Capítulo 10
El nuevo estallido de alegre confianza de Amanda la acompañó todo el día. Cuando una pose resultaba pesada, pensaba de nuevo en su conversación telefónica con Robin y se olvidaba de las luces, de su tortícolis y del dolor de espalda. Escuchaba vagamente la voz del fotógrafo diciendo: «¡Así, nena, así, mantén esta cara!».
Su sesión final terminó a las cuatro. Se puso en comunicación con el despacho de Nick Longworth.
—Te gustará el trabajo de mañana —dijo Nick, alegremente—. A las once de la mañana en Vogue; tu viejo amigo Iván Greenberg hará el arreglo.
Se alegró. Su primer trabajo era a las once. Esto significaba que podría dormir hasta las nueve y que podría prepararle el desayuno a Robin...
Era un día de febrero excepcionalmente cálido. El cielo aparecía brumoso y el aire era tan denso que parecía poder cortarse. El tiempo no era sano, pero estaban a veinticinco grados y podía caminar sin helarse y estaba contenta y para ella era el día más hermoso del mundo.
Fue a casa, dio de comer a Slugger, puso la mesa, preparó la ensalada y dejó los bistecs a punto.
Nunca podía comer cuando estaba con él, se limitaba a mordisquear un poco de cada cosa. En este año pasado con Robin había perdido cinco kilos. Medía un metro setenta y sólo pesaba cincuenta y dos kilos. Pero estaba muy bien para las fotografías y, hasta ahora, no había repercutido en su cara.
Encendió el aparato de televisión y lo puso en la IBC. A Robin le gustaba contemplar a Andy en el noticiario de las siete. Ella solía sentarse acurrucada en sus brazos mientras miraba y, a veces, se sentaba en el otro extremo de la sala y contemplaba su perfil. Pero, esta noche, lo miraría, quería interesarse por todo lo que se relacionaba con él.
Gregory Austin también estaba esperando el noticiario de las siete. Una vez más tuvo que darle la razón a Robin Stone.
Había sido un acierto utilizar a Andy Parino. Curioso: en realidad, su intención había sido que Robin se encargara del noticiario y, en cambio, este sujeto se estaba convirtiendo en un ejecutivo. Robin era bueno pero era un fantasma, apenas lo veía. Cabía pensar que un hombre que viajaba tanto por cuenta del dinero de la IBC, lo menos que podía hacer era llamar y decir «hola» cuando volviera.
En Profundidad era objeto de informes excelentes —las clasificaciones seguían aumentando— cabía pensar que deseara recibir plácemes.
Danton Miller siempre alababa sus propios méritos. El hijo de perra llamó inmediatamente después de terminar El Show de Christie Lane. Bueno, ello demostraba simplemente que no podía exagerarse el valor de la inteligencia del público. Eran m rebaño de estúpidos. El Show de Christie Lane era una imbecilidad. ¡Judith ni siquiera pudo mirarlo! Y las reseñas de los periódicos matutinos fueron bárbaras. En cambio, las clasificaciones Nielsen correspondientes a la noche fueron sensacionales. De todos modos, las clasificaciones nacionales Nielsen correspondientes a dos semanas indicarían mejor los multados.
