró. Sonrió lentamente.
—Siéntate, Ethel, puede hacernos falta otra chica. Esta es Amanda.
Ethel sonrió. La muchacha no devolvió la sonrisa. Su rostro era una máscara, pero Ethel pudo advertir que una oleada de resentimiento cruzaba la mesa. ¿Cómo puede sentirse celosa de mí?, pensó. Si yo fuera como ella me comería el mundo.
Ethel sacó un cigarrillo. Robin se inclinó hacia adelante y se lo encendió. Le observó mientras el humo se encrespaba en dirección a su rostro. Pero él estaba absorto en el vaso.
El silencio de la mesa la acobardaba. Advertía el descontento de Amanda, la incomodidad de Jerry y el ensimismamiento de Robin en su bebida.
—Acababa de terminar un encargo —dijo Ethel. Su voz sonó fingida. Se detuvo y después añadió casi en un susurro—: Y después me paré aquí para tomar algo.
—Sin explicaciones —dijo Robin con la misma sonrisa fácil—. Ahora estás aquí, relájate. —Llamó al camarero—. ¿Qué vas a tomar, Ethel?
Miró su vaso vacío. Siempre procuraba tomar lo mismo que tomaba el hombre. Por lo menos, ello hacía que al principio tuvieran algo en común.
—Tomaré una cerveza —dijo.
—Traiga una cerveza para la señorita —dijo Robin—. Y a mí tráigame agua enfriada con hielo.
El camarero trajo la cerveza y un gran vaso de agua enfriada. Robin tomó un buen trago. Amanda alargó el brazo para alcanzarlo y sorbió un poco. Hizo una mueca y posó el vaso sobre la mesa con violencia.
—¡Robin...!
Sus ojos dejaban traslucir el enfado. Robin sonrió.
—¿No te gusta el agua enfriada, nena?
—Esto es vodka puro —dijo ella fríamente.
Ethel se sintió presa de excitación al observarlos con curiosidad.
Robin tomó otro trago.
—Así es. Mike se ha equivocado.
—Tienes a Mike entrenado —repuso Amanda sin entusiasmo—. Robin —se aproximó más a él—, dijiste que íbamos a estar juntos esta noche.
Él la rodeó de nuevo con el brazo.
—¡Y estamos juntos, nena!
—Quiero decir... —Su voz era baja y suplicante—. Juntos. No con Jerry y otra chica. Yo no considero a esto estar contigo.
Robin le acarició el cabello.
—Ethel es para Jerry. Ahora somos cuatro.
El rostro de Amanda permaneció impasible.
—Robin, mañana temprano tengo hora para un arreglo de color. Tendría que haberme quedado en casa, lavarme el pelo y acostarme pronto. Pero he salido para estar contigo. Y ahora tú estás bebiendo.
Robin preguntó:
—¿No te diviertes?
—Estaría mejor en casa. No me necesitas para tenerme aquí sentada contemplándote mientras bebes.
Robin se la quedó mirando un momento. Después, esbozó una lenta sonrisa. Se dirigió a Ethel.
—¿De cuánto tiempo dispones para estar a punto por la mañana?
—No necesito ningún sueño de belleza —contestó Ethel—, no me serviría de nada...
Robin sonrió.
—Jerry, tenemos unas chicas muy apagadas.
Amanda tomó su bolso y se levantó.
—Robin, quiero irme a casa.
—Muy bien, nena.
—¿Y bien? —Sus ojos estaban demasiado nebulosos para parecer enfadados.
—Siéntate —dijo él dulcemente—. Me gusta estar aquí. Quiero estar un poco más.
Amanda se sentó con reticencia, con ojos desafiantes, esperando su próximo movimiento.
Jerry Moss se agitó inquieto.
—Ethel, quizá tú y yo podríamos marcharnos. Un amigo mío da una fiesta a pocas manzanas de aquí...
—Quiero que os quedéis los dos.
