15

Los francos parecían encontrarse en dificultades; el ejército se detenía una y otra vez, y los mozos debían reparar los carros, algunos de los cuales quedaban abandonados a un lado del camino. Maite se preguntó qué ocurría allí abajo. A su lado, Waifar maldecía.

—Si no se dan prisa, la punta del ejército habrá dejado atrás el desfiladero antes de que la retaguardia lo haya pisado.

—¡Baja la voz! Si los francos te oyen advertirán nuestra presencia —lo regañó Maite, pero ella tampoco lograba descifrar la conducta del enemigo. Mantuvo la vista clavada en el contingente acorazado que se arrastraba lentamente a lo largo del camino. Desde lo alto de las rocas los guerreros parecían tan pequeños como hormigas, y ello hacía que fuera más fácil olvidar que eran personas.

Lo peor fue imaginar que el pequeño Just no tardaría en yacer muerto a la sombra de una roca, y también deseó poder hacer algo por Philibert y Konrad, a quienes agradecía que las hubieran salvado a ella y Ermengilda del oso. También la astur se encontraba allí abajo y corría peligro de caer víctima de una flecha o de un atacante cegado por la furia. «Es casi como la otra vez», se dijo: volvía a acechar a una comitiva que debía acompañar a la Rosa de Asturias a Franconia, sólo que en esta ocasión no se enfrentaba a dos docenas de guerreros, sino a más de mil.

A su lado también se había reunido un número de guerreros muy superior a los cien muchachos del ataque anterior. A derecha e izquierda del desfiladero acechaban miembros de la mayoría de las tribus vasconas y, junto a ellos, los gascones, que eran de su misma sangre. A sus fuerzas se sumaba un numeroso grupo de sarracenos, entre ellos los guerreros del bereber Fadl Ibn al Nafzi y los hombres de Yussuf Ibn al Qasi, que a pesar de ser musulmanes, no podían ocultar su origen visigodo.

Los bereberes habían perdido unos cuantos compañeros durante las escaramuzas con los francos y ansiaban vengarse. Estaban impacientes por ver cómo los francos caían en la trampa y maldecían el retraso.

—¡Si todo sigue igual, esos perros giaur acabarán por descubrirnos! —refunfuñó Fadl Ibn al Nafzi, sin tener en cuenta que sus aliados vascos también eran cristianos.

—Si no quieres que los francos nos descubran —dijo Maite en tono de reproche—, llama la atención a los tuyos, que andan por ahí como una recua de mulos. Los vascones sabemos avanzar en silencio para que nadie nos oiga y también ocultarnos de nuestros enemigos.

—¿Qué hace esta mujer aquí? —soltó el sarraceno—. ¡Éste no es su lugar!

—Mis amigos no opinan lo mismo. —Maite le dio la espalda al bereber y volvió a dirigir la mirada hacia abajo. Entre tanto, los francos parecían haber resuelto sus problemas con los carros y seguían avanzando. La parte delantera del contingente se detuvo y esperó a los rezagados. De esta forma ya no existía el peligro de que la punta del ejército alcanzara la salida norte del desfiladero antes de que el resto hubiera superado el otro extremo.

—¡Han caído en la trampa! Preparaos. —Maite cogió la honda que había fabricado el día anterior y cargó una piedra.

Fadl Ibn al Nafzi esbozó una mueca desdeñosa.

—¡Ésa es un arma sólo digna de niños y mujeres!

—A los muertos les da igual el arma que los derriba —replicó Maite, porque tras practicar el día anterior, había constatado que su puntería y su fuerza seguían siendo las mismas de siempre.

—¡Aguardaremos hasta que todos los francos se encuentren en el desfiladero y entonces atacaremos! —El joven Eneko pretendía alardear de su condición de comandante, pero la mayoría dirigió la mirada a Lupus el gascón, que ya se había destacado como guerrero. Aunque el rey Carlos lo había nombrado duque de Aquitania, se había unido a los enemigos del monarca para luchar en primera línea en la batalla que debía marcar la caída del reino franco. Para él no sólo se trataba de la libertad de su tierra, sino también de rechazar las pretensiones de Eneko sobre las comarcas vasconas al norte de los Pirineos—. Atacaremos en cuanto la retaguardia del contingente haya alcanzado el desfiladero. ¿Estáis preparados? —El gascón daba órdenes sin dignarse mirar al hijo de su rival.

Maite consideraba que Lupus era un comandante mucho más competente que Eneko o su hijo, quien hasta entonces sólo se había destacado por ser un bocazas. La idea de cerrar las salidas del desfiladero con troncos para impedir la huida de los francos había sido suya, no del joven Eneko.