Pensó en ello al sentarse en el refugio encristalado de su casa de la ciudad y encender el aparato de televisión en color. Para él, lo mejor de la televisión, eran las antiguas películas en tecnicolor del Late Show. Ya no había chicas como Rita, Alice Faye y Betty Grable. Algunas veces, cuando no podía dormir, tomaba algo de la nevera y se sentaba a mirar las encantadoras estrellas de la pantalla de quienes había estado enamorado en secreto. El aparato de televisión en color se lo debía a Judith. En realidad, todo su refugio había sido una sorpresa. Ella lo había puesto a punto el año anterior mientras se encontraban en Palm Beach. Le habían extrañado tantas llamadas subrepticias, tantas escapadas a Nueva York para visitar al dentista. Y cuando regresaron de Palm Beach, ella le presentó el refugio. Incluso había colgado un gran lazo en la puerta. Le emocionó. Judith tenía muy buen gusto. La estancia era completamente masculina. Sabía que cada pieza de mobiliario había sido seleccionada cuidadosamente y que tenía una historia. El gran globo terráqueo se decía haber pertenecido al presidente Wilson. El escritorio era un mueble antiguo. No sabía de qué época, él no se interesaba por estas cosas. Hubiera podido decir la fecha exacta de la primera emisión radiofónica de Amos y Andy y mostrar orgullosamente el conjunto de auriculares que había construido siendo niño. Pero las antigüedades, las alfombras orientales, los jarrones Ming, este era el mundo de Judith y ella comprendía su gusto y no le imponía el suyo propio. Le compraba muebles antiguos, pero eran sólidos, no aquellos farragosos muebles franceses de patas finas.
—Tu reino —le dijo Judith—. Sólo vendré cuando me invites.
Frunció la frente. Experimentó una sensación vaga de falta de armonía. No pudo determinarla, pero había sentido lo mismo cuando se trasladaron aquí desde el último piso de Park Avenue, hacía siete años. Cuando Judith le mostró los dos dormitorios principales separados por una pequeña pared de armarios:
—¿No es maravilloso, Greg? Ahora tú tendrás tu propio dormitorio y yo tendré el mío. Y cada uno tendremos nuestro propio cuarto de baño.
Le había gustado la idea de los cuartos de baño «de él» y «de ella», pero había sugerido convertir uno de los dormitorios en salón.
—Me gusta dormir en la misma habitación que tú, Judith.
Ella rió.
—No te preocupes, amor mío. Me arrimaré muy junto a ti todas las noches mientras leas el Wall Street Journal. Pero cuando vaya a acostarme, por lo menos dormiré. No quiero tener que tocarte ocho veces durante la noche para pedirte que dejes de roncar.
Ella tenía razón y era práctico. Al principio, no había creído en serio que roncaba, hasta la noche que deliberadamente puso en marcha el magnetofón junto a su cama. A la mañana siguiente, se encontró en un estado de shock: no podía creer que aquellos resoplidos aterradores hubieran salido de él. Incluso había solicitado consejo del médico. El doctor se había reído.
—No pasa nada, Greg, todo el mundo ronca después de los cuarenta. Tienes suerte de poderte permitir dos dormitorios. Es la única manera civilizada de conservar un romance en una pareja de mediana edad.
Después de haberle regalado el refugio, ella se apoderó poco a poco de la gran biblioteca. Se la modificó, cambió el color, la tapicería y algunos muebles. Ahora odiaba la habitación. Parecía una de estas suites de VIPS del Waldorf Towers. Las fotografías autografiadas de Eisenhower y Bernard Baruch habían sido trasladadas a su refugio. Las fotografías con marco de plata de algunos de los familiares de ella la habían sustituido en el escritorio de la biblioteca. ¿Por qué no iba ella a exhibir a sus familiares? Eran gente de clase. ¿Por qué su hermana gemela, que era una princesa auténtica, no iba a poder tener su cara enmarcada con marco de plata? Y las dos pequeñas princesas que había engendrado. Y estaba bien tener aquella pintura al óleo del padre de Judith encima de la chimenea. Dios mío, el viejo parecía el anuncio de algún vino de marca. Gregory no tenía ningún retrato de su padre. En el Norte de Irlanda no tomaban fotografías para ponerlas después en un marco de plata. Además, Judith necesitaba la biblioteca. Ella y