4

Tres días más tarde, cuando Konrad emprendió la marcha con su tropa, las colinas en cuyas laderas se extendía la aldea de Arnulf aún estaban cubiertas de nieve. Según las órdenes del rey Carlos, dos gruesas columnas debían marchar a España, y los guerreros de esa región formaban parte de la leva de Austrasia que debía unirse a la de los bávaros y los alemanes. Eran los que habían de recorrer el camino más largo y atravesar los Pirineos por el este, mientras que la leva de Neustria debía cruzarlos por el oeste. Atacados desde ambos flancos, los sarracenos pronto resultarían derrotados y los guerreros regresarían con abundante botín y muchos esclavos.

Eso fue lo que Arnulf le contó a su hijo, quien poco antes de la partida no parecía precisamente contento de participar en la campaña militar ni de recorrer las comarcas desconocidas que se encontraría por el camino. El descontento superaba el temor ante lo que le esperaba, así que Konrad procuró contener el llanto, se secó las lágrimas delatoras con la manga y se volvió hacia los hombres que formaban su grupo.

Sólo eran guerreros de a pie; casi ninguno de los campesinos libres disponía de un caballo, y si en alguna granja tenían uno, lo necesitaban para las tareas del campo, así que Konrad no sólo era el líder del grupo, sino también el único que montaba a caballo.

Su padre también había proporcionado los dos bueyes que tiraban del carro del grupo, además de la mayor parte del equipo y las provisiones. Junto a la docena de hombres armados, dos mozos de labranza acompañarían a Konrad. Echando cuentas, más de la mitad del grupo pertenecía a la finca Birkenhof.

Arnulf sabía muy bien que sólo podría remplazarlos con mucho esfuerzo, pero nunca había partido con una cifra de hombres menor que la exigida por el prefecto, y ése sería también el caso en lo concerniente a su hijo. Mientras Arnulf echaba un vistazo a los hombres, su mujer abrazaba a Konrad sin tratar de contener las lágrimas.

—¡Cuídate mucho!

—¡Sí, mamá! Te lo prometo. —Konrad se sentía incómodo: un futuro héroe no debía ser despedido como si fuera un niño, así que apartó a su madre con una sonrisa de disculpa y se acercó a su padre.

Arnulf lo contempló con ojo crítico. Aunque la cota de escamas de su hijo había sido forjada por el herrero de la aldea, no desmerecía su aspecto. El herrero había remachado innumerables escamas de hierro a una túnica de cuero y forjado un casco en forma de cuenco alargado, como los que llevaban los jinetes armados del rey. La cota carecía de adorno, pero era sólida y le resultaría útil durante la batalla. Es verdad que el rostro bajo el casco parecía excesivamente joven, pero con gran satisfacción Arnulf comprobó que ese día su hijo tenía un aspecto más adulto que de costumbre.

—Lo lograrás, muchacho, ¡y ahora vete! No querrás que el rey Carlos conquiste España sin ti, ¿verdad? Y vosotros, hombres, id con Dios. Aunque esta vez no puedo acompañaros, mi hijo será un jefe tan bueno como yo.

—¡Seguro que sí! —Rado, un hombre alto y de anchos hombros que ya había participado en más de diez campañas con Arnulf, rió y le palmeó el hombro a Konrad. «Yo le enseñaré al muchacho lo que hay que hacer», se dijo, y se relamió al recordar el buen jamón que Hemma le había regalado para que cuidara de su hijo.

Konrad se volvió hacia su hermano menor, que lo contemplaba con los ojos muy abiertos y parecía dudar entre demostrar tristeza o envidia. Hasta que Lothar pudiera ir a la guerra pasarían muchos años, e incluso entonces no estaba dicho que su padre lo dejara marchar. La finca Birkenhof sólo debía proporcionar un jinete armado al ejército del rey, y mientras Konrad ocupara ese lugar, Lothar se quedaría en casa y tendría que trabajar como campesino.

—¡Pórtate bien, hermanito! —gritó Konrad.

Lothar tragó saliva y derramó unas lágrimas. Bien es verdad que no echaba de menos los golpes y los moratones causados por las prácticas con la espada, pero de todas formas le apenaba ver partir a su hermano mayor.

—¡Regresa, Konni! —exclamó.

—¡Cuenta con ello! —Konrad montó y alzó el brazo—. ¡En marcha! El rey nos aguarda.

Emprendió el camino y, tras avanzar unos pasos, volvió la cabeza. Los doce guerreros lo seguían en filas de a dos, con el carro en el medio. A excepción de tres, todos ellos eran viejos veteranos para quienes una campaña militar apenas suponía diferencia alguna de las tareas matinales en los campos de aquellos que se quedaban en casa.

En esa época del año los caminos todavía estaban enfangados, pero los bueyes tiraban con tanta fuerza que las ruedas no se atascaron ni una sola vez. Un mozo que viajaba en el pescante del carro tenía una pértiga con el extremo afilado, pero sólo la utilizaba para guiar a los animales, no para azuzarlos. Los bueyes se adaptaron fácilmente al paso de los hombres e incluso tenían tiempo de arrancar los primeros brotes verdes del año.