La tensión aumentó cuando la punta del ejército se adentró en el desfiladero. Algunos guerreros se adelantaron a caballo para examinar el terreno. Según Maite, ése era el momento en que el ejército esperaría el regreso de los exploradores para informar que el camino estaba despejado. Pero los francos eran demasiado arrogantes o tontos como para contar con un posible ataque. Con cierto desprecio, Maite consideró que más que un jefe militar, el muy elogiado prefecto Roland era un bravucón. Era posible que en el combate fuera capaz de arrastrar a sus hombres, pero allí en el desfiladero toda su destreza con la espada y su coraje resultarían inútiles.

Durante un rato, fue como si el mundo sostuviera el aliento, tal era el silencio. De ahí que las palabras de Lupus resonaran como un trueno cuando preguntó:

—¿Tus arqueros están en sus puestos, Fadl?

Fadl Ibn al Nafzi, el hermano de Abdul el Bereber, cuya vida había acabado tan cruelmente en Zaragoza, asintió con expresión sombría.

—Nuestras flechas ansían clavarse en los corazones de los francos.

—¡Aguarda un momento más! —ordenó Lupus—. ¿Los hombres apostados ante la salida del desfiladero están dispuestos a atrapar la vanguardia franca y bloquearla, Tarter?

—Si mi padre estuviera aquí, le mostraría a ese gascón engreído quién es el amo —siseó Eneko, pero en voz tan baja que ni Lupus ni sus hombres lo oyeron. Zígor estaba arrodillado junto al hijo de su señor con la lanza en la mano, sonriendo. Le agradaba que Lupus se diera aires. Si como era de esperar, el rey Carlos exigía venganza, ésta caería sobre los gascones, y Eneko de Iruñea podría incrementar su poder a costa de ellos.

A Maite tales reflexiones le resultaban ajenas. Ella sólo quería preservar la libertad de su tribu y defender sus aldeas y sus prados frente a todos, ya fueran sarracenos, francos, astures o jefes fanfarrones como Lupus y Eneko. Cuando alguien le rozó el hombro, alzó la vista.

A sus espaldas se encontraba Danel, quien con su hermano Asier y unas docenas de guerreros de Askaiz y de las otras aldeas de la tribu se habían unido a ellos. Señaló el interminable ejército franco con una sonrisa.

—Será aún más divertido que cuando atrapamos a Ermengilda.

—¡Sobre todo será una diversión sangrienta! —exclamó Maite, mirando a Asier. Éste no la había saludado ni le había dirigido la palabra, y ahora también le daba la espalda. «¿Acaso fue el traidor que entregó mi padre a los astures?», se preguntó, pero entonces recordó que Danel había acompañado a su padre cuando este quiso robar las ovejas de Rodrigo y le pareció imposible que Asier hubiera puesto en peligro a su hermano adrede.

Como Maite no le prestó atención, Danel se alejó y fue a reunirse con sus camaradas, a quienes Eneko recibió como si fueran amigos largamente esperados. Maite comprendió que el hijo del conde Eneko hacía todo lo posible por asegurarse la lealtad de los hombres de Askaiz y entonces cayó en la cuenta de que ya no le resultaría posible reestablecer las anteriores circunstancias en las aldeas de las montañas. El mundo estaba cambiando por culpa de los francos.

Presa de la ira, se puso de pie y se detuvo ante Lupus.

—¿Cuándo atacaremos?

El gascón lanzó un vistazo al ejército franco.

—¡Ahora!

Maite se dirigió a los demás hombres.

—Ya lo habéis oído. ¡Atacamos! —Tras estas palabras descendió la ladera más rápida que una cabra, hasta una roca tan elevada que los francos serían incapaces de escalarla o alcanzarla con sus lanzas, pero que le ofrecía la mejor oportunidad de utilizar su honda.

Antes de que Fadl el Bereber pudiera ordenar a sus arqueros que dispararan sus flechas, Maite arrojó la primera piedra y soltó un grito de júbilo cuando uno de los guerreros que acompañaba a los carros se desplomó en el suelo, muerto.