su secretaria social trabajaban allí todas las mañanas. Sonrió al pensar en la palabra «trabajo» aplicada a Judith. Pero quizá fuera un trabajo preparar fiestas, presidir asociaciones de beneficencia, estar en la lista de las mejor vestidas. No tenía más remedio que admitir que la publicidad personal de Judith había sido tan grande que la gente creía de hecho que ella poseía fortuna personal cuando contrajo matrimonio con el vigoroso irlandés llamado Gregory Austin, que había alcanzado la posición de que disfrutaba, con su propio esfuerzo. Sonrió. Desde luego, ella era social, había frecuentado todas las escuelas necesarias y había estudiado en el extranjero, pero su familia no tenía ni un céntimo. El torrente de publicidad que se produjo cuando su hermana contrajo matrimonio con aquel príncipe había elevado a las dos muchachas a una súbita fama. Y ahora sentía que Judith creía de verdad que era personalmente rica antes de su matrimonio. Bueno, tuvo que resultarle difícil ver debutar a sus amigas e intentar irles a la zaga. La borraron del Registro Social cuando contrajo matrimonio con él, pero él la introdujo en otra clase de sociedad, la sociedad que rompía, todas las barreras sociales. La sociedad de las celebridades. El talento era el mayor igualador del mundo. Un Danny Kaye podía ser presentado a la corte. Un político de importancia podía cenar con un rey. Y el presidente del consejo de la IBC era bien recibido en todas partes. Judith era una gran chica y se sentía muy satisfecho de haber podido proporcionarle el único ingrediente que faltaba en su perfecta vida. Actualmente, Judith Austin era sociedad. Era más que sociedad; ella creaba sociedad. Ella implantaba modas, salía en la portada de aquel periódico que gustaba tanto a las señoras —Women's Wear. Todo lo que ella lucía se convertía en moda. Todavía no podía creer que le pertenecía a él. Aún le parecía inaccesible. Había experimentado esta sensación en el momento de conocerla y todavía la sentía ahora.
Faltaban dos minutos para las siete. Se dirigió al bar y mezcló un poco de whisky ligero con soda para él y un vermut con hielo para Judith. Se preguntaba cómo podía gustarle esta pócima. Sabía a barniz. Pero Judith afirmaba que las beldades más famosas de Europa sólo bebían vino o vermut. Desde luego, Judith se refería a las grandes beldades que pasaban de los cuarenta. Es curioso que una mujer hermosa como Judith tuviera un complejo de edad. Entró en el refugio después de llamar suavemente a la puerta. Esta llamada era una guasa —pedir permiso para entrar en el refugio de «él». Pero él le seguía la corriente. En cierto modo, comprendía que anulaba el sentido de culpa que ella experimentaba por haberle robado la biblioteca.
Tomó asiento en el sillón de cuero a juego con el suyo. Y pensó al verla sentada allí como todas las noches: «Dios mío, es una mujer hermosa». Tenía cuarenta y seis años y aparentaba unos treinta y cinco. Experimentó una oleada de orgullo y una sensación de bienestar. Le gustaba el maldito refugio que se había convertido en parte de sus vidas. Incluso cuando tenían que ir al teatro o cuando daban una cena, no dejaban de tomar un trago juntos en su refugio, mirando el noticiario de las siete en punto. Para Gregory Austin, nada podía empezar antes de haber terminado el noticiario de las siete. Y Judith había estructurado su vida social de acuerdo con este deseo.
El noticiario empezó: «Buenas noches y bienvenidos al Noticiario de las Siete. Dedicaremos los últimos cinco minutos de nuestro programa a una aparición extraordinaria del director de los noticiarios de la IBC, el héroe de En Profundidad, señor Robin Stone».
—¡Demonios!
—¿Desde cuándo aparece Robin Stone en el noticiario de las siete? —preguntó Judith.
—Desde hace un segundo, cuando he escuchado la noticia.
—Es un hombre muy apuesto —comentó Judith—. Pero cuando le miro en el programa En Profundidad, me da la sensación de que evita con sumo cuidado que pueda revelarse algo de sí mismo ante la cámara. ¿Cómo le encuentras?
—Exactamente tal como es en televisión. Has dado en el clavo. Es un enigma. Un gran encanto superficial, pero todo lo demás encerrado.
Los ojos de Judith brillaron con interés.
