Un poco de doctrina previa
Es ya corriente aceptar que el pensamiento del autor del Quijote se expresa con frecuencia por boca del personaje epónimo, quien, amén de hombre de acción, es un «intelectual» que opina sobre todo, hasta un punto tal que la exposición de sus opiniones consume más tiempo narrativo que la de sus acciones. El antes citado Tchklowski (ahora Chklowski, porque el libro de donde procede esta información se ha leído en italiano)[12] participa en esta creencia, que es, por lo demás, corriente. Todos los estudios que se han hecho y que se harán sobre el pensamiento del autor se apoyan en lo expresado por sus personajes, y muy principalmente por Don Quijote.
A esto conviene oponer dos reparos. El uno se refiere al pensamiento mismo, a su contenido ideológico: el cual, sin excepciones notables, coincide con lo que se pensaba generalmente en la época en que la novela fue escrita, por un número crecido de individuos cultos pertenecientes a ciertas clases sociales con similitud de condicionamientos o circunstancias como se deduce, v. gr., de la lectura de El pensamiento de Cervantes de Castro. Cosa por otra parte corriente, pues el oficio de novelista no es la creación de nuevas formas de pensamiento, ni su exposición, sino de figuras y acciones específicamente novelescas. Salvo los casos, no demasiado corrientes, en que el novelista sea a la vez filósofo —Unamuno, Sartre—, asombra comprobar la coincidencia de los modos de pensar insertos en los cuerpos narrativos con los tópicos más o menos distinguidos o selectos de su contemporaneidad. Las notas —por ejemplo— de que los señores Schewill y Bonilla San Martín acompañan su edición del Quijote (y otros muchos comentaristas, igualmente eruditos por supuesto), van informando puntualmente de qué fuentes tomó el autor este o el otro pensamiento. Hay, pues, que hablar de un modo de pensar «por participación», en la que pueden concurrir de la misma manera el autor y el personaje o solo éste. Por otra parte, trátese de esta novela o de otra cualquiera, lo que los personajes piensan ha sido siempre pensado antes por el autor, quien, eso sí, puede explícitamente aprobarlo o rechazarlo; pero puede también mantenerse imparcial, y limitarse a «la invención de un modo de pensar» y atribuírselo al personaje, sin que por esto lo haga suyo. Se olvida con frecuencia que la invención de «modos de pensar» es cosa de la imaginación novelesca tanto como la de «figuras, palabras y acciones», y que estos modos de pensar (que constituyen un elemento caracterizador de los personajes lo mismo que su comportamiento pasional, póngase por caso) no tienen por qué postular una relación positiva con la verdad. Son pura y simplemente «materiales novelescos». El narrador del Quijote usa a veces la expresión de «concertadas razones», lo que quiere decir íntimamente lógicas o bien trabadas, pero que con frecuencia adquiere la connotación de «verdaderas», en oposición a las razones disparatadas, que también juzga como tales. Si aprobar un modo de pensar significa adherirse a él, el narrador, a veces, acepta explícitamente lo que su personaje piensa. Pero los modos de adhesión son muchos. Unas razones, no sólo concertadas, sino «elegantes», invitan a la adhesión estética, etc.
En cualquier caso, lo de menos es que el autor piense o no como su personaje. Es una cuestión absolutamente extraña a la novela en sí, y su inclusión en los criterios de valoración estética o de análisis crítico, impertinente. Lo que interesa en este caso es que el personaje, los personajes, «piensen», y que de este pensamiento quede constancia en el texto, o sea, que forme parte de sus materiales y que, como tal entre a colaborar, bien o mal acomodado, en una «organización estética».
Un personaje o figura está formado de todos los elementos que en el corpus se le atribuyen, ya los que le tienen por sujeto —hace, dice— como aquellos en que es objeto directo o indirecto de proposiciones de carácter afirmativo o negativo en que otro es el sujeto. Como un hierro imantado hundido en el montón de limaduras, la figura «consiste» en todo aquello a que puede dar cohesión, a todo lo que «hace suyo por emanación» o «por atracción» (de ahí que ciertos sucesos de origen folklórico, o históricos, señalados en el Quijote y, en proporción mayor, en el Lazarillo de Tormes pertenezcan indisolublemente a la «figura» en virtud de esta ley).
