Breve intermedio sobre la imitación

Alonso Quijano, por lo que se sabe o, mejor aún, por lo que no se sabe, es un hombre que se ha hecho a sí mismo. Esta expresión, acuñada por una sociedad pragmática que exalta los valores de la voluntad, quiere decir pura y simplemente que un hombre «se ha hecho otro» sin recurrir a las instituciones que la sociedad tiene organizadas para eso; por ejemplo, un hombre sin dinero para pagarse estudios y que, sin embargo, ha logrado lo mismo y más que otros que han seguido el curso —o los cursos— propios de los ricos.

Por extensión se puede llamar de ese modo a cualquier hombre que no ha ido a la universidad, a la Iglesia, a la milicia, y «se ha hecho». Pero, si se trata de Alonso Quijano, la expresión debe tomarse con toda clase de cautelas. No se sabe nada de sus estudios superiores, aunque se le tenga por hombre culto; pero su figura carece de algo que caracteriza al self made man: el paso de una clase social a otra. Alonso Quijano no se mueve de la suya, aunque otros lo crean o lo teman: está donde estaba y donde estaba morirá. El cambio de hidalgo a caballero, que se registra en el texto, no le afecta como tal hidalgo de gotera que probablemente fue. El «caballero», el que adquiere por sus hazañas una jerarquía caballeresca que casualmente conserva cierto eco en la sociedad, que acabará llamando «caballero» a todo el que no muestre ser un rufián, y, a veces, a los que lo manifiestan, es, precisamente, Don Quijote.

En el sentido social, Alonso Quijano está hecho por la sociedad a que pertenece; en el intelectual, es un autodidacta a partir, a lo menos, de la escuela primaria. La sociedad le ha propuesto unos «modelos» que ha seguido hasta el punto y momento en que los ha substituido por otros de su elección. A partir de entonces empieza a ser autor de sí mismo, empieza a hacerse. El self made man se caracteriza también por esto, porque «elige» sus modelos, existentes ya, o previamente creados por él. La función del modelo es la de «estar ahí» para que otro procure coincidir con él. El proceso o procedimiento es la «imitación». Tanto el narrador como el propio personaje usan esta palabra con frecuencia. Toda la actividad del personaje parte del supuesto de que, imitando a una cosa, se llega a ser esa cosa. «Cosa», aquí, quiere decir «modelo».

La imitación es un fenómeno universal y necesario. Sus estructuras son invariables, no así sus técnicas. Pero la historicidad de la imitación reside, singularmente, en los modelos. Cada época tiene los suyos, que transparecen en las biografías particulares y en las figuras literarias, y a unas y otras confiere algo así como un aire de familia. En la formación y propuesta de modelos influyen muchos factores morales y sociales. Uno, de gran importancia, es la moda, que puede inventarlos o, de hallarlos ya inventados, sancionarlos. Así sucedió, por ejemplo, con George Brummell, modelo aconsejado por la moda durante todo un siglo, con escasas y accidentales variaciones.

En el siglo XVI, los correspondientes modelos eran conocidos y reconocidos. Estaban, incluso, codificados por la literatura. El cortesano trazó una imagen bastante abstracta, con ribetes de idealista, del perfecto caballero: fue prontamente traducido al español. Eran los tiempos del Emperador, en los cuales, sin embargo, los españoles prefirieron otro modelo, igualmente literario: Amadís de Gaula. La novela en que se cuentan sus hazañas, en la redacción de Ordóñez de Montalvo, fue, durante algunos años, un verdadero manual pedagógico para caballeretes con aspiraciones. Y no se olvide que, paralelamente, un escritor aún desconocido, o dudoso, ofreció a los cristianos, en el siglo XV y bajo el nombre de Tomás de Kempis, un modelo a lo divino en su Imitación de Cristo, uno de los libros más leídos del mundo[19]. También fue traducido al español durante el mismo siglo XVI.