—Invitémosle una noche a cenar. Me gustaría conocerle.
Gregory sonrió.
—¿No estarás hablando en serio?
—¿Por qué no? Muchas de mis amigas se mueren de ganas de conocerle. Nunca se le ha visto en público y es verdaderamente atractivo.
—Judith, conoces mi lema. No me mezclo con la gente que tengo contratada.
—Cuando vamos a la costa, acudimos a sus fiestas.
—Lo hago porque creo que te proporciona brillo. Además, es distinto. Allí dan las fiestas en nuestro honor. No somos nosotros quienes les invitamos a nuestra casa. La fiesta de Año Nuevo que ofrecemos les produce una gran satisfacción. Y es estupendo este sistema. Les da la sensación de ser presentados a la corte.
Ella se incorporó y le dio unos golpecitos en la mano.
—Para ser un hombre criado en la Décima Avenida, eres el snob más grande del mundo.
—No, es simplemente sentido de los negocios. ¡Demonios! No hay nada que me importe menos que las cenas y el status social. Pero todo lo que es difícil de obtener se persigue con más empeño.
Ella rió.
—Gregory, eres un bastardo negociante.
—¡Desde luego que lo soy! Incluso nuestra fiesta de Año Nuevo no está abierta a todo el mundo. Son muy pocos los de la IBC que asisten a ella.
Ella sonrió.
—La fiesta es tan perfecta que ya está acreditada. Y fue idea mía. ¿Sabes que el Women's Wear Daily dijo que se estaba convirtiendo en un acontecimiento anual? Incluso fue mencionada en la columna de Ernestine Carter del Times de Londres.
—Creo que este año hemos tenido demasiados nombres del mundo del espectáculo.
—Los necesitamos, cariño. Algunos de ellos, añaden brillo a la fiesta. Y no es fácil, Greg, en esta época del año reunir en una fiesta a la gente apropiada.
Movió la mano para escuchar una noticia que le interesaba. Ella permaneció en silencio hasta la aparición del anuncio.
—Greg, ¿cuándo saldremos para Palm Beach? Normalmente solemos estar allí a finales de enero. Pero insististe en permanecer en la ciudad hasta la première de este horrible Christie Lane Show.
—Quiero quedarme algunas semanas más. Creo que podremos conseguir que este show se convierta en un verdadero éxito. De todos modos, puedes marcharte. Yo estaré allí a principios de marzo lo más tarde.
—Entonces me marcharé el jueves. Tendré la casa preparada para cuando tú vengas.
Él asintió con aire ausente. Volvieron las noticias.
Judith miró hacia la pantalla sin verla.
—Bien, supongo que habrá que esperar a la fiesta de Año Nuevo para ver a Robin Stone...
—Entonces tampoco. —Gregory le entregó el vaso para que te lo llenara de nuevo.
—¿Por qué no?
—Porque entonces tendría que invitar a todos los directores de las demás secciones. Danton Miller vino por primera vez este año. —Se incorporó y subió el volumen del aparato.
Ella le entregó su vaso. Después se apoyó sobre sus hombros.
—Greg, querido, mis amigas no quieren conocer a Danton Miller. Ellas quieren conocer a Robin Stone.
Él le dio unos golpecitos en la mano.
—Veremos, falta un año. Para entonces todo pudiera ser.
Repentinamente, se inclinó hacia adelante. La cámara presentó un primer plano de Robin. Gregory comprendió por qué las amigas de Judith se interesaban por él. Era un sujeto terriblemente atractivo.