Al principio una gran excitación embargaba a Konrad, que no dejaba de mirar en torno con ojo avizor. Rado lo contempló durante un rato y después se acercó.

—Aún estamos muy cerca del hogar, Konrad. Aquí no nos encontraremos con enemigos.

Los demás rieron, mientras el muchacho maldecía su inseguridad en silencio.

—No intentaba descubrir enemigos, sino amigos. No creo que tardemos en coincidir con los grupos de las aldeas vecinas.

—Puede que no los veamos hasta el mediodía o incluso la noche. Durante la última campaña, no nos encontramos con Ermo y sus hombres hasta que llegamos al punto de reunión. Pero un muchacho tan espabilado como tú llegaría a su aldea más rápidamente de lo que una anciana tarda en masticar su almuerzo. —Rado soltó otra carcajada y volvió a ocupar su lugar en la pequeña tropa.

Pese a estas advertencias, poco después vieron un reducido grupo a cierta distancia y se reunieron con él en el siguiente cruce. En efecto: eran Ermo y sus hombres. Se trataba del campesino más importante de la aldea vecina, sólo unos años menor que el padre de Konrad y también un guerrero experimentado.

Konrad vio que sólo siete guerreros acompañaban a Ermo, en vez de los diez exigidos por el prefecto, y que un único buey —y bastante flaco— tiraba del carro de dos ruedas, que tampoco parecía ir muy cargado.

Cuando Ermo se encontró con la tropa de la aldea de Arnulf, saludó a Konrad con una amplia sonrisa.

—¡Con Dios, muchacho! Esta vez tu padre no puede ir a la guerra, ¿verdad? —dijo, examinando el bien surtido carro que conducían los hombres de Konrad—. ¡Veo que disponéis de muchas provisiones! ¡Es evidente que no pasaréis hambre!

—Hemos de recorrer un largo camino —contestó Konrad.

—¡Y que lo digas! El rey emprende una nueva guerra todos los años, y cada vez hemos de marchar más lejos que la anterior. No sé qué se imagina nuestro señor Carlos. Hemos de llevar provisiones para tres meses, y ello contando a partir del punto de reunión, que aún tardaremos semanas en alcanzar.

Konrad sospechó que Ermo no había cargado tantas provisiones como le habían ordenado porque esperaba poder ir abasteciéndose de las suyas. Desesperado, trató de adivinar cómo habría reaccionado su padre. Si les negaba los alimentos a los demás, quedaría como un mezquino y un mal camarada. Por el contrario, si daba comida a Ermo, las provisiones de sus hombres se acabarían con mayor rapidez y se vería obligado a comprar más durante el trayecto. Aunque llevaba algunos denarios de plata en un resistente talego de cuero bien escondido bajo la camisa, sabía que ese dinero no alcanzaría para gran cosa. Si gastaba todos sus recursos, no le quedaría más remedio que mendigar, porque el rey había prohibido terminantemente que se apropiaran de los víveres de los campesinos contra su voluntad y sin pagar.

Konrad pensó que la primera prueba que debía superar en el largo camino se le había presentado antes de lo esperado, así que contestó al saludo del vecino pasando por alto sus palabras.

Ermo acercó su cabalgadura —que ya había visto días mejores— al semental de Konrad y clavó la mirada en su cota de escamas.

—¡Ésa sí que es una buena cota de escamas! ¡Debe de haberle costado sus buenos bueyes a tu padre!

—La forjó el herrero de nuestra aldea —respondió Konrad, que no tenía ni idea cuánto había pagado su padre por ella.

—Seguro que vale cinco… ¡qué digo!, seis bueyes, puesto que la mía ya me costó tres y no es tan buena como la tuya ni por asomo.

La envidia de Ermo se hizo patente cuando pasó la mano por su propia cota de escamas, cuyas piezas eran más grandes y menos numerosas que las de Konrad. Además, su casco parecía haber sido forjado con un cazo viejo.

Tras esas primeras palabras, resultó evidente que Ermo no era el compañero de viaje que habría deseado y en efecto: el hombre era tan charlatán y descarado como una urraca. Ya la primera noche, cuando acamparon en una pequeña aldea, se dio aires de ser el jefe de toda la tropa. Además, exigió comida a los campesinos por la que se negó a pagar y los insultó cuando sólo le ofrecieron un poco de pan y unas gachas.

—Ahora sería una buena ocasión para cortar uno de los jamones que tu padre te dio para el viaje —le dijo a Konrad, cuando los aldeanos se negaron a darle algo más.

El joven dirigió la mirada a Rado, que se había sentado a su lado.

—¿Acaso tenemos jamón? No sé nada de eso.

El hombre sonrió. Al parecer, el muchacho no se dejaba desplumar así sin más.

—Sí, tenemos un jamón. Tu madre me lo dio a cambio de que cuidara un poco de ti. Pero me lo guardo para cuando haya algo que celebrar —dijo. Guiñó un ojo a Konrad y se dedicó a engullir las poco apetitosas gachas que los aldeanos les habían proporcionado. Los demás hombres de la aldea de Konrad consumieron la humilde comida como si no hubieran esperado otra cosa. Su joven cabecilla se había ganado su respeto porque desde un principio había plantado cara a Ermo, al que todos conocían de sobra.

La rosa de Asturias
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