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El joven Eneko condujo a los rehenes que huyeron junto con él hasta uno de los prados de alta montaña que formaban parte de las propiedades de su padre. Adoptó el puesto de jefe desde el principio de la huida y, para consternación de Maite, mandaba a los jóvenes y a las muchachas como si fueran sus subordinados sin hallar la menor oposición. Esa mañana, cuando se acercó a ella y le ordenó que ayudara a las otras muchachas a preparar la comida, Maite desenfundó y lanzó su puñal, que fue a clavarse en la jamba, a un palmo de la oreja de Eneko. Este dio un respingo mientras ella ponía los brazos en jarras.
—¿Quién diablos te has creído que eres? —le espetó la vascona—. ¡Aquí hay bastantes faldas femeninas como para preparar la comida!
—Maite no sabe cocinar —dijeron las otras muchachas soltando risitas—. La carne se le quema en el asador y el pan se vuelve tan duro que hace falta un martillo para partirlo.
Maite arrancó el puñal de la jamba, se volvió hacia las burlonas y les apuntó con la hoja.
—¡Además de carne y pan, también puedo cortar otras cosas con mi puñal!
Las muchachas chillaron y echaron a correr; Maite volvió a envainar el arma y se dispuso a abandonar la choza, pero Eneko la detuvo.
—Puesto que has echado a las otras mujeres, cocinarás para nosotros. Espero que lo hagas mejor de lo que dicen —dijo, riendo y le dio la espalda con gesto arrogante.
Al principio Maite no comprendió por qué actuaba de ese modo, pero entonces se dio cuenta que la convivencia con los francos lo había cambiado. Allí había visto cómo trataban los señores a los demás, y los había tomado como ejemplo. La camaradería que había reinado entre los rehenes durante su cautiverio se había esfumado; a ello se sumaba que Eneko volvía a tener presente que ella era la hija de Íker y que un día su marido reivindicaría el gobierno sobre su tribu, así que ella suponía un peligro para el señor de Iruñea, porque podía disputarle la parte occidental de la comarca que, en su opinión, él había conquistado.
Cuando Eneko notó que Maite se había detenido para reflexionar, se volvió y le pegó un puñetazo en las costillas.
—¡Te he dicho que te pongas a cocinar!
Luego le lanzó una sonrisa ambigua y le palmeó el trasero.
—Eres una potranca fogosa, Maite, a la que algún día me gustaría montar…
Pero ya no pudo seguir hablando, porque la muchacha se volvió y le pegó un enérgico bofetón, antes de desenvainar el puñal para apoyarlo contra su garganta.
—¡Puede que seas el hijo de Eneko de Iruñea, pero como te acerques demasiado a mí, te apuñalaré! —soltó. Lo apartó con la otra mano y salió de la choza con la cabeza erguida.
Eneko la siguió con la mirada y masculló una blasfemia. Luego retó a sus camaradas con la mirada.
—Hemos de bajarle los humos a esa arpía. Esta noche la someteremos y la haremos gemir bajo cada uno de nosotros.
Tarter de Gascuña negó con la cabeza.
—No me parece prudente. Presencié el ataque a la comitiva de Ermengilda y si le damos semejante trato, Maite acabará por cortarnos el gaznate a todos.
—¡Eres un cobarde! —se burló Eneko, pero al mismo tiempo recordó que Maite procedía de una estirpe de jefes tan antigua como la suya y la de su padre. Aun cuando Íker de Askaiz caía lentamente en el olvido, aún se entonaban loas sobre la huida de Maite del castillo de Rodrigo. No podía medir con la misma vara a una muchacha que de niña había recorrido más de cien millas y se había enfrentado a osos y lobos que a las risueñas muchachas que en más de una ocasión le indicaron que no tenían inconveniente en acompañarlo a dar un paseo por el bosque, así que abandonó su plan de mala gana—. Por mí, que se la lleve el diablo. Aquí hay muchas otras mujeres.
Entonces Tarter le apoyó una mano en el hombro.
—¡Procura no elegir la muchacha equivocada! Las de aquí tienen hermanos o parientes que sabrán defender su honor.
Dado que una de las que le habían hecho proposiciones era prima de Tarter, Eneko apretó los dientes para no irritar al otro aún más.
—Deberías haberte quedado con los francos, Eneko —dijo Tarter, sonriendo—. Allí hay numerosas putas dispuestas a abrirse de piernas para ti. Nuestras muchachas vasconas no te servirán de juguete.
—Tarter tiene razón. ¡No tocarás a las muchachas! —exclamó un muchacho que también tenía una pariente en el grupo.
Soltando un gruñido de furia, que también podría ser de resignación, Eneko se volvió y señaló el hogar, donde el fuego casi se había apagado.
—Encargaos de traer a un par de esas mujeres para que empiecen a cocinar, de lo contrario vosotros mismos tendréis que ocuparos de las perolas.
Inmediatamente, un par de muchachos echaron a correr al prado desde donde resonaban voces claras, pero Eneko comprendió que sólo obedecían sus órdenes porque tenían hambre, no por temor a él.