—Buenas noches. —Su voz cortante llenó la habitación—. Todos nos hemos sentido atraídos por la noticia correspondiente a una auténtica aventura de piratería moderna. Me refiero al buque portugués Santa María apresado en el Caribe, bajo amenaza de revólver, por veinticuatro exilados políticos españoles y portugueses y seis miembros de la tripulación. Este raid fue dirigido por Henrique Galváo, antiguo capitán de la marina portuguesa. Hace tres días, el treinta y uno de enero, el almirante Smith subió a bordo del Santa María a treinta millas de distancia de Recife, Brasil, y mantuvo una conferencia en alta mar con Galváo. Acabo de recibir la noticia de que Galváo ha accedido a que los pasajeros abandonen hoy el barco. El presidente del Brasil, Janio Quadros, ha prometido asilo a Galváo y sus veintinueve seguidores. Había también turistas americanos a bordo. Pero, por encima de todo, este periodista está interesado en conseguir una entrevista filmada con Henrique Galváo. Saldré esta noche. Espero poder traer una entrevista En Profundidad con Galváo y quizá con algunos de los pasajeros americanos que se encontraban en el buque pirateado. Buenas noches y muchas gracias.
Gregory Austin apagó el aparato presa de cólera.
—¡Cómo se atreve a tomar esta iniciativa sin informar a nadie! ¿Por qué no he sido informado? Hace pocas semanas que regresó de Londres. Quiero programas en directo, no grabados, este es nuestro punto más importante de preferencia contra nuestros competidores.
—Robin no puede hacer todos los programas de En Profundidad en directo, Greg. Los personajes mundialmente famosos son los que proporcionan importancia. Yo, por ejemplo, estaría encantada de ver un programa de En Profundidad dedicado a este Galváo. Me gustaría ver al hombre que, a los sesenta y cinco años, tiene la valentía de piratear un barco de lujo con seiscientos pasajeros.
Pero Gregory ya había tomado el teléfono y pedido al encargado de la central de la IBC que localizara a Danton Miller. Cinco minutos más tarde, se produjo la llamada.
—¡Dan! —el rostro de Gregory estaba rojo de cólera—. Estoy seguro de que no sabes lo que pasa. Tú estás sentado en el «21» descansando.
La voz de Danton sonaba fría.
—Sí, estaba descansando en un bonito sofá del vestíbulo contemplando nuestro noticiario IBC de las siete.
—Bien, ¿te habías enterado del viaje de Robin al Brasil?
—¿Por qué hubiera tenido que enterarme? Él no tiene que informar a nadie más que a ti.
El rostro de Gregory se ensombreció.
—Bien, pues, ¿por qué no me lo dijo?
—Tal vez lo intentó. Tú no has estado en el despacho hoy. Intenté localizarte varias veces esta tarde para mostrarte algunos informes más sobre el Christie Lane Show. Las noticias procedentes de fuera de la ciudad son estupendas. Las he dejado sobre tu escritorio.
El rostro de Gregory se contrajo de ira.
—Sí, estaba fuera esta tarde —gritó—. ¡Y tengo el derecho de estar fuera una tarde al mes! (Había comprado dos nuevos caballos y había ido a Westbury para verlos.) Maldita sea —prosiguió—, ¿pretendes decirme que si un día yo no estoy toda la cadena se derrumba?
—Yo no creo que la cadena se derrumbe porque un sujeto se vaya al Brasil. Sin embargo, no me gusta la idea de que Robin Stone utilice el noticiario de las siete como plataforma de publicidad de sí mismo. Gregory, no me gusta que el director de ninguna sección tenga esta clase de autoridad. Pero, por desgracia, Robin no tiene que informarme a mí. Puesto que no te ha podido localizar, el aviso puede haber sido su manera de informarte. Es más rápido que la Western Union.
Gregory colgó el teléfono con fuerza. La evidente complacencia de Danton Miller por la situación había convertido su enfado en cólera irremediable. Permaneció de pie mirando al aire y con los puños crispados. Judith se acercó y le entregó otro vaso. Después le sonrió.
—Te estás comportando como un niño. Este hombre ha conseguido un buen golpe para tu cadena. Todos los que hayan escuchado el noticiario de las siete estarán esperando la entrevista. Ahora descansa y tómate tu bebida. Tenemos que estar en el Colony a las ocho y cuarto para la cena.
—Ya estoy vestido.
