15

Entre tanto, en casa de Fadl todos bebían una copa tras otra. Los hombres saludaron ruidosamente a Konrad y le indicaron que sirviera más vino. Ermo se hallaba sentado junto a los criados como si hiciera años que perteneciera al personal de la casa. Entonces se puso de pie y cuando Konrad quiso llevar el resto de los jarros al sótano, lo empujó contra la pared.

—¿Cuánto dinero has logrado embolsarte? —preguntó, tanteando el cinto de Konrad.

Éste le apartó la mano con decisión.

—¡Le entregué todo el dinero a cambio de vino! Mañana podrás preguntárselo.

Ermo lo contempló como si dudara de su sensatez y lo soltó con un gesto desdeñoso.

—¡Supongo que no has comprendido que ésta es nuestra mejor oportunidad! Esos infieles beben tanto que no despertarán hasta mañana, pero para entonces ya nos habremos largado. Ve y encárgate de que no les falte vino a esos bellacos, y no te olvides de las mujeres: no tengo ganas de que las esclavas den la alarma cuando descubran que hemos huido.

—Les llevaré una jarra a las mujeres —le prometió Konrad.

Ermo esbozó un gesto de satisfacción.

—Hazlo. ¡Y encárgate de que todos beban!

Ermo no pudo continuar porque Zarif volvió a exigir más vino. Konrad cogió un jarro y le llenó la copa, mientras Ermo volvía a sentarse junto a los criados y simulaba beber: Konrad vio que derramaba el vino disimuladamente en un ángulo del diván en el que estaba sentado. Cuando el líquido acabó por gotear y formar un charco en el suelo, todos soltaron sonoras carcajadas.

Sólo Zarif le lanzó una mirada irritada.

—Está visto que no sabes beber, franco, puesto que eres incapaz de contenerte, así que después limpiarás el diván y también el resto. ¡Y ahora lárgate y vete a mear a otra parte!

Al principio Ermo quiso protestar airadamente, pero un instante después se dio cuenta de que la orden del mayordomo evitaba que tuviera que seguir bebiendo y se marchó con fingido aire de estar abochornado.

Konrad también se alejó de los borrachines, pero se llevó otra jarra de vino para las esclavas. De camino atravesó las habitaciones ocupadas por Fadl Ibn al Nafzi cuando estaba en Córdoba y por fin llamó a la austera puerta del harén.

Tras unos instantes de espera, oyó que alguien descorría el pestillo. Una esclava entreabrió la puerta y se asomó. Al ver a Konrad, adoptó una expresión de rechazo.

—¡Aquí no se te ha perdido nada!

—Perdona, pero me envía Zafir. Él y sus amigos celebran una fiesta y no quiere que vosotras paséis sed.

—¿Qué contiene esa jarra? —preguntó la mujer, aún desconfiada.

—El zumo de las frutas del paraíso. Bebedlo para aligerar vuestros corazones y olvidar las penas.

Como sólo dominaba unas pocas palabras de la lengua sarracena, le habló en la de los cristianos españoles. Por suerte la esclava lo entendió, cogió la jarra y se despidió en un tono mucho más amable.

Konrad oyó que corría el pestillo y confió en que después no tuviera que derribar la puerta. La hoja era tan sólida que el ruido habría despertado incluso a un muerto. Cuando regresó al recinto donde los hombres bebían, los primeros ya estaban tumbados en el suelo, roncando. Tahir, el eunuco gordo, se tambaleaba pese a estar sentado en un cojín, sin embargo intentó llevarse la copa a la boca. También Zarif ya estaba muy borracho y al beber derramaba más de la mitad de lo que pretendía ingerir.

—¡El muy cabrón no tardará en caer redondo! —dijo Ermo, que de pronto apareció junto a Konrad. Había aprovechado el tiempo para hacerse con unas ropas mejores a fin de no ser reconocido como esclavo. Llevaba una cimitarra colgada junto a la cadera izquierda y un puñal en el cinto, pero al parecer sólo había encontrado ropa y armas, porque se aproximó a los durmientes y registró sus cintos y sus fajas, de donde cogió algunas monedas que se guardó en el acto. Por fin se acercó a Tahir, que balbuceaba medio inconsciente. Ermo también le quitó el dinero y se dirigió hacia el mayordomo. Zarif era el único que llevaba un talego con monedas colgado del cinturón. Ermo lo cortó con el puñal y lo sopesó.

—Creo que con esto lograré cruzar el país y llegar a la frontera —dijo y, tras reflexionar un instante, arrojó a Konrad el puñado de monedas que había robado a los otros borrachos.

—¡Toma, cógelas! No quiero ser injusto. Si eres listo, tú también te largarás. Pero no debemos huir juntos, porque eso es lo que sospecharán los sarracenos, así que prestarán menos atención a un único jinete que a dos.

Durante un breve momento, Ermo acercó el puñal a la garganta del mayordomo, pero enseguida lo retiró y volvió a guardarlo en el cinto.

—El canalla no merece que cargue con una venganza de sangre por él. ¡Y ahora que te vaya bien, Konrad de Birkenhof! Te deseo buena suerte; a lo mejor volvemos a vernos en nuestra tierra natal. Es verdad que en ese caso me resultarás tan antipático como siempre, pero quizá logremos mantener un trato sensato entre ambos —dijo, lo saludó con la mano y desapareció en dirección a las caballerizas.

Konrad observó a Ermo mientras este conducía dos yeguas fuera de la caballeriza y las ensillaba. Luego montó una de las yeguas y, arrastrando a la otra de las riendas, cabalgó hacia la puerta, la abrió sin desmontar y salió a la callejuela sin volver la cabeza.

Konrad se quedó como paralizado, pero después echó a correr a toda velocidad hasta la puerta y la cerró. Mientras regresaba a la casa no dejó de pensar en las últimas palabras de Ermo acerca de un regreso feliz para ambos. Curiosamente, le había parecido sincero cuando las pronunció.

«También yo deseo que ambos logremos regresar felizmente a casa», pensó, y puso manos a la obra.

La rosa de Asturias
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