17

Los tres se reunieron a cierta distancia de la ciudad. Como Ermengilda había prescindido del velo, Maite reparó en lo aliviada que parecía su amiga, pese a lo cual se vio obligada a reprenderla:

—¡Cúbrete la cara! ¿No ves que tu belleza y tus cabellos rubios llaman la atención? —Luego se dirigió a Konrad—. ¿Dónde está la barca?

El franco miró en derredor y luego indicó el sur, en dirección al río.

—Debe de estar allí.

Como el Wadi el Kebir no pasaba junto a la puerta de la ciudad por la que acababan de salir, tuvieron que tomar por el camino principal durante un trecho y luego girar en la dirección deseada. Finalmente se encontraron a orillas del río y lo siguieron hasta el lugar donde estaban las barcas. Eran tantas que, al verlas, Konrad soltó un gemido.

—¡Para cuando encontremos la correcta ya habrán descubierto nuestra huida, por Jesucristo!

—¡Mide tus palabras! —le espetó Maite, señalando al grupo de personas que se acercaban a ellos—. Seguro que el hombre que te habló de esa barca no era un tonto. Si la descripción encaja, no tardaremos en encontrarla.

—Si nos separamos tardaremos menos —propuso Ermengilda.

—No, llamaríamos la atención —contestó Maite.

—Deberíamos coger una barca cualquiera —sugirió Konrad, dispuesto a apoderarse de la más próxima.

—¿Acaso quieres que un propietario furioso te pise los talones? Y aunque sólo informara de su pérdida a los guardias y estos después se enteraran de nuestra huida, todos sabrían adónde nos hemos dirigido.

Konrad agachó la cabeza como un niño al que acabaran de regañar, mientras Ermengilda miraba a Maite con aire de reproche.

—¿Por qué tratas tan mal a Konrad? Sólo desea lo mejor para los tres.

—¡Pues entonces que haga el favor de utilizar la cabeza!

Furiosa, Maite se alejó y recorrió la orilla. Más allá había descubierto una barca que flotaba en el río a cierta distancia de las otras. Un cabo mohoso la sujetaba a un poste medio podrido. Hacía muchos años alguien la había pintado de azul y tres maderas en mal estado habían sido reemplazadas por otras tantas de color rojo. Había más de un palmo de agua en la barca y la joven consideró que no aguantaría ni un breve trayecto en el río, por no hablar de una excursión más larga.

—Allí está la barca. Tendremos que achicar el agua —dijo en tono decepcionado.

—Pero sólo mientras navegamos. Ahora hemos de procurar desaparecer lo antes posible —dijo Konrad, quien cogió el cabo y atrajo la barca a la orilla para que pudieran instalarse en ella.

—¿Dispone de remos? —preguntó Maite al reparar en que las otras barcas carecían de éstos. Al parecer, los propietarios se los llevaban a casa para evitar que alguien hiciera uso de su embarcación sin permiso. Cuando se acercó a la vieja barca y echó un vistazo al interior, vio que dos remos en bastante buen estado reposaban en el fondo, sujetados por unas piedras para evitar que los vieran desde el exterior; también había un viejo cuenco de madera.

—Supongo que nos lo han dejado para que achiquemos el agua. ¡El hombre que te ayudó es listo! Nadie echará de menos este trasto, y aun en ese caso, todos creerían que el cabo se rompió.

Al oír este comentario, Konrad decidió no cortar el cabo. Miró en torno con rapidez para comprobar si alguien lo observaba y luego partió el cabo de un tirón, para que pareciera que la barca se había soltado sola.

Después la sostuvo para que las dos mujeres pudieran subir a bordo, la apartó de la orilla y saltó al interior de la barca.

Maite ya había empezado a achicar el agua y señaló los remos con un gesto de la cabeza.

—Tendrás que remar, Konrad; una de nosotras se sentará en la popa y te indicará la dirección.

—Hazlo tú, Maite, yo prefiero quitar el agua —dijo Ermengilda, que como nunca había navegado temía cometer un error y provocar el fracaso de la huida.

Para Maite también era la primera vez. Sin embargo, dado que durante el viaje había cruzado varios ríos, lo cual le había permitido observar la actividad de los hombres en las barcas, consideró que sería capaz de realizar la tarea. Así pues, le alcanzó el cuenco a Ermengilda y le dijo a Konrad que remara.

—Hemos de alejarnos de la ciudad. ¡Que Jesucristo y la Virgen María nos asistan! —exclamó y se persignó. Un instante después miró en torno, asustada: si alguien llegaba a recordar haber visto a una cristiana en el río quizá llegaría a la conclusión correcta y la relacionase con la esclava huida de Fadl Ibn al Nafzi.

Pero afortunadamente la barca ya se encontraba en el centro de la corriente y las demás embarcaciones estaban demasiado lejos como para que sus ocupantes distinguieran su ademán. Aliviada, Maite indicó a Konrad que remara hacia la izquierda y luego se entregó a la embriagadora sensación de haber escapado de Córdoba y de Fadl Ibn al Nafzi.

La rosa de Asturias
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