3
Ya no era una prisionera, pero ése era el único aspecto positivo de la nueva situación de Ermengilda. Por lo demás, todo lo que la rodeaba le causaba desagrado, empezando por las mujeres francas que le habían adjudicado como sirvientas y que sólo hablaban en el dialecto tosco e incomprensible del norte de Franconia, y terminando por el agua del baño que le preparaban, que estaba demasiado caliente, por no mencionar los jabones, ungüentos y esencias aromáticas, que le parecían exageradamente francas: ninguna joven astur que se respetara habría utilizado semejantes potingues.
Los refunfuños incomprensibles y sus gestos de rechazo provocaban el desconcierto de las criadas; por fin, una de ellas se llevó un dedo a la sien a espaldas de Ermengilda.
—Cuando la dama llegó al campamento sólo llevaba una túnica mugrienta y ahora se comporta como si fuera la prometida de nuestro rey —masculló a oídos de una amiga.
Ésta sacudió la cabeza.
—El año pasado tuve el honor de servir a la reina Hildegarda durante la campaña militar en Sajonia y después incluso en la corte de Paderborn. ¡Ésa sí es una auténtica dama, digo yo! Jamás me azotaba, me elogiaba, me daba bien de comer y buen vino. Pero ésa se conduce como si nada de lo que poseemos los francos fuera digno de ella.
La tercera criada alzó la mano en señal de advertencia.
—Haríais bien en no hablar mal de la extranjera. A fin de cuentas, hoy es el día de la boda y nuestro señor Roland podría haber mandado preparar una fiesta y un banquete. En cambio obliga al monje a barbullar unas palabras en latín y declararlos marido y mujer a ella y al conde Eward. Su novio no le deparará muchas alegrías, que deberá alegrarse si acude a ella como un semental que monta una yegua. Seguro que luego se largará con rapidez para reunirse con su… ¡bueno, ya lo sabéis!
—¡Sin embargo, Eward es un hombre tan apuesto…! —La criada que ya había servido a la esposa del rey Carlos soltó un suspiro apesadumbrado.
—Pues yo diría que su masculinidad deja bastante que desear —se burló la primera—. Pero eso no nos incumbe. Además, la señora Ermengilda es bella como un ángel del cielo. Si a su lado el señor Eward no cambia de parecer, es que no tiene remedio.
Ermengilda oyó los cuchicheos de sus criadas y lamentó no comprender su idioma, puesto que le habría encantado hacerles preguntas sobre su esposo. Pero cuando les dirigió unas palabras en la lengua franca de la Galia que Gospert le había enseñado, ellas se limitaron a contemplarla sin entender nada y se encogieron de hombros. Ninguna de ellas hablaba una palabra de astur, de modo que entenderse resultaba imposible. Ermengilda lamentó no haber aprendido el idioma que se hablaba en el sur de la Galia en vez de la lengua franca que se empleaba en el ámbito de Eward. Pese a que era la primera vez en semanas que volvía a estar limpia y que una de las criadas le preparó un bonito vestido, se sentía mucho más desgraciada que cuando era la prisionera de Maite. El vestido era uno de los que había dejado atrás al abandonar el castillo de su padre. Se lo había traído Ramiro y Ermengilda se sintió sumamente agradecida, porque la tela era como un trocito de su hogar. Pero entonces recordó que su padre y su madre no estarían presentes en la boda y una lágrima se deslizó por su mejilla.
—¡Inclínate hacia atrás para que podamos cepillarte el cabello!
Como Ermengilda no lo entendió, una de las criadas le sujetó la cabeza y la hizo girar. Resultaba doloroso, pero las criadas hicieron caso omiso de los gritos indignados de Ermengilda y le cepillaron el pelo a conciencia.
De pronto echó de menos a Ebla, cuyas manos eran mucho más suaves que las de esas toscas mujeres y con la cual habría podido hablar, y no tardó en darse cuenta de que, por más extraña que resultara la idea, incluso habría preferido tener a Maite a su lado. De algún modo, sentía un vínculo mayor con la vascona que con su doncella, que quizá no hubiera dejado de quejarse por las desagradables circunstancias de esa lamentable boda.