Robin habló tranquilamente, pero era una orden. Vació su vaso de vodka y pidió otro. Se volvió y miró a Amanda con una tierna sonrisa.
—Es guapa, ¿verdad? Y tiene que dormir. Yo soy un hijo de perra inconsciente. ¿De veras quieres marcharte, nena?
Ella afirmó con la cabeza, como si no confiara en su voz.
Se inclinó y le besó la cabeza. Entonces se dirigió a Jerry:
—Acompaña a Amanda a un taxi, Jerry, y luego vuelve. Después de todo, no podemos permitir que la mejor modelo de Nueva York pierda su sueño mientras nosotros estamos aquí bebiendo con toda formalidad.
Amanda se levantó y se dirigió hacia la salida. Jerry la siguió impotente. Todos los hombres la observaron mientras caminaba hacia la puerta.
Al salir, perdió el aplomo.
—Jerry, ¿qué he hecho de malo? Yo le quiero, le quiero mucho. ¿Qué es lo que hice mal?
—Nada, cariño. Está de malas esta noche. Y cuando está de malas no hay quien pueda con él. Mañana lo habrá olvidado. —Silbó y llamó un taxi.
—Hazle ver que le quiero, Jerry. No permitas que esta vaca se interfiera. Lo está intentando, ¿no es cierto?
—Cariño, Ethel Evans es un arreglo de una noche para todo el mundo. Robin conoce el asunto. Que duermas bien.
Se acercó un taxi. Él abrió la portezuela.
—Jerry, quiero volver. No puedo dejarle. Él la empujó al interior del taxi.
—Amanda, hace pocos meses que conoces a Robin. Yo hace años que le conozco. Nadie puede decirle nunca lo qué debe o no debe hacer. ¿Quieres saber qué es lo que hiciste mal? Sólo son suposiciones, pero hablaste como una esposa. Le dijiste que no bebiera. No le atosigues, Amanda. Este hombre necesita espacio. Siempre ha sido así. Incluso en la Universidad. Ahora vete a casa, duerme y estoy seguro de que mañana todo habrá pasado.
—Jerry, llámame cuando le dejes. No importa lo tarde que sea. ¡Cómo podría dormir habiéndonos separado de esta manera! Por favor, necesito saberlo, aunque te diga que está harto de mí, o aunque se vaya con esta chica...
—No me dirá nada. Deberías saberlo.
Jerry advirtió de improviso que el conductor del taxi estaba disfrutando de la escena mientras corría el taxímetro. Le dio la dirección de Amanda.
Ella bajó el cristal de la ventanilla.
—Llámame, Jerry —se asomó y le tomó el brazo—, por favor.
Él se lo prometió. Miró desaparecer el taxi. Sintió pena por Amanda. Robin no se había mostrado intencionadamente sádico esta noche. Estaba simplemente de malas. Jerry había aprendido a reconocer esta faceta de su carácter. Tal vez fuera parte de su encanto. Siempre podía esperarse de Robin lo más inesperado. Como, por ejemplo, invitar a Ethel Evans a sentarse con ellos.
—¿Qué tal si pidiéramos algunas hamburguesas? —preguntó Jerry al regresar a la mesa.
—Puedes muy bien saltarte una comidas —dijo tranquilamente—. La última semana dejaste de ir al gimnasio dos veces.
—Vivo cerca de aquí —dijo Ethel—. ¿Por qué no vamos a mi casa? Puedo hacer huevos revueltos. —Mirando a Jerry, añadió—: Y tengo una compañera de habitación rubia muy bonita. Es posible que la encontremos con una toalla alrededor de la cabeza, pero si la llamamos cinco minutos antes, podrá tenernos el café preparado.
Robin se levantó.
—No tengo apetito. Jerry y yo te acompañaremos a casa. Y después Jerry me acompañará a mí. —Tomó la cuenta y se la entregó a Jerry—. Paga tú, júnior. Es un saldo a tu cuenta: agasajar a un cliente.
