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Abdul el Bereber echó a correr más rápido que nunca, pero él y sus hombres llegaron demasiado tarde: ya no quedaba ni un caballo en el lugar donde los habían dejado, en cambio allí yacían seis cadáveres a los que les habían quitado las armaduras y parte de la ropa.
Al ver la escena, el segundo de Abdul arrojó el arco al suelo.
—¡Ahora dime a quién le quitó el juicio Alá, pedazo de imbécil! —le gritó a Abdul.
Éste se convirtió en el blanco de las miradas acusadoras de los demás. Sus hombres maldecían a los francos, lloraban la muerte de sus amigos y se apiñaban cada vez más en torno al que había criticado a Abdul.
Este último comprendió que sólo necesitaban un motivo mínimo para empezar a pedirle cuentas por el fracaso. En todo caso, Abdul no estaba dispuesto a dejarse despedazar por su propia gente. Antes de que alguno de ellos pudiera reaccionar, desenvainó la espada y, de un único golpe, le cortó la cabeza a su subordinado rezongón.
Tras dirigir un rápido vistazo a la cabeza que salió rodando, dedicó una mirada retadora a los demás.
—¡El emir me encargó que no perdiera de vista a los francos! Quien lo olvide, probará la ira de Abderramán. Además, el espía Saíd me mintió. Dijo que treinta francos habían emprendido la expedición, pero nos enfrentamos a más del doble y encima estaban advertidos. ¡Le preguntaré cuánto oro franco recibió a cambio y después lo castigaré!
Más que convencimiento, las palabras de Abdul expresaban apuro, pero no dejaron de tener efecto. Los hombres intercambiaron miradas, apartaron las manos de las armas y lo contemplaron.
—¿Qué haremos ahora?
—Maldecir a los francos y después marchar hacia el sur a fin de conseguir nuevas cabalgaduras. Hemos de darnos prisa y recorrer senderos secretos, porque si los infieles vascones o astures notaran nuestra presencia, no nos quedaría más remedio que luchar, y a pie no lograremos salir airosos. Los habitantes de estas montañas fueron concebidos por cabras, no por hembras humanas, puesto que son capaces de superar quebradas y laderas rocosas que nosotros no podemos escalar.
—Preferiría seguir a los francos y recuperar nuestros caballos —objetó uno de los hombres.
Abdul señaló en la dirección que había emprendido el enemigo.
—¡Entonces vete! No te detendré. ¡Antes de que puedas llamar a Alá, la gente de Rodrigo te habrá enviado a la dschehenna!
Tras dichas palabras ya no hubo más réplicas y los sarracenos siguieron a Abdul hacia el sur. Pero en el corazón del bereber ardía el odio por el cabecilla de los francos que lo había engañado de un modo tan humillante y se juró a sí mismo que se haría con el bellaco y lo haría morir mil muertes.