Evidentemente, Ermengilda había deseado unos esponsales que merecieran tal nombre, con fiestas, un banquete y rostros alegres, pero uno no podía negarse a cumplir la orden de un rey. Además, había observado que su esposo demostraba un desinterés ofensivo por ella, puesto que en cuanto el hermano Turpín hubo pronunciado la bendición nupcial, se marchó en el acto y desde entonces no había vuelto a aparecer. Echó un vistazo a la parte trasera de la tienda, donde la aguardaba el tálamo nupcial. De momento, una manta de pieles cosidas entre sí ocultaba las sábanas inmaculadas en las que recibiría a su esposo. Trató de imaginar qué ocurriría cuando Eward acudiera a ella y sintió un nudo en el estómago. Por supuesto que sabía lo que sucedía entre un hombre y una mujer: tendría que haber sido ciega y sorda para no enterarse de ciertas cosas en su castillo natal.
De hecho, una vez la habían descubierto espiando a una pareja de amantes. Alma le habló en tono severo y le dijo que su conducta era impropia, pero no le fue con el cuento a su madre, porque ella le habría dado unos buenos azotes. El recuerdo de algunas palizas de su madre hizo que volviera a pensar en Maite. No había vuelto a verla desde la llegada de ambas al campamento y sólo podía esperar que la trataran bien.
Mientras Ermengilda se sumía en sus propios pensamientos, las criadas aún intentaban desenredar sus cabellos y lo hacían con escaso miramiento. Una joven que andaba por ahí con los cabellos llenos de trocitos de corteza, paja e incluso excrementos de cabra no encajaba en su idea de lo que era una dama de origen noble. Una de ellas sacudió la cabeza al descubrir una garrapata detrás de la oreja de Ermengilda. Tal vez en algunos aspectos el conde Eward no fuera un auténtico macho, pero según su opinión, no merecía casarse con una joven de origen visiblemente campesino.
Sin advertir a Ermengilda con antelación, la criada desprendió la garrapata; ya había eliminado esos insectos de la cabeza de diversos criados y soldados, y sabía que también debía quitar la cabeza del bicho. Ermengilda soltó otro grito de protesta.
—¡Ay! ¿Qué has hecho?
La criada le mostró la garrapata con una sonrisa de satisfacción.
—Tenías esa cosa pegada a la cabeza y creo que debemos comprobar si hay más. Si el conde Eward la viera, la tomaría por una fea verruga.
La criada rió y sus dos amigas soltaron risitas. Desde su punto de vista, Ermengilda no era más que una extranjera procedente de un pequeño reino provinciano, y las circunstancias que habían acompañado su llegada no eran las más adecuadas como para imponerles respeto.
Pero la astur no estaba dispuesta a recibir semejante trato. Salió de la tina, contempló a las criadas y subrayó sus palabras con gestos inconfundibles.
—¡Coged un paño y secadme, pero hacedlo con suavidad o me enfadaré!
En su hogar no había necesitado ninguna ayuda para su aseo personal, pero tal como estaban las cosas, quiso demostrar a esas mujeres quién daba las órdenes. Sin embargo, no tardó en enfadarse consigo misma, porque debido a la cólera que le habían causado las impertinentes criadas, su baño había sido más breve de lo necesario. En cuanto estuviera seca, esas groseras le aplicarían las esencias que ellas consideraban perfumes y la conducirían al lecho. Luego su esposo franco no tardaría en hacer acto de presencia para exigir sus derechos.
Pero eso ya no tenía remedio. Una de las criadas la frotó con un paño tan áspero que se sintió tratada como una yegua. Las otras dos le embadurnaron el pecho y los muslos con un ungüento de olor intenso y derramaron agua de rosas sobre sus cabellos. Luego le indicaron el lecho.
—¡Habéis de esperar que llegue el señor Eward! —dijeron y luego todas se retiraron.
