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Toda aquella suciedad suponía una ventaja: Maite cayó sobre algo blando. El hedor a bosta de cabra no le importaba porque durante los últimos años tuvo que encargarse del ganado de su padre, aunque no cabía duda de que los establos de Askaiz estaban más limpios que ése.
Maite se puso de pie y apretó los dientes. Le dolía todo el cuerpo, pero la paliza de Alma no había logrado quebrantar su voluntad. Su mayor deseo era emprender la huida lo antes posible. Se sentó en un rincón donde había un poco de paja seca y reflexionó. La cabreriza no tenía ventanas, sólo un par de agujeros de ventilación, y la luz que penetraba únicamente permitía distinguir contornos borrosos. El techo era de losas de piedra que apenas alcanzaba a rozar con los dedos. Además, resultaba imposible apartar las pesadas losas y escapar a través del hueco.
La puerta también se resistió a sus esfuerzos, así que sólo quedaba la pared. Después de tantearla, desprendió una piedra alargada. Primero intentó quitar otras mediante la primera, pero la argamasa era demasiado dura. Cuando estaba a punto de arrojar la piedra a un lado se le ocurrió otra idea. Como el suelo era blando, logró cavar un agujero bastante profundo. Por lo que había observado en su aldea natal, Maite sabía que las paredes de una choza sencilla como ésa no tenían cimientos profundos.
Impulsada por la idea de poder largarse de allí con rapidez, hizo caso omiso de su espalda dolorida y de los hilillos de sangre que se derramaban por sus piernas y siguió cavando como una posesa. Para su alivio, casi enseguida se topó con la base de la pared. Es verdad que habían apisonado la tierra al construirla, pero rascó y escarbó con la piedra por debajo del muro y rápidamente alcanzó el exterior. Cuando por fin logró salir al aire libre ya era noche cerrada. Las estrellas brillaban e iluminaban el castillo del conde y los alrededores con un suave resplandor, pero Maite no prestó atención al firmamento, sino que se arrastró fuera del agujero y miró en torno.
Del edificio principal surgían las voces de los hombres medio borrachos que celebraban el éxito junto con el conde. Ésos suponían un peligro menor, comparado con la dificultad que presentaba cruzar la puerta de la muralla. Cuando a la luz de una antorcha descubrió a dos guardias apostados ante la puerta, abandonó la idea y se dirigió a una de las escaleras que ascendían al camino de ronda. Subió sigilosamente, se encaramó entre dos almenas, clavó la vista en el precipicio y sintió una punzada en el estómago, pero no estaba dispuesta a desistir. Apretó los dientes, aguantó el dolor de su espalda en carne viva y bajó aferrándose a la muralla con las manos y apoyando los pies en las grietas. Después tomó aire, sostuvo el aliento y se dejó caer.
Chocó contra la tierra dura y rodó ladera abajo, pero logró agarrarse a un arbusto. Abajo, en la aldea, un perro empezó a ladrar y la jauría del castillo le contestó. Inmediatamente después, Maite captó el aullido de un lobo.
Al oír pasos por encima de su cabeza, la pequeña se acurrucó entre las sombras de la muralla. El corazón le latía con fuerza. Uno de los guardias miró hacia abajo, maldiciendo a los perros que no dejaban de ladrar, pero no la vio. Maite apenas osaba respirar. Sólo al oír que el guardia se alejaba abandonó su escondrijo y fue deslizándose cuesta abajo a lo largo de la abrupta ladera, que los hombres de Rodrigo consideraban infranqueable.
Al pie de la ladera se volvió por última vez y, al ver que nadie la perseguía, echó a correr en dirección a su hogar hasta dejar atrás el castillo y la aldea.
Oyó el murmullo de un arroyo junto al camino y de pronto se dio cuenta de que estaba sedienta. Como estaba cubierta de bosta de cabra y le asqueaba beber con las manos sucias, inclinó la cabeza y bebió como un animal salvaje. Luego se adentró en el arroyo y se frotó las piernas y los brazos con la arena fina que las aguas habían depositado en la orilla, sin dejar de volver la mirada hacia el este. El camino hasta Askaiz era muy largo, pero juró que se dejaría devorar por los lobos o los osos antes de permitir que los astures volvieran a atraparla y arrastrarla una vez más hasta el castillo.