Examen somero, 1: El «Quijote» como parodia

De la tradición crítica constituida a lo largo de trescientos años de investigación e interpretación, se selecciona aquí, como primer convencional punto de partida, la divulgada y por lo general bien recibida opinión de que el Quijote es una parodia de los libros de caballerías. Decir parodia, antes que a un género o clase bien definidos, remite a unos procedimientos y a una actitud (del artista) básica y continuada, con promesa de comicidad, que el Diccionario de la Real Academia de la lengua española recoge en su definición:

Parodia.— Imitación burlesca, las más de las veces escrita en verso, de una obra seria de la literatura,

palabras en las que, pese al justificado silencio sobre los procedimientos empleados, la voz «imitación», sustantivo nuclear del sintagma completo, actúa de indicativo, como señalando el camino a seguir en cualquier examen de intención más amplia: la comparación entre el modelo y la parodia. El adjetivo «burlesco» confirma la comicidad, si bien no proviene de dirección alguna, al menos en el orden estético, ya que en su significación se implica la noción moral de «menosprecio», que, por su naturaleza, cae fuera de la estética y del presente propósito, puesto que lo que de momento interesa aquí es dilucidar algunos de los mecanismos que el escritor pone en juego al escribir una parodia, y, muy concretamente, los de Cervantes al escribir el Quijote. Retenida, pues, la «imitación» como objeto inmediato de examen, lo primero que salta a la vista, más como recuerdo que como descubrimiento, es la necesaria existencia, y la no menos necesaria presencia, de ese «modelo» que se imita: estar presente de «modo referencial» es el modo de actuación del modelo, el cual, por necesidad, tiene que ser tenido en cuenta por el imitador o parodista, quien no introduce en él modificación alguna, sino que toma, de sus caracteres, los que le convienen, y los transfiere, debidamente modificados, a la obra nueva, a la parodia. En esto consiste, como es obvio, la imitación, la cual, por su parte, no se agota y realiza en esta etapa previa de la mera transferencia, sino que la utiliza como material básico de la proyectada obra nueva. A través de los caracteres transferidos, la obra «seria», la obra «imitada», permanece en la parodia, está presente y activa en ella, con función estructurante o constructiva las más de las veces, pero, al mismo tiempo, advirtiendo de que la obra parodiada está allí, remitiendo al lector a ella, objeto inmutable de relación.

Lo expuesto, sin embargo, es de alcance muy general, y de modo más o menos acentuado, con excepción de la deformación cómica, aparece en cualquier obra de arte en cuyo proceso y en cuya realidad se haya concedido una pequeña parte a la imitación: es decir, en toda obra de arte, que siempre refiere a un precedente, a un modelo. La especificidad de la parodia se halla en su condición burlesca o, más exactamente, cómica, como ya se señaló. La parodia es una imitación que pretende presentar un objeto como risible y, para eso, añade, al procedimiento general imitativo, los usuales de la comicidad, aunque también —si el caso existe— de algunos originales. La exageración y el rebajamiento de las imágenes procedentes del modelo son los frecuentes, pero no indispensables. «El rizo robado», al utilizar la desproporción entre las causas y los efectos como procedimiento, no exagera ni rebaja materiales ajenos, sino que lo aplica a los suyos propios, afecta a la relación entre ellos. La imitación, y la manipulación estética de los materiales de acarreo, presenta, pues, grados, e incluso excepciones.

En realidad, fuera de la «imitación» y de la «comicidad», el estudio de los procedimientos paródicos debe establecerse en cada caso mediante una comparación entre la obra «seria» y la «parodia». En el presente, actúa de obra «seria», no una concreta, en verso o en prosa, sino toda una especie del género narrativo, la «novela caballeresca» o «libros de caballerías»; de las pocas, dentro de la literatura, que ofrecen al historiador un ciclo completo de aparición, desarrollo, muerte y supervivencia en formas modificadas. La incidencia, en su muerte, del Quijote es una cuestión histórica que no hace al caso. Importa más el hecho de que esa «redondez» de la novela caballeresca permita establecer un sistema de caracteres gene atenerse en su consideración. El que aquí se elige pudiera formularse así:

1, narración en prosa o verso, 2, de las aventuras, 3, de un caballero andante que, 4, por «razones no muy concretas» las lleva a cabo, 5, con una esperanza.

Si en cierto modo la primera de las fórmulas remite a una «estructura narrativa» tradicional y típica, queda claro que, al repetirse en la segunda, apunta a la serie de caracteres básicos del modelo que se mantienen en la parodia. El modo de estar en el Quijote los libros de caballerías es, ante todo, estructural. Habrá que ver ahora si esa suma de caracteres, amén de las diferencias indicadas, permanece inalterable o si, por el contrario, han sido modificados en algún sentido. Por lo que al punto 1 respecta, al no existir un modo de escritura común a todas las narraciones caballerescas, no hay razón para insistir en que el estilo llano del Quijote pueda considerarse como modificación paródica, como rebajamiento de un estilo levantado, salvo en algunos momentos y pasajes muy conocidos que, por su brevedad, más que ley, constituyen excepción. En cuanto al punto 2, son tan evidentes las diferencias, que conviene detenerse algo más en su estudio, si bien éste nos lleve a consideraciones sobre factores todavía no mencionados.