Aunque Ermengilda sólo comprendió el nombre de su marido, entendió bien el sentido de las palabras, así que se echó y se tapó con la manta de pieles.
Aguardar la llegada de algo agradable es algo que no siempre apetece, pero esperar algo aterrador o como mínimo ingrato era nefasto. El tiempo transcurría muy lentamente y pronto la joven no supo si ya hacía varias horas que aguardaba la llegada de su esposo. Sin embargo, Eward no aparecía.
Ermengilda no quería dormirse para evitar que su marido la sorprendiera y cuando sus ojos amenazaron con cerrarse, se incorporó y prestó atención, pero sólo oyó los rumores nocturnos del campamento y el grito de algún guardia nervioso que ante el menor ruido pedía la contraseña, aunque sólo se tratara de un conejo que se agitaba entre los matorrales. Eward no hizo acto de presencia, como si el hermano Turpín jamás los hubiera declarado marido y mujer.
Presa de la furia por el ultraje sufrido, se preguntó si no sería mejor dormir. Cuando llegara su esposo pues… tendría que despertarla con el fin de hacer con ella lo que deseaban casi todos los hombres; pero en ese caso estaría completamente indefensa y no quería eso. Así que mantuvo la vista clavada en la oscuridad que reinaba en la tienda.
Pese a la tensión, en algún momento se adormiló, porque despertó dando un respingo cuando le pareció captar la voz de su marido. Se incorporó y aguzó el oído. En efecto: era Eward, y debía de encontrarse muy próximo. Quizás había ido a beber unas copas de vino con sus amigos y ahora acudía a ella, pero se sorprendió al ver que las lonas de la tienda permanecían cerradas. Entre tanto, el temor ante la pérdida de la virginidad que experimentó debido a las palabras de Ebla había dado paso a una gran indignación, puesto que al casarse con ella, Eward se había comprometido a colmarla de las atenciones que le correspondían como esposa.
Se puso de pie, se envolvió en la manta de pieles y, tanteando, se dirigió a la entrada, apartó las lonas y se asomó. Las estrellas resplandecían en el firmamento y la luz de la luna casi llena permitía distinguir los contornos del campamento y los árboles.
Entonces volvió a oír la voz de Eward surgiendo de una tienda próxima. Hablaba en voz baja, pero en medio del silencio el viento trasladó fragmentos de palabras hasta ella.
—¿Cómo ha podido hacerme algo así? ¡Mi propio hermano! ¡Esa española es grande como una vaca! —oyó que decía, y se quedó paralizada.
Su esposo hablaba en el dialecto que Gospert le había enseñado. Si bien sólo comprendía parte de su diatriba, el tono desdeñoso no dejaba lugar a dudas. Fue como si le echaran un jarro de agua fría en la cabeza y como si todas las esperanzas que su padre y el rey Silo cifraron en ella se desvanecieran. ¿Cómo habría de ejercer influencia en un hombre a quien ella no le importaba en lo más mínimo, que incluso la aborrecía? Apretó los labios para no soltar un grito de cólera y de decepción. A fin de cuentas, sólo estaba envuelta en una manta de pieles y no quería que la vieran así.
Alguien contestó a Eward y, al oír una voz masculina, Ermengilda se estremeció. Eward hablaba en tono de súplica y después se oyó un beso. Claro que no tenía nada de raro que dos amigos se besaran, pero se le pusieron los pelos de punta. Se acercó a la tienda hasta casi rozarla con la punta de los dedos y se lamentó de no entender el idioma de su marido, salvo de manera fragmentaria. Sin embargo, permaneció allí como hechizada.
En el interior de la tienda, Eward se volvió hacia Hildiger, contempló su torso desnudo a la luz de una pequeña farola y sacudió la cabeza con desesperación.
—¡Jamás reconoceré a esa gigantona como mi esposa!
—El rey no permitirá que te mantengas eternamente alejado de la vaca española, amado mío. Algún día tendrás que hacer un esfuerzo e ir con ella.
—¡Jamás! —gritó Eward en voz tan alta que los guardias alzaron la cabeza.
