18
La navegación a lo largo del río, carente de oleaje en otoño pero con peligrosas corrientes, exigía toda la atención de los fugitivos. Una y otra vez tuvieron que esquivar bajíos y bancos de guijarros. A veces se acercaban tanto a la orilla que se veían obligados a agacharse bajo las ramas que colgaban por encima de las aguas. Maite no siempre lograba advertir a Konrad a tiempo, y en una ocasión una rama le golpeó la cara. Él soltó un grito de indignación y a punto estuvo de perder los remos; la barca chocó contra un banco de arena y amenazó con volcar.
—¡Deprisa! Inclínate a la derecha —gritó Maite dirigiéndose a Ermengilda, al tiempo que procuraba que la barca no se desequilibrara. Entonces Konrad empleó un remo para alejarse del banco de arena y la embarcación se enderezó—. Gracias —dijo la vascona.
Pero Konrad no le prestó atención y recuperó el rumbo correcto mediante uno de los remos. Se llevó la otra mano a la frente y al retirarla, descubrió que tenía los dedos manchados de sangre.
—¡Santo Cielo, estás herido! —gritó Ermengilda, preocupada.
—¡No es grave! —contestó Konrad apretando los dientes. Hasta entonces sólo había navegado en el estanque de los peces de su padre y en un bote pequeño, y consideró que se desempeñaba con mucha torpeza. Sin la ayuda de Maite no habría avanzado ni cien pasos.
Pero incluso así suponía una tarea bastante dura y pronto notó que se le entumecían los brazos. Aunque sus heridas se habían cerrado gracias a los cuidados de Eleazar, todavía no se había recuperado del todo. No obstante era imprescindible que avanzaran con rapidez. Se volvió hacia Ermengilda, que sentada en la popa de la barca seguía achicando agua, que al parecer entraba al mismo ritmo que ella lograba sacarla.
—¡Eres muy valiente! —lo alabó la astur, complacida al ver que él se ruborizaba.
—¡Cuidado! ¡Justo un poco más allá surge una roca del agua! Ya tendrás tiempo para soltar palabras melosas más adelante.
Maite hervía de furia: pese al peligro que corrían, Konrad únicamente parecía pensar en Ermengilda, y sólo sintió cierto alivio cuando vio que el franco volvía a seguir sus indicaciones. Un poco después alcanzaron aguas más tranquilas y dejaron que los arrastrara la corriente. Durante un tiempo, Konrad sólo tuvo que remar de vez en cuando.
—¡Remar es más cansado que blandir la espada durante un día entero! —dijo, lanzando un suspiro.
Maite soltó una risita burlona.
—Te sorprenderías al comprobar con cuánta rapidez la espada caería de tu mano, dado tu estado. La marcha que Fadl te obligó a realizar te ha dejado sin fuerzas y ahora estás tan flojo como un trapo mojado.
—¡No te preocupes! No tardaré en recuperarme —contestó Konrad, quien tuvo que volver a tirar de los remos porque el río vertía en un pequeño canalón bordeado de rocas.
—¿Hasta dónde hemos de navegar? —quiso saber Maite.
—Hasta una aldea cuya mezquita se eleva encima de una roca que se asoma al río. Es todo lo que sé —contestó el guerrero.
—Ya está oscureciendo y pronto será demasiado peligroso permanecer en el río, así que deberíamos buscar un sitio para pernoctar, como un bosquecillo o una choza abandonada.
Inmediatamente, Maite empezó a buscar algo semejante con la mirada, cuando de pronto soltó un grito de sorpresa.
—¡Me parece que estamos a punto de alcanzar la aldea de la que hablaste!
Pese al precario avance de la barca, Konrad se volvió.
—Ha de ser ésa. No creo que haya una mezquita similar en la región.
Ermengilda también dirigió la mirada al frente. Encima de una gran roca que se adentraba en el río, se elevaba un edificio en forma de cubo, con una cúpula y una única torre.
—Rema hacia la orilla, ¡rápido! —ordenó Maite.
Konrad obedeció instintivamente, pero después la miró con aire de desconcierto.
—¡Pero entonces habremos de recorrer un buen trecho andando!
—No será para tanto. Además, tú iras a la aldea, pero solo. Ermengilda y yo nos ocultaremos en aquel bosque de ahí delante y te esperaremos. Así podremos cambiarnos de ropa sin que nadie nos vea.
—Pero esperan la llegada de un judío —objetó Konrad.
—¿Y por qué un judío no habría de llevar las ropas que llevas tú? Además, si después lo interrogaran, el hombre no podrá describir el atuendo con el que continuarás el viaje.
Sus palabras convencieron a Konrad, quien condujo la barca a la orilla, se apeó y la arrastró fuera del agua para que ambas mujeres pudieran bajar sin mojarse los pies. Después recogió la espada enjoyada.
—Será mejor que la dejes en nuestras manos —dijo Maite, sacudiendo la cabeza—. Llama demasiado la atención.
Konrad ya empezaba a hartarse de que Maite siempre tuviera la última palabra, pero debía reconocer que sin su ayuda, él y Ermengilda jamás habrían logrado llegar hasta allí. Con una mezcla de orgullo ofendido y agradecimiento abandonó a las dos mujeres y se dirigió a la aldea. No las tenía todas consigo, porque sólo disponía del puñal para defenderse; sin embargo, sabía que debía presentarse como un viajero inofensivo y no llamar la atención. En esa ocasión, el coraje guerrero y la destreza con las armas no le resultarían demasiado útiles.
Como Ermengilda parecía dispuesta a seguir a Konrad, Maite la detuvo con ademán irritado.
—¿Te has vuelto loca? ¡Nadie debe vernos! ¡Ven conmigo! Nos esconderemos en el bosque y aguardaremos a Konrad. Sólo espero que no tarde demasiado en volver.
—Yo también lo espero —susurró Ermengilda, quien plegó las manos y rezó por que el joven franco regresara sano y salvo.