El modo de pensar «tópico» a que se hizo referencia, así como el que pudiera resultar original del autor, pertenecen a don Quijote, personaje, como cosa propia y «constituyente», ya que el autor como suyos (del personaje) los propone, ya que es voluntad del autor que pertenezcan a esta figura y no a otra. Y si en un momento dado el autor elige al personaje como «portavoz», para que así se considere será menester abstraer antes tales palabras del contexto narrativo y considerarlas como modo de pensar desvinculado de él, es decir, fuera de la novela. Dentro de ella, el autor no existe, y si existe, si está en ella, por el solo hecho de estar se convierte en materia ficticia[13]. Así considerado, el pensamiento como tal ejerce una función (que antes se ha llamado caracterizadora), que es legítimo descomponer en varias subfunciones: el hecho mismo de «pensar», las circunstancias en que el personaje «expone» su pensamiento, el «contenido» del mismo, en relación con la personalidad del que lo produce, su «forma» literaria, su pathos, si existe… Todo lo cual es dado discernir, no sólo en la figura de Don Quijote, sino también en la de Sancho Panza, hasta el punto de que podría brindarse un nuevo modo de contar brevemente el argumento del Quijote, novela en que dos intelectuales se echan al campo para poder hablar tranquilamente de sus cosas.
En consecuencia, quienquiera que sea el padre de lo que piensan don Quijote y Sancho, lo importante es el pensamiento en sí considerado como material novelesco en las funciones de caracterización que como tal desempeña, y no en sus relaciones con la realidad o con la verdad.
Otra, afirmación que conviene recordar aquí es que la estructura, significación y valor de una «figura» novelesca no depende en ningún caso de su cotejo con la realidad, sino de ciertas leyes exclusivas y genéricas a cuyo cumplimiento es difícil hurtarse; leyes que están presentes y activas aun en el caso de los intentos de escamoteo —pues sin la realidad de la ley la transgresión no lo sería—. Muy inteligentemente, Nathalie Sarraute ha señalado (y se trae aquí como ejemplo de frustrada transgresión de la ley de «unidad» y «totalidad» del personaje), cómo Proust «il a eu beau s’acharner à separer en parcelles infimes la matière impalpable qu’il a ramenée des tréfonds de ses personnages, dans l’espoir d’en extraire je ne sais quelle sustance anonyme dont serait composée l’humanité tout entière, à peine le lecteur renferme-t-il son livre que par us irrésistible mouvement d’attraction toutes ces particules se collent les unes aux autres, s’amalgament en un tout cohérent aux contours très précis…» («L’Ere du soupçon», págs. 83-84, Gallimard, París, 3.a Ed., 1956[14]). ¿Podríamos, tras esta observación tan aguda de Sarraute, llegar a la afirmación de que las leyes no están en el texto, sino en la mente del lector? En cualquier caso, a algo que en el lector reside y que del lector parte responde su existencia, así como su persistencia. Quien ha consumido las páginas habitualmente inextricables de Finnegans Wake se esfuerza por identificar (es decir, por separar, por dotar de contornos fijos) a todas las figuras que responden, en la narración, a la sigla H. C. E. (Here come everybody). Del mismo modo, el lector del Quijote que no ha sido prevenido por la crítica —certera o equivocada— de que tal pensamiento «pertenece» a Cervantes y tal no, obedece a su instinto de cohesión y lo atribuye al personaje, y con él y con otros ingredientes, igualmente desperdigados a lo largo de la narración, reconstruye imaginativamente la figura. Aunque luego no la «entienda», es decir, no acierte a unificar en una síntesis superior las contradicciones que durante la lectura advierta. Pero esto que se acaba de decir, en cuanto vuelta atrás a una cuestión liquidada, amenaza con interrumpir la continuidad del razonamiento. De lo que ahora se trata es de que la figura, para ser aceptada como tal, no requiere de la comparación con la realidad, si bien la realidad, aun ausente del proceso de la escritura o de la lectura, sigue imponiendo ciertas condiciones. Las intuiciones más profundas del escritor y del lector, id est, las que hacen posible la lectura, proceden de la experiencia de lo real, del que son prisioneros tanto el escritor como el lector; la inteligibilidad de los objetos tiene a lo real como punto de referencia, y de lo real no hay escapatoria posible —a condición de que se entienda lo «real» en toda su extensión incalculable, a condición de que no se le reduzca a la empiria accesible a los sentidos. Real es todo lo que existe, este hombre, aquel río, la Revolución francesa, el logaritmo de pi, una metáfora, una utopía— a condición de que cada uno de ellos sea colocado en la esfera de realidad que le corresponde. El caso de la literatura —de la novela, del drama— participa de esta condición, y lo hace de un modo particular que le es propio. En primer lugar, porque puede abarcar todas. A pesar de lo cual alguna vez se hablará de «realidad», aunque de modo suficientemente explícito como para que se admita sin confesarnos incursos en contradicción.
Y dicho esto, vamos a hablar de la «figura» de don Quijote «como si fuera un hombre de verdad».