3

Mientras el matrimonio reflexionaba sobre cómo enfrentarse a la nueva situación, sus dos hijos practicaban el manejo de las armas en un prado. Lothar mantenía la vista clavada en su hermano mayor, aguardando su grito.

—¡Atácame!

En el mismo instante, el muchacho de doce años blandió su espada de madera. Era rápido y ágil, pero no lo suficiente. Konrad detuvo el golpe y le asestó otro en el hombro.

Soltando un grito de dolor, Lothar retrocedió y lanzó una mirada furibunda a su hermano mayor.

—¿Es necesario que me golpees con tanta fuerza?

—Un guerrero debe aguantar los ataques —contestó Konrad con la arrogancia de quien ya se considera un adulto.

—¡Entonces tú también los sentirás! —Lothar blandió su espada de madera con furia y esta vez logró sorprender a su hermano. La dura acometida lo dejó sin aliento y durante un momento sintió que le fallaban las piernas.

Lothar, que para entonces ya había tenido que aguantar numerosas embestidas dolorosas, bailoteó alegremente en torno a su hermano.

—¡Esta vez te he dado! ¡Esta vez te he dado!

—¡Eres un miserable! Aún no te había dado la señal. —Konrad apretó el brazo contra las costillas contusionadas y pensó en darle una paliza a su hermano.

La presencia del padre impidió que siguieran peleando.

—¡Que te sirva de lección! Un enemigo tampoco espera hasta que le des la señal de atacar —le dijo Arnulf a su hijo mayor.

Konrad frunció el entrecejo.

—Tienes razón. Sin embargo Lothar me atacó con alevosía. ¡A fin de cuentas es mi hermano!

—Y tú sí que puedes golpearme hasta dejarme baldado, ¿no? —replicó el menor, quien puso los brazos en jarras y le lanzó una mirada colérica.

Arnulf golpeó el suelo con el bastón en señal de advertencia.

—¡Dejaos de niñerías! Dentro de tres días te pondrás en marcha, Konrad, y hasta entonces todavía hay mucho que hacer. Vete a la herrería, tu cota de escamas ya debería estar lista. Cógela y acostumbra a tu caballo al peso adicional. Sé que sabes montar, pero luchar a caballo no es lo mismo que trotar tranquilamente por nuestros prados. Es una pena que no pueda acompañarte, porque aún podría enseñarte muchas cosas.

—Antes vi que Ecke y a Lando se acercaban a la finca, y ya me imagino qué querían. No me creen capaz de conducir a nuestra tropa, ¿verdad? Y Medard es igual que ellos: por eso deja que su hijo mayor se haga monje —dijo Konrad en un tono tan desanimado que Arnulf sintió deseos de abrazarlo y consolarlo, aunque sabía bien que eso no era lo adecuado si quería que se convirtiera en un hombre. Al cabo de un par de días, el muchacho estaría solo y ya no dispondría de un hombro en el que desahogarse.

Haciendo un esfuerzo, Arnulf soltó una carcajada.

—Eres mi hijo y te he enseñado todo lo que debes saber. Lo único que te falta es experiencia. No: lo que amedrenta a esos bellacos es la distancia que han de recorrer hasta llegar a España, ¡pero si el rey quiere emprender la marcha hacia allí, sus guerreros han de seguirlo!

El señor de Birkenhof pasó por alto que apenas un momento antes había deseado tener a su hijo a su lado durante la guerra, para enseñarle un par de cosas. Ahora sólo quería reforzar la confianza en sí mismo del joven, así que dio un paso atrás y le lanzó una mirada penetrante.

Konrad medía medio palmo menos que él y, en comparación, parecía delgado y menudo. Pero tenía los hombros anchos y los brazos musculosos gracias al trabajo en los campos y la práctica con la espada de madera rellena de plomo. El muchacho tenía fuerza y resistencia suficientes. En ese aspecto, no avergonzaría a su padre, y Arnulf sabía que tampoco le faltaba valor. A fin de cuentas, dos años antes Konrad había sido el único que se atrevió a lanzarse a los rápidos del río Baunach para salvar a la pequeña hija de Ecke, que había caído al agua. Al parecer, su vecino lo había olvidado, y al pensar en ello Arnulf aumentó mentalmente el precio que exigiría a Ecke.

El hombre entrecerró los ojos y procuró contener su amargura.

—¡Lo lograrás, hijo mío! —exclamó, pegándole un golpe en el pecho. Fingió no haber reparado en su rostro crispado de dolor y lo empujó en dirección a la herrería del pueblo. Heiner, el herrero, se dedicaba sobre todo a herrar los caballos del pueblo y fabricar hoces y arados, pero también sabía forjar cotas, cascos y espadas para guerreros. Sin embargo, Arnulf había decidido que entregaría su propia espada a Konrad: estaba convencido que el muchacho la blandiría con honor.

La rosa de Asturias
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