Prólogo
Las ideas que informan este trabajo —más corto de pretensiones que de páginas— se originaron ha tiempo en una relectura de Pirandello, singularmente del Enrique IV, y se completaron más tarde con el concurso de otras lecturas y de otras sugestiones. En esbozo primero, más desarrolladas después, sirvieron de tema a varias conferencias, y, una vez precisadas, las utilicé como base de los cursos sobre el «Quijote» que me veo en la necesidad de dar anualmente a mis alumnos de Bachillerato.
No soy un erudito ni un hombre de ciencia, y si lo primero me resulta indiferente, no dejo de deplorar lo segundo y me apresuro a confesar que de muy buena gana hubiera aprendido en alguna parte los métodos de investigación y exposición de la crítica moderna. Mi trabajo es, pues, el de un aficionado más o menos ducho en lecturas, que añade a esta condición la de novelista profesional, la de inventor de ficciones, circunstancia en la que me amparo para aplicar a un texto ajeno y eminente el saber que de mi experiencia de escritor pueda haber obtenido. Pero este saber no me hubiera bastado sin ese concurso de ideas ajenas a que acabo de hacer referencia y que de algún modo deben de ser explicitadas. Por eso quiero citar, ante todo (y el lector advertirá sus huellas inmediatamente), las Meditaciones del Quijote, de Ortega y Gasset, libro y autor con quienes tengo contraídas deudas más amplias que las que aquí comparecen.
Figura en segundo lugar, y quiero también citarlo con encomio, el libro de Luis Rosales Cervantes y la libertad, que tengo por uno de los estudios más penetrantes sobre nuestra gran novela publicados en los últimos decenios. Fuera de los lugares concretos en que se le cita, reconozco tener con él una deuda difusa y general.
La profesión del caballero, de Van Doren, llegó a mí tardíamente, cuando ya mis ideas estaban perfiladas; lo leí, sin embargo, con cuidado, y lo aproveché en la medida, muy grande, en que es aprovechable, al menos desde mi punto de vista. Debo manifestar mi casi total conformidad con él.
Otros textos, ya clásicos, como los de Américo Castro, Joaquín Casalduero y Madariaga, o más modernos, como los de Martín de Riquer, Moreno Báez, Várela, etc., forman parte del bagaje indispensable de todo el que se atreve a leer el Quijote con pretensiones de entenderlo. No es, pues, menester más larga cita.
Desconocía el de Arturo Serrano Plaja Realismo «mágico» en Cervantes («Don Quijote» visto desde Tom Sawyer y El idiota), que me fue comunicado por Dionisio Ridruejo cuando le di a leer el texto del presente estudio. Leído, advierto la comunidad de tesis, la convicción de que El Quijote es un juego, pero a la que se llega por caminos que no tienen con los míos la menor coincidencia. No son, creo, libros que se estorben ni se excluyan, sino perfectamente compatibles, y no me atrevo a decir que complementarios porque eso sería pedir para el mío una altura a la que no me atrevo a aspirar.
Dentro de su modestia, ruego que se tome como lo que es: la vacación de un novelista fatigado que vuelve a su maestro y que se empeña en ver en él lo que quizá no exista, pero que bien pudiera existir; lo que quizá no se vea a simple vista, pero cuya visión desvelada y clara propone: siempre a la zaga de quienes le precedieron en el entendimiento amoroso y recto de un texto poético que alguien, recientemente y sin que logre entenderlo, ha llamado «cacofónico».
A éstos, mis predecesores, agradezco el haber pensado lo que pensaron y el habérnoslo legado. Y al lector exigente pido perdón por arriesgarme en un camino que acaso no sea el mío, pero que otros muchos han recorrido con el mismo derecho.