La imitación era, pues, una actividad aceptada como necesaria en cuanto modo de formar hombres. No tiene nada de extraño que Alonso Quijano la ejercite y aplique a su inventada hipóstasis como modo único de poder alcanzar —llegar a ser— lo que apetece. El hecho de que haya elegido como modelo a Amadís revela que su mente resultaba ya un tanto anticuada, démodée: no se sabe cuando nació Quijano, aunque sea dado conjeturar que hacia los tiempos en que el Emperador se retiró a Yuste. Los cambios, entonces, no eran tan rápidamente propagados como ahora. El propio autor del Quijote se equivocó, al parecer, a este respecto, al menos durante su juventud. No se le puede exigir otra cosa, y basta saber que, en su madurez, vio claro. Su personaje (o el personaje de su personaje) también se da cuenta «del cambio de los tiempos», pero los de su referencia no son los reales del Emperador, sino los ilusorios de la caballería medieval. Compara el presente, el suyo, con la sociedad descrita en sus lecturas favoritas. El modelo que elige pertenece a esa sociedad. Aunque Amadís sea citado con frecuencia, la verdad es que no es, en realidad, el modelo, sino en ocasiones determinadas. Lo que el personaje intenta imitar es la figura abstracta del «caballero andante», en la que desea participar en medida idéntica a la de Amadís.

Adviértase que algunas de las cualidades del modelo las posee el personaje; ¿cómo iba a imitarlo si no? Lo que él va a remedar son las «acciones», que solo son posibles si dichas cualidades se poseen. Hay, pues, algo común al uno y al otro. La distancia no es tan grande como parece.

Imitar no es copiar. Sin embargo, y algunas veces, lo que hace el personaje, lo que intenta llevar a cabo es, precisamente, una copia: la penitencia de Beltenebros, por ejemplo. La copia, sin embargo, no puede ser perfecta, y el personaje lo sabe. Haga lo que haga, la repetición mimética no es posible, y el sistema de las diferencias se asienta en las de la situación y en las de la persona. La aventura de Sierra Morena no es copia fiel de la de Amadís. El ánimo con que don Quijote la proyecta y realiza «no es», «no coincide» con el del modelo, que «no imitaba».

Es muy curioso que Sancho Panza rechace en toda ocasión y de todas las maneras posibles cualquier imitación que le sea ofrecida o propuesta. Sancho es Sancho, no quiere ser más que Sancho, y si la fortuna le depara una ínsula que gobernar o un condado de que titularse, podrá cambiar el atuendo o decir menos refranes, pero seguirá siendo el que era. Sancho es invariable, es siempre igual a sí mismo, es —en cierto modo— una tautología. La personalidad de don Quijote es, a veces, vacilante; la de Sancho siempre es compacta, segura. No se alude, como es obvio, a su «fuerza» como tales personajes de una novela; esa clase de fuerza no tiene nada que ver con las complicaciones, reales o artificiosas, de la personalidad. En tanto que son personajes del Quijote, su fuerza es idéntica y la reciben de una operación artística, no de su modo de ser psicológico u ontológico.

Si se cuentan las veces que la palabra «imitación» se cita en el texto, se verá que abunda en la primera parte más que en la segunda. No es casualidad, porque la «imitación» se lleva a cabo en el transcurso de la primera parte, la cual, en realidad, describe un proceso imitativo (entre otros cuentos, por supuesto). Piénsese en el hecho, no siempre tenido en cuenta, de que los títulos respectivos varíen: «hidalgo» en la primera, «caballero» en la segunda. Al iniciarse ésta, el personaje es ya lo que quería ser[20]. Y no solo a este respecto. Pudiera muy bien darse otra síntesis argumental de la primera parte, diciendo que es la historia de un hombrecillo de la Mancha que se propuso imitar a Amadís de Gaula y a otros parecidos para llegar a ser caballero andante y entrar así en la literatura escrita. Lo consiguió de un modo tan eminente que cuatro siglos después todavía se anda a las vueltas con su caso.