Ella le dio unas cariñosas palmadas en la cara.
—Creo que tendrías que darte una pasada con la maquinilla eléctrica. Esta noche cenaremos con el embajador Ragil. Y tiene tres caballos árabes de los que a ti te gustan. Vamos. ¡Sonríe! Déjame que vea el encanto Austin.
Su ceño fruncido desapareció.
—Creo que me gusta ser siempre el Papaíto —dijo de mala gana—. Y tú tienes razón. El dar esta noticia ha sido un alarde de verdadero showman. Pero es mi cadena; yo la he creado, yo la he formado. Y no me gusta que nadie tome decisiones sin mi visto bueno.
—Tampoco quieres que tu adiestrador compre caballos si tú no los inspeccionas personalmente. Cariño, no puedes estar en todas partes.
Él sonrió.
—Siempre tienes razón, Judith.
Ella sonrió.
—Y creo que cuando llegue nuestro Día de Año Nuevo Robin Stone será lo suficientemente importante como para poder ser invitado...
Cuando Amanda escuchó la noticia, se quedó mirando fijamente el aparato. No podía ser cierto. Dentro de unos segundos el zumbador sonaría y Robin estaría en la puerta. Probablemente ya estaba en camino y ella le acompañaría en coche al aeropuerto.
Esperó diez minutos. A las ocho y cuarto ya se había fumado seis cigarrillos. Llamó a su apartamento. El teléfono sonó con monotonía. Marcó el número de la IBC. No sabían qué vuelo utilizaría el señor Stone, pero le sugirieron que probara en la Pan Am.
A las ocho y media sonó el teléfono. Al correr hacia él, se golpeó la cadera contra la mesa.
—Aquí Iván el Terrible.
Su cara mostró decepción. Quería a Iván Greenberg, pero lágrimas de desilusión rodaron por su rostro.
—¿Estás aquí, Mandy?
—Sí.
Su voz era grave.
—¿He interrumpido algo?
—No, estaba mirando la televisión.
Él rió.
—Eso está bien, ahora que te has convertido en una gran estrella de televisión, tienes que correr pareja con la competencia.
—Iván, te adoro pero necesito tener la línea libre. Estoy esperando una llamada importante.
—Muy bien, gatita, lo sé. He escuchado el noticiario de las siete, el Gran Hombre Stone no está y pensé que quizás te apeteciera comer una hamburguesa conmigo.
—Tengo que dejar el teléfono, Iván.
—Muy bien, que descanses. Mañana tenemos una sesión a las once en punto.
Se sentó y miró fijamente el teléfono. A las nueve y cuarto llamó a la Pan Am. Sí, había una reserva para un señor Stone en el vuelo de las nueve. El avión había salido a la hora prevista y volaba desde hacía quince minutos. Se derrumbó sobre una silla mientras las lágrimas rodaban por su rostro en negros riachuelos. Su maquillaje se había estropeado y sus pestañas postizas se estaban desprendiendo. Las arrancó y las colocó sobre la bandeja del café.
Se levantó lentamente y se dirigió al living. Tenía que hablar con alguien. Iván siempre había sido su confidente.
Marcó el número nerviosamente y suspiró aliviada cuando él tomó el teléfono a la segunda llamada.
—Iván, quiero esa hamburguesa.
—Estupendo, estaba a punto de salir. Te espero en el Tiger Inn: es un nuevo cuchitril de la Primera Avenida, en el número cincuenta y tres. Muy cerca de tu casa.
—No, compra las hamburguesas y tráelas aquí.
—Vamos. Qué suplicio.
—Por favor, Iván, tengo bistecs, si quieres, y ensalada.
—No, nena, si te quedas en casa te pondrás histérica, y eso significa párpados hinchados mañana. No puede ser, si posas para mí, gatita. Tuve que trabajar una hora con las luces cuando el Hombre Stone se fue a Londres hace unas semanas. Si quieres una hamburguesa, te espero en el Tiger Inn. Por lo menos, allí tendrás que conservar la compostura.
