11
Al día siguiente Maite volvió a hacerse llevar hasta el palacio del emir para visitar a Ermengilda. Su amiga la estrechó entre sus brazos, pero no logró reprimir las lágrimas.
—¡Cuánto me alegro de verte! Temía que te prohibieran visitarme de nuevo. Anoche el emir volvió a estar conmigo y casi muero de miedo.
—¿Reclama tu presencia muy a menudo? —preguntó Maite.
Ermengilda negó con la cabeza.
—No, ayer sólo fue la tercera vez. Pasarán unos días antes de que vuelva a visitarme.
—Pues hemos de aprovecharlo. Konrad lo preparará todo, pero para hacerlo necesita dinero. ¿Crees que podrás desprender algunas piedras preciosas de tu vestido sin que lo noten?
Maite contempló a la astur con expresión preocupada, porque ese día Ermengilda llevaba un vestido carente de adornos. Si tras haberlo llevado guardaban el valioso atuendo bajo llave cada vez, ellas no tendrían oportunidad de hacerse con las piedras preciosas.
—Dile a Konrad que tenga cuidado. Nadie debe saber que posee algo de valor.
La advertencia de Ermengilda hizo que Maite olvidara sus ideas sombrías y contemplara a su amiga llena de esperanza.
—Así que aún tienes ese vestido. Apresúrate a cortar unas piedras antes de que una esclava o un eunuco nos molesten.
En cuanto hubo pronunciado esas palabras, apareció un castrado y se sentó en un rincón.
—Las esclavas no tardarán en traer unos refrescos —dijo.
Al ver que no daba muestras de querer marcharse, Ermengilda se preguntó qué debían hacer. De pronto se incorporó, miró a Maite y adoptó una expresión indignada.
—Puede que el insigne Fadl Ibn al Nafzi sea capaz de derribar a los enemigos de mi señor, el gran emir Abderramán, con la espada, pero no sabe cómo ha de vestirse una mujer. Perdóname querida, pero tu atuendo es un harapo indigno de una esclava, por no decir de una dama vascona de sangre noble. Te regalaré un vestido que se corresponda con tu rango.
Tras pronunciar esas palabras se puso de pie, corrió a la habitación contigua y poco después regresó con el atuendo ricamente bordado. «Ha llegado el momento decisivo», pensó, mirando temerosamente al eunuco. Pero el castrado permaneció sentado observando mientras Maite se arrancaba literalmente su propio vestido y se ponía el otro. Era demasiado largo y también incómodamente estrecho.
—Tendré que arreglarlo —comentó Maite, acariciando el bordado de piedras preciosas con las manos. Luego se volvió hacia Ermengilda—. Es bellísimo. ¿Cómo puedo agradecértelo?
«Encargándote de que logre salir de aquí», pensó su amiga, pero eso no fue lo que dijo.
—Me gustaría visitarte a ti en alguna ocasión, para comprobar si acertaste con tus palabras acerca de la espada de tu amo.
Maite le siguió el juego de inmediato. Abrazó a Ermengilda y le besó las mejillas.
—Me encantaría recibirte en casa del insigne Fadl Ibn al Nafzi, pero la decisión no está en mis manos.
Ambas amigas se volvieron hacia el eunuco y le dirigieron una mirada suplicante. Tras reflexionar unos instantes, éste asintió con la cabeza.
—¿Cuándo quieres dirigirte a la casa de Fadl Ibn al Nafzi, ama?
Mientras Ermengilda soltaba un suspiro de alivio, Maite procuraba calcular cuánto tardaría Konrad en prepararlo todo.
—Mañana, o quizá mejor pasado mañana —dijo por fin.
—Pasado mañana sería ideal, porque ese día el insigne emir abandonará la ciudad para ir de caza con sus halcones y no regresará hasta tres días más tarde.
—¿Podría pasar esas tres jornadas con mi amiga? —preguntó Ermengilda, preguntándose de dónde sacaba el valor para exponer semejante ruego.
Esta vez el eunuco tardó un poco más en contestar.
—Lo preguntaré, pero ahora he de ir a ver dónde están esas holgazanas. Hace un buen rato que deberían de haber traído el sorbete y las frutas escarchadas —dijo; luego se puso de pie y se marchó.
Maite y Ermengilda se contemplaron y se cogieron de las manos.
—¡Tal vez sea posible, por Jesucristo! —exclamó la astur, temblando como una hoja.
—¡Contrólate! —la regañó Maite—. ¡De lo contrario nos delatarás y entonces todo estará perdido!
—Es que los nervios pueden conmigo. ¡Espero que todo salga bien! Quiero que mi hijo se críe en libertad y con todos los honores que le corresponden por ser un pariente del rey Carlos.
Maite comprendió que Ermengilda pensaba más en el futuro que en los peligros que suponía la huida, que a ella misma le parecían casi insuperables. Pero como no quería desilusionar a su amiga calló sus reparos, y cuando el eunuco apareció acompañado de dos criadas cambió hábilmente de tema y empezó a hablar de los manjares que les servían.