7
Mientras el rey se reunía con Eward, Konrad regresó a la tienda que compartía con Philibert. Aún estaba enfadado con Hildiger, pero también consigo mismo porque, obnubilado por la euforia del éxito, había olvidado que Eward era su comandante y que por tanto le correspondía una parte del botín. En cambio había escogido una excelente yegua para Roland.
Le habría agradado comentarlo con Philibert, pero éste estaba ausente; entonces recordó que había alguien más que se interesaría por su viaje: a fin de cuentas, se había encontrado con la madre de Ermengilda y hablado con ella, si bien no podía repetirle las palabras de ésta a su hija ni revelarle que su propia conducta fue menos amable de lo debido.
Decidido a volver a ver a la hermosa astur, abandonó la tienda y se dirigió a la que albergaba a Ermengilda y Maite. Cuando emprendió la expedición a Asturias, las únicas que ocupaban la tienda destinada a las rehenes eran las dos jóvenes, así que se quedó un tanto desconcertado al ver la amplia sonrisa de los guardias, que le franquearon el paso sin rechistar. Pero cuando apartó la lona de la entrada y asomó la cabeza al interior, varias muchachas soltaron agudos chillidos.
—¿Por qué no te anuncias como es debido antes de entrar en la tienda de las damas? ¿Y si hubiéramos estado bañándonos? —rezongó una mujer graciosa y regordeta.
Una de sus amigas rió.
—Entonces debería tantear a ciegas por el suelo, porque se le habrían salido los ojos de las órbitas.
—Perdonad —dijo Konrad, retrocediendo—, no quería…
Pero se interrumpió, porque las jóvenes volvieron a prorrumpir en carcajadas: tras haber permanecido encerradas en el harén de Pamplona durante interminables días, todas ellas tenían ganas de hacer travesuras y consideraron que Konrad era el blanco ideal para sus chanzas.
Maite no participó en el intercambio de palabras entre las muchachas y Konrad, durante el cual estas lo pusieron en un aprieto cada vez mayor. La joven vascona se había retirado al rincón más apartado de la tienda y rechazaba cualquier intento de las demás de involucrarla en una conversación.
Volvía a ser una rehén entre muchas otras y se preguntaba por qué diablos se le había ocurrido unirse a los francos. Aunque si bien era cierto que Konrad y Philibert le habían salvado la vida, a esos dos sólo les importaba Ermengilda; sin embargo, ella se había interpuesto entre el oso y la astur en vez de escapar y dejarla a merced de la fiera. ¿Y cómo se lo agradecieron? Convirtiéndola en una prisionera en cuanto llegaron las demás rehenes, una prisionera que apenas podía dar una vuelta en torno a la tienda: si se alejaba, los guardias la detenían.
Detestaba a los francos que le habían arrebatado la libertad, y también a Okin y a los miembros de su tribu, quienes, a excepción de Asier, se mantenían alejados de ella. Dado que entretanto Eneko había otorgado el gobierno de diversas tribus a Okin, Asier parecía seguir albergando la esperanza de convertirla en su esposa para así convertirse en el jefe de su propia tribu.
La idea le resultaba repugnante. A fin de cuentas, casarse también suponía hacer aquello que ocurría entre un macho cabrío y una cabra, y la idea de llevar a cabo semejante acto con Asier se le antojaba asquerosa. En el fondo, no deseaba humillarse ante ningún hombre sólo con el fin de recuperar el favor de su gente, así que casi envidiaba a Ermengilda, cuyo marido no le exigía que se dejara montar como una yegua.
Los pasos que se acercaban interrumpieron sus pensamientos, pero Maite sólo alzó la vista cuando Konrad se detuvo ante ella.
—¿Has visto a la princesa Ermengilda? —preguntó.
Su tono le pareció ofensivo: era más adecuado para dirigirse a una esclava que a la hija de un gran jefe.
—¡Aquí no hay ninguna princesa! —bufó, indignada.
¿Qué se había creído ese franco? Quizá pretendía indicarle una vez más que allí, en el campamento de los francos, volvía a ser una esclava; debido a ello ya había pensado varias veces en huir de allí, pero esta vez escapar resultaría bastante más difícil. Los guardias francos se tomaban sus deberes muy en serio, y aunque lograra escapar del campamento sin ser vista, corría peligro de caer en manos de las patrullas sarracenas y astures que seguían los pasos del ejército franco.
Konrad aguardó la respuesta con impaciencia y al notar la mirada perdida de la vascona, pateó el suelo.
—¿Al menos puedes decirme dónde se encuentra la señora Ermengilda?
—Como puedes ver, no se encuentra en esta tienda —contestó Maite en tono indiferente.
—¡No quiero saber dónde no se halla, sino dónde puedo encontrarla! —Konrad se preguntó qué se había creído la muchacha para despacharlo de ese modo: al fin y al cabo, ella le debía la vida.
También Maite lo recordó, pero precisamente por eso se puso a la defensiva. Aunque no tenía motivo, se sentía ofendida porque el guerrero franco sólo le había dirigido la palabra para averiguar dónde estaba Ermengilda.
—La señora Ermengilda, como la llamas, abandonó la tienda hace un rato. Que yo sepa, pensaba dirigirse al bosque que se extiende detrás del campamento.
Konrad ni siquiera se molestó en darle las gracias: tenía demasiada prisa por alcanzar dicho bosque.