—¡Debes hacerlo! Piensa que también es en bien de nuestro destino. Puede que logres postergarlo durante un tiempo si declaras que sólo consumarás el matrimonio tras cobrar el premio prometido por el rey Carlos. Así ganaremos tiempo hasta que Carlos se encuentre en España, y posiblemente también unas semanas más. ¿Acaso crees que el rey conquistará todas las tierras allende los Pirineos en un par de días, con el fin de nombrarte prefecto?
—¡Ojalá perdiera la batalla! —soltó Eward.
Hildiger alzó la mano en señal de advertencia.
—No digas eso. Que te conviertas en prefecto de la Marca Hispánica supone una ventaja para nosotros, porque entonces por fin podríamos abandonar la corte de Carlos y vivir según nuestro deseo. ¡Tú lo anhelas tanto como yo!, ¿verdad?
—Pero ¿y si el rey te envía al otro confín del reino, quizá con esos horrendos sajones?
—No debes permitirlo. Has de instar a Carlos para que me nombre tu mariscal y tu comandante militar. Todo lo demás ya se solucionará.
Eward asintió y aseguró a Hildiger que intercedería por él ante el soberano. Después tendió la mano derecha y le acarició el pecho.
—Ven, amado mío, concedámonos un poco de consuelo en esta hora tan funesta…
Ermengilda había oído la conversación, pero sin comprender todo lo dicho. Cuando surgieron otros sonidos y ambos hombres empezaron a jadear, entreabrió la lona de tienda.
La pequeña farola proporcionaba una iluminación suficiente para apreciar la situación. Los hombres no se percataron de que los observaban: se abrazaban apasionadamente y se besaban en todo el cuerpo. De pronto Eward se inclinó sobre el regazo de Hildiger. Ermengilda no logró distinguir con precisión lo que hacía, pero las imágenes que le vinieron a la cabeza la repugnaron.
Luego Hildiger obligó a Eward a ponerse a cuatro patas y Ermengilda alcanzó a ver que presionaba el bajo vientre contra el trasero de Eward y se movía como si el otro fuera una mujer.
Entonces alguien cogió a Ermengilda del brazo y le cubrió la boca con la mano.
—Será mejor que regreséis a vuestra tienda, señora —oyó que susurraba el hombre, quien enseguida retiró la mano para que ella pudiera contemplarlo.
Ermengilda reconoció a Philibert y, con los ojos llenos de lágrimas, se aferró a su brazo como si supusiera el último apoyo en un mundo que se desmoronaba en torno a ella.
—¿Qué he hecho yo para merecer un destino tan cruel? ¡Cuánto mejor habría sido que Maite me apuñalara!
—Hablad en voz baja, de lo contrario os oirán; no es bueno que nos vean juntos a estas horas —susurró Philibert.
Ermengilda dio un respingo: el joven tenía razón. Si la descubrían en compañía de él sólo cubierta por una manta de pieles, dirían de inmediato que, pese a sus heridas, ella y Philibert habían hecho algo impropio. Y eso supondría proporcionar a Eward la oportunidad de enviarla con sus padres, deshonrada y vilipendiada.
Cuando Philibert quiso alejarla de la tienda, oyeron que Eward soltaba un gemido y se echaba a llorar.
—¿Qué haré con esa vaca? ¡Mientras permanezca en mi tienda yo ya no puedo pisarla!
Molesto por la interrupción, Hildiger espetó:
—Envíala a la tienda dispuesta para las rehenes. Que se quede allí hasta que se nos ocurra otra cosa. ¡Y ahora calla y quédate quieto!
Ermengilda no supo cómo llegó hasta su tienda, y cuando el joven se dispuso a despedirse en voz baja, ella lo aferró del brazo.
—¿Quién es el hombre que está con Eward?
—Hildiger, su compañero de armas. ¡Cuidaos de él! No es una buena persona.
—No le temo, y tampoco a Eward —contestó, enderezando los hombros y contemplando a Philibert, de pie ante ella como una sombra oscura—. Ninguna mujer ha sido tan profundamente humillada como yo. ¿Queréis ayudarme a pagarle a Eward con la misma moneda?