—Estoy horrible. Me llevaría una hora arreglarme de nuevo los ojos.
—¿Desde cuándo no tienes gafas ahumadas?
—De acuerdo. —Se sintió demasiado fatigada para oponerse—. Estaré allí dentro de quince minutos.
El Tiger Inn gozaba de un momento de popularidad. Estaba casi lleno. Amanda reconoció a algunas modelos y algunos modelos masculinos de publicidad. Jugó con su hamburguesa y miró fijamente a Iván, pidiendo silenciosamente una respuesta.
Él se rascó la barba.
—No hay respuesta. Te ama por la mañana y desaparece por la noche. Con los hombres importantes que hay en la ciudad, has tenido que escoger a un tipo como Robin Stone. Me refiero a que ni siquiera es tu ambiente. Después de todo ¿quién es, qué es él? Simplemente un comentarista de noticias.
—No es simplemente un comentarista. ¡Es el director del Noticiario de la IBC!
Él se encogió de hombros.
—¡Menuda cosa! Apuesto a que si mencionamos vuestros dos nombres en cada una de las, mesas de aquí, todos te conocerían a ti y, en cambio, dirían «¿Robin quién?». Cuando entras en un restaurante, todos te conocen. ¿Y Robin Stone?
Su sonrisa era débil.
—A Robin no le interesan estas cosas. ¡Ni siquiera frecuentamos los restaurantes apropiados! Conoce un restaurante italiano que le encanta y el Lancer Bar. A veces, guiso yo.
—Dios mío, qué vida tan excitante llevas.
—¡Me gusta, Iván! Llevo viviendo en esta ciudad cinco años. He visto todos los sitios y nada importa excepto estar con el hombre que se ama. Yo le quiero.
—¿Por qué?
Grabó las iniciales de Robin sobre el húmedo mantel de papel.
—Ojalá lo supiera.
—¿Es mejor que cualquiera de los de su clase? ¿Tiene algún otro aliciente?
Ella volvió la cabeza y las lágrimas se deslizaron por debajo de los bordes de sus gafas ahumadas.
—Cálmate, Mandy —dijo él—. Aquellos gatos del otro lado te están mirando.
—No me importa. No los conozco.
—¡Pero ellos te conocen a ti! Por Dios, nena, apareces en dos portadas este mes. Estás en un buen momento. Aprovéchalo, ¡háztelo pagar!
—¿A quién le importa?
—Tendría que importarte a ti. Ten por seguro que Robin Stone no va a pagarte el alquiler y que no te comprará ningún abrigo de pieles. ¿Acaso ganar dinero no significa nada para ti? Tal vez tienes parientes ricos o algo semejante.
—No, tengo que trabajar. Mi madre murió. Me educó una tía. Ahora yo tengo que mantenerla.
—Entonces es mejor que sigas con ello. Hazte pagar al máximo este año. Porque el año que viene podría haber otra chica. Si consigues ganar el máximo —hazlo con talento y fija unos honorarios máximos— serás la mejor modelo quizás durante diez años.
Las lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas.
—Pero con esto no conseguiré a Robin.
Él la miró.
—¿Qué es lo que estás haciendo, nena? ¿Autodestrucción? ¿Disfrutas andando por ahí y llorando por él? ¿Acaso conseguirás cambiarlo con eso?
—¿No crees que ya le he perdido?
—Desearía que así fuera. Porque es un mal asunto. Un tipo que anda por la vida sin que se le consiga cambiar, destruye todo lo que toca.
—No, soy yo quien tiene la culpa. Sé que lo he hecho, esta mañana por teléfono lo he agobiado.
—Mandy, tú estás enferma. Mira, nada está perdido. Tal vez él no es tan malo. Tal vez tú estás un poco chiflada.
—¿Por qué? ¿Porque me siento ofendida? Tengo derecho a ello. ¡Mira lo que me ha hecho!