En ese momento las flechas sarracenas se abatieron como una lluvia sobre los francos. Los hombres caían, los caballos heridos derribaban a sus jinetes, los bueyes bramaban y durante unos instantes reinó el pánico. Pero entonces los comandantes gritaron sus órdenes y los guerreros cerraron filas. Sólo había escasos arqueros en el ejército y lo único que veían eran las montañas y el bosque, pero no lograron divisar a ningún enemigo. Tampoco los caballeros montados resultaban útiles en dicha situación. Eginhard von Metz sabía que en el desfiladero eran una víctima fácil de las flechas enemigas y mandó a sus jinetes galopar hacia la salida norte. Dado que Anselm von Worringen había dado la misma orden a sus hombres, pronto se abrió un hueco cada vez más amplio entre ellos y los lentos carros arrastrados por los bueyes.

Rado señaló las flechas clavadas en su escudo.

—¡Mira, los atacantes han de ser sarracenos!

—¡Es imposible! Habríamos notado la presencia de un grupo tan numeroso. ¡Además, están enemistados con los vascones!

—A mí no me lo pareció. ¡Esa gentuza de las montañas se negó a ayudarnos! —dijo Rado, quien agachó la cabeza cuando una piedra golpeó contra la madera del carro—. No la arrojaron con la mano, sino con una honda. Los sarracenos no usan hondas.

—¡Así que son los vascones! —Konrad recordó a Maite y su arma favorita; ya le había demostrado con cuánta destreza la manejaba, pero dejó de pensar en ella y señaló hacia atrás.

—¡Encárgate de Philibert y de la señora Ermengilda! ¡Si llega a ocurrirles algo, responderás ante mí!

Mientras Rado, cuyo corcel había caído durante el primer ataque, echaba a correr en zigzag, Konrad intentó obtener una vista general. En el tramo del camino que alcanzaba a ver sólo caían las flechas de los arqueros, pero el ataque era lo bastante violento como para detener al contingente. Sin embargo, mucho más allá ya resonaban los gritos y el fragor de la batalla, cuyo eco devolvían las laderas. También desde atrás se oía el ruido del combate. Con gran preocupación, el joven guerrero llamó a dos hombres y señaló en la dirección correspondiente.

—Uno de vosotros ha de alcanzar al conde Anselm, y el otro al prefecto Roland. Preguntadles cuáles son sus órdenes y regresad lo antes posible.

Ambos asintieron con la cabeza y echaron a correr. Konrad sólo podía albergar la esperanza de que las flechas sarracenas y las piedras de las hondas vasconas no dieran en el blanco. Pero entonces el enemigo cambió de táctica y atacó a los bueyes que iban en cabeza. Al tiempo que los animales caían, Konrad comprendió que no lograría sacar ni un solo carro de ese desfiladero.

Ermengilda y las otras mujeres que acompañaban al ejército corrían un gran peligro, como también Philibert y los demás heridos. En ese momento Konrad fue presa del pánico: hasta entonces sólo había participado en pequeñas refriegas, y ahora que se enfrentaba a una cuestión de vida o muerte, amenazaba con fracasar.

—¡Jamás! —gritó, y corrió junto a los carros para alcanzar a Ermengilda, cuyas ofensas había olvidado en ese momento difícil. De camino, dio órdenes a los asustados mozos y también llamó a los guerreros que, sin éxito, procuraban acabar con sus adversarios.

—¡Desenganchad los bueyes! Abandonaremos los carros. Llevaos a los enfermos y a las mujeres. Cubriros tras los animales. ¡Si actuamos con rapidez y cautela, cerraremos el hueco que nos separa de la punta del ejército y proporcionaremos a los hombres de Roland el espacio necesario para acabar con esa gentuza!

En ese instante volvía a creer en la victoria. Pero mientras se aproximaba al carruaje de Ermengilda, las flechas cayeron como el granizo y casi todas dieron en el blanco. Las filas de los escuderos —que no llevaban armadura— y las de los guerreros que procuraban proteger los carros se vieron diezmadas, y Konrad todavía no había visto a un solo enemigo.

Cuando alcanzó el carruaje advirtió que el toldo estaba hecho jirones y halló a Ermengilda acurrucada bajo un escudo, junto a una rueda.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó la joven cuando Konrad se inclinó hacia ella.

—Nos atacan a traición, pero ya nos las arreglaremos. Venid, os llevaré junto a vuestro esposo, hacia la parte delantera —dijo Konrad, quien la cogió del brazo y la protegió con su escudo en el que ya se habían clavado varias flechas.

Entre tanto, los mozos retiraban los heridos de los carros. Pero cuando algunos cayeron bajo las flechas y las piedras, los demás dejaron a los heridos y huyeron. Algunos trataron de ocultarse en el bosque, pero allí los vascones surgían cual sombras y los atravesaban con sus espadas y sus lanzas.

La rosa de Asturias
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