Ethel vivía en el cincuenta y siete de la Primera Avenida. Andaba de prisa, procurando seguir las largas zancadas de Robin.
—¿Vives cerca de aquí? —preguntó ella.
—Vivo junto al río.
—A lo mejor somos vecinos.
—Es un río muy largo —dijo él.
Caminaron en silencio el resto del camino. Por una vez, Ethel se sintió violenta. Tenía una manera de contestar que parecía cortar toda conversación adicional. Se detuvieron delante de su casa.
—¿Estáis seguros de que no os apetece un trago? —preguntó ella—. Tengo vodka de cien grados.
—No. He terminado por esta noche.
—Bueno, supongo que te veré. Estoy segura de que te encontrarás muy bien en la IBC; si hay algo que yo pueda hacer...
Sonrió lentamente.
—Yo me encuentro bien en todas partes, nena. Nos veremos.
Se fue con Jerry dando traspiés detrás de este.
Ethel los miró mientras daban la vuelta a la esquina. Deseaba a Robin de tal manera que le dolía físicamente. ¿Por qué no podría ser como Amanda? ¿Por qué tenía siempre que bromear e insistir para conseguir un hombre? ¿Por qué sentir como si un hombre la llamara efectivamente, la quisiera y la mirara como si fuera la mujer más deseable del mundo? Caminó hacia el río y supo que las lágrimas rodaban por su rostro. ¡Dios mío, no estaba bien! No estaba bien haber puesto el corazón y las emociones de una mujer hermosa en el cuerpo de una pueblerina. ¿Por qué no eran sus emociones tan vulgares como su cuerpo? Entonces se hubiera conformado con Peter Cinocek e incluso quizás hubiera sido feliz con él.
«Dios mío —dijo en voz alta—, quiero ser alguien, tener un hombre que sea alguien y se preocupe por mí. ¿Es mucho pedir?» De repente, experimentó una sensación de soledad insoportable. Todos los sueños, los planes de una noche, ¡pero no tenía nada! Sí, un bonito apartamento, bonito comparado con Hamtrack, pero no era más que un piso de tres habitaciones compartido con otra muchacha sola que también iba en busca de planes de una noche. Desde luego, era maravilloso estrechar en los brazos a un gran actor, pero la noche siguiente ya se había ido.
Caminó hacia su casa. Estaba segura de que Robin Stone se encontraba entre los brazos de Amanda en aquellos momentos. Trató de eliminar este pensamiento de su cabeza. No servía de nada angustiarse más. Ya tendría otra noche.
Después de dejar a Ethel, Robin y Jerry caminaron algunas manzanas en silencio. Pasaron delante de un bar y Robin dijo:
—Parémonos aquí y tomemos algo para el camino.
Jerry le siguió silenciosamente.
—¿Dónde lo meterás? —preguntó.
En lugar de su silenciosa sonrisa, Robin se quedó mirando seriamente el vaso.
—Por Dios, llevo tanto tiempo sin beber que tengo que recuperar el tiempo perdido. Procedo de una familia amante de la salud. Mi padre nunca bebía.
Jerry rió.
—En la universidad, yo creía que eras un muñeco.
Robin se lo quedó mirando como si le viera por primera vez:
—¿Estabas en Harvard al mismo tiempo que yo?
—En la clase anterior —dijo Jerry humildemente. Se alegró de que no hubiera nadie a su alrededor. Todos sabían que él y Robin habían ido a la escuela juntos y creían que su amistad se remontaba a aquellos tiempos. Esta era una de las cosas que le molestaban en relación con Robin. Siempre parecía escuchar con atención, pero nunca podía saberse si lo que se le decía lo registraba. De repente, Jerry se sintió enojado con su propia mansedumbre.
Se volvió hacia Robin con una insólita demostración de agudeza.
—¿Dónde demonios crees que nos conocimos?
Robin se frotó la barbilla pensativo.
—Nunca lo había pensado, Jerry. He conocido a tanta gente. Me daba la sensación como si un día hubiera mirado a mi alrededor en el Lancer Bar y te hubiera encontrado.
