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Konrad contempló a los guerreros con los que había partido de su aldea natal y se entristeció. Eran buenos hombres y habría estado orgulloso de seguir siendo su cabecilla, pero en ese momento debían emprender caminos diferentes: ellos permanecerían con Hasso, mientras que él debía unirse a las mesnadas del conde Eward por orden del rey y marchar a España junto al conde Roland, cuya tropa ocupaba la vanguardia del ejército franco y abriría paso al rey.
—Lamento no poder seguir a vuestro lado. El conde Hasso me ha prometido que se ocupará de vosotros.
Estas palabras le supusieron tanto esfuerzo como amargura al comprobar que algunos soltaban un suspiro de alivio. Aunque Konrad fuera el hijo del jefe de la aldea, confiaban más en el experimentado conde que en él.
—Os dejo todas las provisiones y también algo de dinero para que podáis conseguir alimentos durante el viaje, si se presenta la necesidad de hacerlo.
Introdujo la mano bajo la camisa y sacó el talego que se había colgado del cuello mediante un cordel.
Entonces Rado alzó la mano.
—Deberías quedarte con el dinero, Konrad. Nos bastan las provisiones que tenemos; además, nos prometieron que nos darían víveres si fuera necesario. No sabemos manejarnos con monedas, así que los comerciantes nos engañarían con mucha facilidad.
—Rado tiene razón —intervino uno de los campesinos libres—. Por otra parte, mi cuñado forma parte de la leva del conde Hasso y se encargará de que no pasemos hambre. Tú lo tendrás más difícil que nosotros. Los jinetes de Eward son unos presuntuosos y no te recibirán precisamente con los brazos abiertos. Ese canalla de Ermo les habló mal de ti porque te envidia el favor del rey.
Konrad miró brevemente al hombre de la aldea vecina, que estaba de pie entre sus hombres y ponía cara larga. Tenía razón: Ermo estaba decepcionado y celoso puesto que se había esforzado por convertirse en escolta del conde Eward y ahora veía que un muchacho —un pipiolo según su opinión— ocupaba su lugar.
El conde Hasso se acercó a ellos.
—No quería dejarte marchar sin despedirme, Konrad. A partir de ahora cabalgarás con un grupo selecto al que no te resultará fácil incorporarte. Pero alguien capaz de acabar con un jabalí de un mandoble, y encima con los pantalones caídos, no permitirá que unos rufianes como Eward e Hildiger le coman el terreno. Sé sensato y recuerda que el rey en persona ha considerado que eres digno de convertirte en uno de sus caballeros armados.
Hasso abrazó a Konrad y le apoyó una mano en el hombro.
—¿Ya has elegido escudero?
—¿Qué? —preguntó Konrad, perplejo.
—Como caballero armado te corresponde un escudero. Algunos, como Eward o Hildiger, disponen de varios, pero ninguno de ésos alzará un dedo para ayudarte.
El conde Hasso sabía tan bien como Konrad que los jinetes de Eward no le dispensarían muy buena acogida. En su mayoría, se trataba de miembros de nobles estirpes cuyos antepasados ya poseían títulos y tierras bajo los reyes merovingios. Para ellos, el hijo de un campesino libre apenas superaba en valor a un escudero.
Konrad estaba acostumbrado a encargarse de su caballo y de su ropa, así que según su opinión no necesitaba a nadie que lo sirviera. Pero los hombres de su aldea no opinaban lo mismo y Rado dijo lo que todos pensaban.
—Lo que está en juego es el prestigio de tu padre, Konrad. Aparte del conde de la marca y de Ermo, es quien posee la finca más grande y también la mayor cantidad de vasallos. No puedes presentarte como un simple campesino libre: uno de nosotros ha de acompañarte.
—Pero…
—¡Nada de peros! —lo interrumpió el conde—. El hombre tiene razón: se trata del prestigio de tu padre y también del mío. Aquel de allí —dijo, indicando a Ermo con la cabeza— lo aprovecharía para hablar mal de tu padre, y al final las habladurías recaerían sobre mí. Estoy seguro de que tú no deseas eso, ¿verdad?
—¡No, claro que no! —tartamudeó Konrad.
—Pues entonces queda decidido. O bien te llevas a uno de tus hombres o bien te cederé uno de los míos.
—No será necesario —lo interrumpió Rado—. Yo iré con Konrad; necesita alguien en quien pueda confiar.
—Pero tú no eres un escudero, sino un campesino libre —objetó Konrad.
—Eso no me impedirá marchar contigo y almohazar a tu caballo —contestó Rado con una sonrisa. Dirigió una mirada de interrogación al conde, que tras reflexionar un momento dijo:
—Estoy convencido que lo mejor será que te acompañe un guerrero experimentado que pueda cuidarte las espaldas. Ven conmigo, Rado. Te daré un caballo y un mulo para vuestro equipaje. Y vosotros… —dijo, dirigiendo la mirada a los otros hombres de la aldea de Konrad— os incorporaréis a mi tropa. Se acabaron los días plácidos, nos pondremos en marcha hoy mismo.
—Días plácidos… —protestó uno de ellos—. Sólo hemos tenido una jornada de descanso. Si la cosa sigue así, cuando regresemos a casa mediré una cabeza menos, ¡porque se me habrán desgastado las piernas!
Pero los otros sólo rieron y Rado le pegó un codazo.
—Entonces por fin seré más alto que tú. Bien, compañeros, cuidaos mucho. Volveremos a vernos en España, si no antes.
—No creo que vaya a ser mucho antes —contestó el conde Hasso en tono irónico—. El séquito de Carlos se dirige a la península por otro camino distinto al nuestro. Mucha suerte, Konrad, hasta que volvamos a vernos —dijo. Estrechó la mano del muchacho y la sostuvo durante un momento—. ¡No nos avergüences, muchacho, ni a tu padre ni a mí!
Y dicho esto dio media vuelta y se marchó. Rado lo siguió para recoger las cabalgaduras con una amplia sonrisa, puesto que ir a la guerra disponiendo de una montura era algo muy distinto a recorrer el largo camino a pie.
Algunos lo siguieron con la mirada suspirando de envidia, pero ello no impidió que se despidieran del hijo de Arnulf y le desearan mucha suerte.
—Yo os deseo lo mismo —contestó Konrad, emocionado.
Ya había sido duro abandonar su hogar, pero entonces al menos lo habían acompañado los hombres de su misma comarca. Ahora lo acompañaría el rostro conocido de Rado, un hombre con quien podía comentar sus dudas, y eso le sirvió de consuelo. No obstante, se preguntó cómo lograría demostrar su valía ante un caballero que ya le había manifestado su desprecio de modo inconfundible.