18

En cuanto Fadl Ibn al Nafzi y su eunuco huyeron de la estancia, Maite se dedicó a clavar el puñal en la puerta, pero no tardó en comprender que no lograría destrozar la gruesa y dura madera con el arma, sino que corría peligro de quebrar la hoja del puñal. Así que desistió y regresó a la cama. Las sábanas estaban arrugadas, en parte desgarradas y manchadas de sangre.

Entonces volvió a tomar conciencia de su cuerpo y de pronto sintió un intenso dolor. Bajó la vista y se percató de que la sangre manaba de su entrepierna. Es verdad que las mujeres de la aldea le habían dicho que eso ocurría la primera vez que una mujer se acostaba con un hombre, pero había considerado que era una patraña con la que querían asustarla. Entonces se preguntó si todos los hombres se abalanzaban sobre las mujeres como animales y les hacían daño.

De repente sintió asco de sí misma y corrió a la cámara más pequeña para lavarse, pero primero se sentó en el retrete para eliminar la orina acumulada en su vejiga. Un instante después sintió un dolor en el bajo vientre, como si ardiera en llamas. Al tiempo que lloraba de dolor, se juró a sí misma que jamás se entregaría a Fadl Ibn al Nafzi por su propia voluntad, sin importar lo que le hiciera. Era una vascona libre, hija de un célebre jefe y descendiente de un linaje de líderes, así que tenía derecho a escoger a su compañero. Y eso era precisamente lo que Okin había querido impedir. Por eso, y por lo ocurrido durante esa última hora, su tío se merecía morir por su mano. Y las imágenes terroríficas que albergaba en su interior no lo impedirían.

Sin embargo, escapar de la casa del bereber resultaría mucho más difícil que del castillo de Rodrigo. Si bien era verdad que ya no tenía ocho años, los sarracenos sabían cómo mantener encerradas a sus mujeres. Escapar de allí era prácticamente imposible sin ayuda exterior, y en el país de los sarracenos nadie alzaría un dedo para ayudarla. Mientras reflexionaba al respecto, se lavó bien y luego se acercó a la ventana de la habitación, con la esperanza de que la brisa le refrescara la piel.

Entre tanto, alguien había enviado a un esclavo para que arrancara la maleza del jardín, y cuando Maite miró con mayor atención, reconoció a Konrad. Su corazón dio un brinco de alegría, porque a pesar de que él también era prisionero de los sarracenos, tenía tantos motivos como ella para modificar dicha situación lo más rápidamente posible.

La rosa de Asturias
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