Robin pagó la cuenta. Salieron en silencio. Jerry acompañó a Robin hasta el gran edificio de apartamentos situado junto al río. De repente, pensó que nunca había estado en el apartamento de Robin. O bien venía él a su casa o bien se encontraban en un bar.
Cuando Robin dijo como por casualidad «Sube a tomar un trago», Jerry se sintió violento. Era como si aquellos ojos azules hubieran leído su pensamiento.
—Es muy tarde —musitó.
La sonrisa de Robin era casi de burla.
—¿Te espera la mujer para echarte una bronca?
—No. Es que tengo que conducir un buen rato y tengo una cita mañana a primera hora.
—Como quieras —dijo Robin.
—Bueno. Sólo una cerveza —admitió Jerry. Siguió a Robin hasta el ascensor. Se dijo a sí mismo que tenía que decir algo en favor de Amanda.
Era un bonito apartamento. Sorprendentemente limpio y bien amueblado.
—Una chica que conocí, antes de Amanda —dijo Robin, señalando con la mano toda la estancia.
—¿Por qué has tratado a Amanda tan mal esta noche? Ella te quiere. ¿No sientes nada por ella?
—No.
Jerry le miró fijamente.
—Dime, Robin, ¿sientes algo alguna vez? ¿Tienes alguna emoción?
—Es posible que sienta muchas cosas, pero no soy capaz de demostrarlo. —Robin sonrió—. Supongo que la vida sería mucho más fácil para mí si pudiera. Soy como un indio. Si me encuentro enfermo, me doy la vuelta hacia la pared y me quedo así hasta que me encuentro mejor.
Jerry se levantó.
—Robin, tú no necesitas a nadie. Pero, en todo lo que pueda serte útil, soy tu amigo. No sé por qué, pero lo soy.
—Estás conmigo porque quieres estarlo. Tú mismo lo has dicho. No necesito a nadie.
—¿Nunca te has sentido obligado hacia nadie?
Jerry se daba cuenta de que estaba sondeándolo, pero no pudo evitarlo.
—Sí. En la guerra. Un tipo me salvó la vida y ni siquiera me conocía. Volaba en otro avión. De pronto le vi señalar hacia mi derecha. Un Messerschmitt venía hacia mía. Descendí en picado y pude escapar. Dos minutos más tarde, él fue alcanzado. Me siento muy obligado hacia él. Le debo la vida. Intenté averiguar quién era, pero aquel día habían sido abatidos siete de nuestros aviones. Hubiera hecho cualquier cosa por aquel hombre, incluso me habría casado con su viuda si me lo hubiera pedido. Pero nunca pude saber quién fue.
—¿Entonces sentirías lo mismo por un cirujano?
—No. Su trabajo consiste en salvarme. Yo le pago. Pero el hombre del avión no me conocía. No tenía por qué salvarme la vida.
Jerry permaneció en silencio.
—¿Qué clase de obligaciones esperas de un amigo?
Robin sonrió herméticamente.
—No lo sé. Nunca tuve ninguno.
Jerry se dirigió hacia la puerta.
—Robin, no voy a darte mi cuchillo de scout ni esperar a que cruces la calle cuando no debes para salvarte la vida. Pero soy tu amigo y voy a darte un consejo desinteresado. No liquides a Amanda como otra mujer cualquiera. No la conozco muy bien, pero hay algo en ella, algo que no sé qué es, pero lo presiento. Es toda una mujer.
Robin dejó el vaso y cruzó la habitación.
—Dios mío, me he olvidado del pájaro.
Se dirigió hacia la cocina y encendió la luz. Jerry lo siguió. En el suelo había una gran jaula adornada. Y en el suelo de la misma un pobre gorrión joven les estaba mirando.
—Me he olvidado de dar de comer a Sam —dijo Robin, sacando un poco de pan.
—¿Es un gorrión, verdad? —preguntó Jerry.