Su ira era tan grande que, con el fin de vengarse, sólo ansiaba entregarse a ese franco joven y simpático.
Entonces Philibert se alegró de que la fiebre —que le había causado pesadillas tan horrendas como para abandonar su tienda y encontrarse con Ermengilda— hubiese evitado que fuera descubierta por otro. Aunque el ofrecimiento era como un sueño, su debilidad se encargó de que prevaleciera la sensatez; estaba convencido de que al día siguiente la joven se avergonzaría de haber dado semejante paso y se despreciaría a sí misma.
—¡Perdonad, señora, pero sería demasiado peligroso!
Notó que se ponía tensa y comprendió que aquella noche se sentía rechazada por segunda vez. Alargó la mano y le acarició la mejilla.
—Si sólo se tratara de mí, no vacilaría en demostraros mi amor. Pero precisamente dada vuestra situación es de caudal importancia que no despertéis la menor sospecha. Además, recordad mi estado: no sé si podría amaros como merecéis.
—¡Perdonadme! La conmoción me ha hecho olvidar que fuisteis herido durante mi liberación.
La voz de Ermengilda era tan suave como una brisa primaveral y Philibert deseó abrazarla y besarla, pero sabía que si lo hacía, no podría evitar seguirla al interior de la tienda. La idea de poseer a la bella mujer en su lecho nupcial lo excitaba sobremanera, pero con ello la expondría a la perdición, así que dominó su deseo, inclinó la cabeza y cerró la lona de la tienda.
Al volverse, descubrió una sombra en el sendero entre las tiendas. Dispuesto a derribar al espía para salvar el honor de Ermengilda, se llevó la mano a la cadera para recordar, demasiado tarde, que lo único que llevaba era una camisa y que estaba desarmado.
Entonces la luna iluminó a Konrad, que le sonrió aprobadoramente, aunque sin poder disimular sus celos.
—¡Has sido muy sensato al no acceder a sus demandas!
—De haber estado en mi lugar, ¿qué habrías hecho tú? —preguntó Philibert.
—No lo sé. Es muy bella y se merece un hombre mejor que Eward. —Konrad suspiró y se acercó a Philibert—. ¿Y tu herida?
—El médico opina que pronto habrá cicatrizado. Esta noche aún debo permanecer en la tienda, pero mañana tendrás que volver a cargar conmigo. Sólo los señores nobles duermen solos y, a juzgar por Eward e Hildiger, tampoco ellos. En todo caso no siempre.
—Eso que hacen es repugnante —soltó Konrad.
Philibert era dos años mayor que él y tenía más experiencia de la vida, así que se limitó a encogerse de hombros.
—Si por lo demás Eward fuera un hombre al que se pudiera respetar, no me molestaría, aunque sólo si tratara a la princesa Ermengilda como ella lo merece. Pero se limita a ser un pelele que dice lo que Hildiger quiere oír. Temo que la intención del rey de apartarlo de esa pasión mediante el matrimonio está destinada al fracaso.
—Me dirigiré al conde Roland y le pediré que me incorpore a un grupo diferente. ¡No quiero seguir bajo el mando de Eward! —dijo Konrad, que parecía dispuesto a dirigirse a la tienda del prefecto esa misma noche.
Pero Philibert lo sujetó.
—¡Alto! El rey nos incorporó a ambos a las huestes de Eward, así que sólo el soberano puede librarnos de ello. Roland no podrá darte razón.
—¡Que el diablo se lleve a Eward! —contestó Konrad, y cogió a Philibert del brazo para acompañarlo hasta la tienda del médico. Allí se despidió de él y regresó a su lecho.
Sus pensamientos giraron en torno a Ermengilda hasta que concilió el sueño. Aunque detestaba a Eward, desde cierto punto de vista resultaba positivo que se hubiera convertido en su mujer: gracias a esa circunstancia él y Philibert podían seguir siendo amigos y compartir su amor por la inalcanzable, en vez de convertirse en rivales o incluso en adversarios enconados.