13
Maite conocía el significado de la soledad, pero no había imaginado que pudiese sentirse tan sola rodeada por al menos veinte personas: era como si estuviera perdida en medio de un páramo. Tras el encontronazo con Eneko, los rehenes la ignoraban y sólo le dirigían la palabra cuando era estrictamente imprescindible. Cuando se acercaba a las muchachas, éstas soltaban risitas, pero hacían como si no existiera. Sin embargo, no se atrevían a criticarla porque una joven tan guerrera y con tanta capacidad para imponerse les resultaba inquietante. Los jóvenes, por su parte, le lanzaban miradas desdeñosas y le daban la espalda.
El culpable de ello era Unai, que dos días después de la huida apareció entre los antiguos rehenes e informó de lo ocurrido en el prado de alta montaña de su tribu; pero no se atuvo a la verdad, sino que describió el incidente como si Maite hubiera ayudado a los francos a acabar con la vida de los pastores de su tribu.
Maite no tardó en comprender que Unai la detestaba y quería vengarse de ella porque su tribu lo había expulsado y ahora debía servir al señor de Iruñea como un sencillo guerrero. Como Maite lo consideraba capaz de matarla, se mantuvo en guardia; entre las armas que Eneko había proporcionado a los fugitivos, se había apoderado de una espada corta que colgaba de su cintura junto al puñal, así como de otros dos cuchillos que llevaba ocultos bajo sus ropas.
Ese día, mientras estaba sentada en una roca a cierta distancia de la choza con la vista clavada en el valle, reflexionó sobre los cambios que había experimentado su situación: entre los francos se había sentido segura, y ahora que era libre debía cuidarse de los miembros de su propio pueblo. Por eso —y aunque fuera absurdo— añoraba volver a encontrarse entre los extranjeros. Echaba de menos las conversaciones con Ermengilda tanto como las preguntas de Just. Antes que la de sus compatriotas, hasta habría preferido la compañía de Konrad y de Philibert.
Cuando ya consideraba que las circunstancias se volvían intolerables, éstas cambiaron de un día para el otro. Cada vez más guerreros de diversas tribus fueron apareciendo en el prado; eran jóvenes de Nafarroa, pero también del este y de allende los Pirineos. Incluso algunos gascones se unieron al grupo. Para muchos de ellos, el nombre de Maite era casi mítico, hasta el punto de que entonaban canciones sobre su huida del castillo del conde Rodrigo y también sobre cómo se había vengado de la hija de éste. De pronto Maite volvió a formar parte del grupo y ni Unai ni el joven Eneko lograron desprestigiarla ante los recién llegados.
Maite se percató de que los jóvenes ardían en deseos de entrar en combate, pero no sabía a quién querían enfrentarse. Tenía la esperanza de que su meta fuera Asturias, pero dicha perspectiva se esfumó cuando Zígor, el cómplice del conde Eneko, llegó al campamento y se pavoneó ante los guerreros.
—¡Os digo que sería un juego de niños! Los francos ni siquiera podrán defenderse —afirmó.
—¿Queréis atacar a los francos? ¿En Iruñea? —dijo Maite y se rió en la cara de Zígor.
Éste le lanzó una mirada iracunda.
—¿Y a ti qué se te ha perdido aquí? ¡Una mujer no tiene palabra en el consejo de los guerreros!
—¡No es una mujer como las demás, Zígor, sino Maite de Askaiz! Te apuesto a que aquí en el campamento sólo hay unos pocos hombres que la superen en el manejo de la honda y del puñal —dijo uno de los gascones, reprendiendo al hombre de Iruñea.
Maite se volvió hacia el que hablaba y reconoció a Waifar, que había participado en el ataque a la comitiva de Ermengilda. Para él y sus amigos, ella todavía era la hija de un padre insigne y se merecía ocupar un puesto entre los guerreros.
Zígor comprendió que debía tener consideración con el estado de ánimo de ese muchacho.
—Claro que no atacaremos a los francos en Iruñea: el condenado Roland dispone de demasiados guerreros, pero pronto emprenderá camino al norte y su destino se decidirá en el desfiladero de Orreaga.
—Será algo parecido a cuando raptamos a la hija de Rodrigo —exclamó uno de los jóvenes en tono entusiasta—. Vendrás con nosotros, ¿verdad, Maite? Tu honda nos vendrá muy bien.
—¡Me opongo a que participe una muchacha! —vociferó Eneko, pero los gascones se rieron de él.
—Durante el ataque a los astures no tuviste inconveniente en luchar junto a Maite. En realidad, nuestra cabecilla fue ella, no tú. Queremos que nos acompañe, ¿verdad, amigos? —dijo Waifar, dejando claro que se negaba a someterse a la voluntad de Eneko.
Zígor comprendió que al participar en el ataque, el prestigio de Maite volvía a aumentar y que ello sería perjudicial para su señor, de ahí que sacudiera la cabeza.
—¿Acaso pretendéis que luche con su espada corta, pedazo de necio? No posee una honda.
—Puedo fabricarme una rápidamente, y piedras hay por todas partes. ¡Si se trata de atacar a los francos, contad conmigo! —contestó Maite, notando que la sangre le hervía en las venas. Al parecer, aún había vascones para quienes ella y sus orígenes tenían valor. Si actuaba con inteligencia y demostraba coraje en la batalla, lograría reunir un número suficiente de seguidores como para reivindicar el honor de convertirse en líder de su tribu.
—¡Bien dicho, muchacha! ¡Que ese pretencioso se entere de quién eres!
Waifar le guiñó un ojo. Como gascón, la conducta de Zígor le resultaba deleznable, puesto que para él sólo era el correveidile de uno de los numerosos jefes vascones y, riendo, cogió la copa de vino casi llena de uno de los guerreros y se la alcanzó a Maite.
—¡Vamos, muchacha, bebe a la salud de Gascuña y de los gascones!
Maite cogió la copa y la vació de un trago.
—¡Brindo por Gascuña y por Askaiz! ¡Muerte a los francos!
Durante un instante se le apareció Just, que parecía contemplarla con mirada temerosa, y después también Konrad, ese joven callado tan fascinado por Ermengilda que jamás se había dignado mirarla. Pero ella le debía la vida, y eso suponía un compromiso que la ponía en un dilema. Sin embargo, se apresuró a reprimir esa idea. En ese momento se trataba de su destino personal: debía luchar por ocupar el lugar que le correspondía en la tribu.