Robin se acercó con un trozo de pan, una taza de agua y un cuentagotas. Se inclinó hacia la jaula y tomó delicadamente al pájaro. Este se acurrucó en su mano confiadamente.
—Este pequeño saltarín intentó volar demasiado pronto. Cayó del nido, aterrizó en mi terraza y debió romperse un ala o algo así. Amanda lo vio. Como es natural, salió corriendo a comprar una jaula y ahora yo soy su nueva madre. Ella no puede tenerlo en su casa: tiene un gato siamés y el muy maldito puede subirse por las paredes.
Sostuvo cuidadosamente el pajarillo y este abrió su pico expectante. Robin desmenuzó el pan en migas y dio de comer al pájaro. El asombro de Jerry creció al ver que Robin tomaba el cuentagotas y vertía un poco de agua en su pequeño pico. Robin sonrió tímidamente.
—Sólo puede beber así.
Lo colocó de nuevo en la jaula y cerró la puerta. El pájaro se quedó mirando a Robin con gratitud, con sus pequeños ojos brillantes fijos en aquel hombre tan alto.
—Muy bien, Sam, es hora de dormir —dijo Robin. Apagó la luz y regresó al bar—. No creo que sufra —dijo—. Come como un condenado. Si sufriera no comería, ¿verdad?
—No entiendo de pájaros —contestó Jerry—. Pero sé que un pájaro salvaje no puede vivir enjaulado.
—Escucha, tan pronto como este saltarín se restablezca, le dejaré marchar. Es un pajarillo muy listo, con inteligencia propia. ¿Te fijaste en cómo cerró el pico cuando hubo comido algunas migas, y pidió agua?
Jerry estaba cansado. Le parecía contradictorio que un hombre como Robin fuera tan delicado con un gorrión y tan insensible con una mujer.
—¿Por qué no llamas a Amanda y le dices que el pájaro está bien? —sugirió.
—Probablemente lleva dormida dos horas —contestó Robin—. Su carrera es lo primero. Mira, no te preocupes por Amanda. Tiene mucha experiencia y conoce el mundo.
Robin se estaba sirviendo otro trago cuando Jerry se fue. Era tarde, pero decidió ir andando hasta el garaje. Le aclararía las ideas. Como obedeciendo a un impulso, se detuvo en un drugstore y llamó a Amanda.
—¡Jerry! Me alegro de que hayas llamado. Oh, Jerry, ¿se ha ido con aquella vaca, verdad?
—Para tu tranquilidad, te diré que hemos dejado a la vaca en la puerta de su casa, aproximadamente veinte minutos después de haberte marchado tú.
—Pero es muy tarde, ¿qué habéis estado haciendo? ¿Por qué no me llamaste, por lo menos, para decírmelo? Hubiera podido dormir.
—Bueno, estuvimos andando, nos paramos en un bar, después fuimos a su casa, bebimos y hablamos. Y después dimos de comer al maldito pajarillo. Cuando le dejé, me estaba elogiando sus habilidades y lo inteligente que es: sabe cuándo quiere agua.
Ella rió aliviada.
—Jerry, ¿crees que debo llamarle?
—No, Amanda. Tómalo con calma. Da tiempo al tiempo.
—Lo sé. Procuro hacer lo mejor que puedo. Las cosas se hacen bien automáticamente cuando el corazón no está implicado. Se toman las cosas con calma sin tener que intentarlo siquiera. Pero es distinto cuando algo te importa. Nunca me había importado nada hasta ahora. Estoy enamorada de él, Jerry.
—Procura que no se entere.
Ella rió forzadamente.
—Tiene gracia, ¿verdad? Amar a alguien y tener que ocultarlo. Tú eres un hombre, Jerry. ¿Se lo tomaba con calma tu mujer? ¿Así es como te ganó?
Él rió.
—Mary no era una primerísima modelo y yo no soy Robin Stone. Y si no vuelvo a casa, es posible que me quede sin mujer. Buenas noches, cariño.