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Esa mañana Ermengilda ya tenía náuseas al despertar. Alcanzó a llegar hasta el retrete y vomitó varias veces. Luego se enjuagó la boca, asqueada, se sumió en la más profunda de las melancolías y por fin empezó a sollozar desesperadamente porque el destino le jugaba tan malas pasadas. Sabía muy bien que, de no haberle quedado más remedio, su propio padre también la habría entregado a un príncipe sarraceno, en cuyo caso su deber hubiese sido someterse a Abderramán y obedecerle. Sin embargo, se rebelaba contra esa idea. Todas las noches soñaba que veía a Philibert, muerto y degollado, tendido ante sus pies, y presenciaba los tormentos sufridos por Konrad.
De pronto su estómago protestó interrumpiendo sus tristes pensamientos y Ermengilda se percató de que tenía tanta hambre que habría sido capaz de devorar un cojín del diván. Pese a ello tuvo que tener paciencia hasta que una anciana criada entró en su habitación y depositó una bandeja en la pequeña mesa.
Se acercó a la bandeja como un gato a un ratón y destapó el primer cuenco. Éste contenía unas gachas de mijo preparadas con trozos de pollo al estilo africano. En su casa acostumbraba a utilizar una cuchara y allí también solían proporcionarle una, pero en esa ocasión la criada había olvidado traerla. Mientras la mujer de tez oscura abandonaba la habitación pidiendo disculpas e iba en busca del cubierto, Ermengilda hundió los dedos en el cuenco y se llevó la comida a la boca como si se estuviera muriendo de hambre.
Siguió engullendo y, cuando hubo acabado, todos los cuencos quedaron vacíos y un hilillo de la miel que había endulzado el postre le manchaba la barbilla.
La criada volvió, sacudió la cabeza y se llevó la bandeja con los cuencos vacíos. Hacía tiempo que Ermengilda no se sentía tan satisfecha y sus sentimientos, que se agitaban como una nave en la tormenta, la desconcertaron. De pronto un recuerdo la golpeó: su madre se había comportado de un modo similar cuando estaba embarazada de su hermana.
Ermengilda procuró recordar cuándo había sangrado por última vez y le pareció que había sido cuando el ejército del rey Carlos llegó a Pamplona para después seguir viaje hasta Zaragoza. Si realmente estaba embarazada, el padre del niño debía de ser su esposo fallecido, porque no habían transcurrido ni tres semanas desde que Abderramán reclamó su presencia por última vez.
¿Qué diría el sarraceno cuando se enterara de su estado? ¿Consideraría a su hijo como suyo o como el de un franco? Si era una niña, quizá podría conservarla hasta que tuviera edad suficiente para convertirse en la esclava de otro sarraceno. Pero era de suponer que el emir haría matar a un hijo —o, lo que a ella le parecía aún más espantoso— lo hiciera castrar y criar como un eunuco.
Ermengilda volvió a sumirse en la melancolía y cuando el jefe de los eunucos acudió para comprobar si estaba satisfecha con todo, la encontró acurrucada en el diván, llorando.
—Perdonad, ama, ¿qué os pasa? ¿Queréis que llame al médico?
El judío Eleazar era el único hombre que podía entrar en el harén del emir, pero siempre bajo la vigilancia de tres eunucos. Ermengilda lo sabía y se preguntó si le convenía consultar con el médico; a lo mejor disponía de algún remedio que calmara sus agitados sentimientos. Pero luego sacudió la cabeza. ¿De qué le serviría a su hijo aún no nacido que ella se aturdiera con zumos y píldoras preparadas por el judío?
Sin embargo, ansiaba la compañía de alguien en quien confiar.
—No, no necesito un médico. Es que echo de menos mi hogar. Si hubiera alguien que me ayudara a mitigar ese dolor… pero la única sería Maite, y ella ya ha abandonado Córdoba.
—No, no lo ha hecho —contestó el eunuco, sorprendiéndola—. La sobrina de Okin el vascón se ha convertido en una de las mujeres del insigne Fadl Ibn al Nafzi.
—No lo sabía.
Ermengilda se preguntó por qué Maite no se lo había dicho. Frente a ella, la vascona siempre había fingido que deseaba regresar a su hogar. Ahora se sentía engañada, pero por otra parte, Maite era la única mujer con la que podía hablar sin rodeos.
—Me gustaría verla, pero supongo que eso es imposible —dijo, suspirando.
El eunuco reflexionó un instante y luego le dirigió una sonrisa astuta.
—¿Por qué iba a serlo? Las mujeres de los señores se visitan mutuamente con frecuencia. Si lo deseáis, me encargaré de ello.
—¡Me darías una gran alegría! —exclamó Ermengilda. Se sentía tan feliz que le entraron ganas de abrazar al castrado. Como mujer de Fadl Ibn al Nafzi, era posible que Maite supiera cómo se encontraba Konrad. En ese momento echaba de menos al joven franco, aún más que a su imprevisible amiga.