—Muy bien ¿qué ha hecho? Se ha marchado por motivos de su trabajo sin llamarte para decirte adiós. ¡Vaya cosa! ¿Cuántas veces he hecho yo lo mismo? Y tú lo has comprendido porque somos amigos.
—Pero el amor es distinto.
—Te refieres a que el amor lo confunde todo.
Amanda esbozó una débil sonrisa.
—Mira, es posible que Robin sea un buen muchacho. Simplemente puedo deducirlo por lo que me dices. Pero tendrías que procurar conseguir un triunfo extraordinario. Haz que se sienta orgulloso de ti. ¡Esta es la manera de conservar a un hombre!
—¡Oh, Iván, me parece tan sencillo dicho así! Pero dentro de unos minutos, me tendrás esperando un telegrama suyo.
—Puede ser. Pero fracasarás si te limitas simplemente a llorar. Procura que se entere de que te diviertes.
—Entonces tendría una verdadera excusa para dejarme.
—Por lo que dices, este tipo no parece necesitar excusas para nada. Hace lo que quiere. Procura tomártelo con calma. Sal con otros hombres mientras él esté fuera.
—¿Con quién? —preguntó ella.
—No tengo montado un servicio de acompañantes, gatita. Tú debes conocer a muchos hombres.
Ella movió la cabeza.
—Hace un año que no veo más que a Robin.
—¿Pretendes decirme que nadie más te ha hecho propuestas?
Amanda sonrió suavemente.
—Nadie a quien yo haya hecho caso, incluyendo a ese horrible Christie Lane. Pero esto no fue una verdadera propuesta. Simplemente me pidió salir conmigo.
—Podrías haberlo hecho peor.
Ella le miró para tratar de comprender si creía lo que decía. Cuando comprendió que hablaba en serio, hizo una mueca.
—¿Qué le pasa a Christie Lane?
—Tú has visto el show. No tiene ni un asomo de sex appeal. Es un imbécil.
—Bueno, no es que yo fuera a proponerle precisamente que posara para el Esquite. Es un hombre normal que, al mismo tiempo, es una gran estrella.
—No es una estrella. Es la figura principal del Show de Christie Lane. Pero ¿viste el informe que publicó el Times? Lo van a sustituir dentro de trece semanas.
—En trece semanas podrías conseguir una enorme publicidad saliendo con él.
—Pero es que no puedo soportarlo.
—Yo no te digo que te acuestes con él. Procura que te alcance una parte de su publicidad.
—Pero no estaría bien salir con él simplemente para conseguir publicidad.
Él le tomó la barbilla con la mano.
—Eres una buena chica. Una chica buena y estúpida con una cara que no sabes valorar. Una chica buena y estúpida que piensa que esta cara permanecerá intacta siempre. Cariño, tengo treinta y ocho años y todavía puedo conseguir muchachitas de dieciocho años. Y cuando tenga cuarenta y ocho o cincuenta y ocho y la barba gris, todavía podré conseguirlas. Pero cuando tú tengas treinta y ocho años, sólo conseguirás trabajos de alta costura, con fotografías de cuerpo entero. ¡Si te has cuidado! Pero nada de anuncios en que aparezca la cara o las manos; las feas arrugas ya habrán empezado a aparecer. E incluso un imbécil como Christie Lane dejará de mirarte. Pero ahora mismo y quizás en los diez próximos años, tú puedes tenerlo todo y a todos.
—Excepto al único hombre que quiero.
Iván suspiró.
—Mira, sé que eres una chica dulce y formal, de otro modo no estaría sentado aquí perdiendo el tiempo, teniendo un montón de trabajo por hacer y tres muchachitas con quien podría salir por un céntimo. Date cuenta, Robin no se comporta como las demás personas. Es como una enorme máquina grande y hermosa. Resiste, nena, es lo único que puedes hacer.
Amanda asintió con aire ausente y garabateó las iniciales R. S. sobre la mesa con un lápiz de maquillaje.