Desde el remoto ejemplo de la Odisea, la narración de aventuras resulta de la combinación de dos elementos estructurantes: un caminante y el azar, de tal suerte organizados que, siendo uno el caminante, sean muchos los azares. Cada uno de ellos, según el sistema de circunstancias, puede actuar de dos maneras básicas: o para resolver la situación creada por el anterior, o para crear una nueva, sin que falten ejemplos de ambas funciones realizadas por un sólo azar, mina la interrelación correlativa de las aventuras respectivas. Todo lo cual se cumple lo mismo en las narraciones caballerescas que en el Quijote.

Ahora bien: azares y aventuras consiguientes acontecen en un «tiempo» y en un «espacio». Uno y otro, alejados de los de la escritura y de la lectura, señalados por variadas fórmulas verbo–sintácticas el primero, y por nombres imaginarios, deformados o geográficamente lejanos, el segundo. Dos expresiones tomadas del lenguaje coloquial, contemporáneas del Quijote y subsistentes todavía en algunos de nuestros círculos lingüísticos, sirven para señalar, caricaturescamente, ese «espacio» y ese «tiempo» distantes: «Los tiempos de Maricastaña» y «La tierra del preste Juan»: tiempo y espacio, pues, dentro de la narración caballeresca, quedan expresados en una fusión de ambas fórmulas[1]: «Aventuras transcurridas en la tierra del preste Juan, en tiempos de Maricastaña». La lejanía, apoyándose en una estructura psicológica aún existente y viva, y por tanto comprobable, abre las puertas a infinitas posibilidades imaginativas y fantásticas que permiten dotar a lo narrado de una condición común, en variada gradación, a todos los libros de caballerías: la de lo «extraordinario». Azar, camino y distancia actúan conjuntamente para lograrlo.

¿Cuál es la actitud del parodista que escribió el Quijote? Ni el tiempo ni el espacio pueden ser eludidos, ya que, de modo positivo o negativo, son condición indispensable de toda narración, que por naturaleza postula un cuándo y un dónde[2] como condiciones de credibilidad. En el primer párrafo del primer capítulo del Quijote, dos sintagmas informativos dan la respuesta: «En un lugar de la Mancha» y «no ha mucho tiempo». En su virtud, la lejanía del tiempo y del espacio queda anulada y, en consecuencia, quebrada e inoperante la actitud del ánimo lector dispuesto a saltar al encuentro de lo maravilloso distanciado. No en la tierra del preste Juan, sino aquí, al lado; y tampoco en tiempos de Maricastaña, sino ayer o anteayer. La operación supone arrancar la expectación del lector del ámbito de lo extraordinario y confinarla en el mismo en que vive, en el real. El primero y más continuado de los procedimientos paródicos usados por Cervantes consiste ni más ni menos que en esa anulación de lo extraordinario y en su substitución por lo cotidiano, por lo que puede experimentarse y verificarse. Que vale tanto como anunciar una materia narrativa despojada del atractivo usual, así como la anulación de todos los factores que concurren en revestir lo «lejano» de una suerte de prestige poético que empíricamente lo envuelve y del que la literatura ha hecho abundante uso. En cierto modo se trata de una «degradación», la misma que en cierto período de la crítica literaria recibió el nombre de «realismo». El estudio de las operaciones psicológicas que el realismo, así entendido, comporta en el momento histórico en que la narración de hechos extraordinarios hace crisis, no corresponde a este lugar ni al propósito de este estudio.

Reténgase el concepto de «degradación», puesto que, al considerar el punto 3, será necesario recurrir a él. Los personajes de la narración caballeresca pertenecen, precisamente, a ese mundo lejano en el tiempo y en el espacio en que transcurren sus aventuras, y son, como ellos y ellas, extraordinarios: por su nacimiento, ilustre, prodigioso o misterioso; por los nombres que llevan; por la naturaleza de los actos que acometen e incluso por la de los azares que les salen al camino (también él extraordinario) y engendran sus aventuras. El personaje principal del Quijote no sólo ha nacido en tierra cercana y en tiempo memorable, sino que sus restantes circunstancias se describen como vulgares, cotidianas, las mismas de tantos otros, hasta el punto de poderse componer con ellas los datos de un état civil comprobable. Está, pues, ahí; el lector puede pensar que es «uno de tantos, uno de nosotros». Y lo mismo sucede con los demás personajes, de quienes no se sabe si han sido tomados de la realidad (al menos en su mayor parte), pero que bien pudieran haberlo sido. Y cuando alguno de ellos pertenece a un ámbito situado socialmente por encima del de los habituales transeúntes del camino real, se citan de ellos tales circunstancias[3] que los acercan, con esa proximidad y esa realidad que engendra en el lector un sentimiento de «igualdad» y de «inteligibilidad», frente al de «diferencia» e «incomprensión admirativa» experimentado ante las figuras de los libros de caballerías. Todo lo cual cabe dentro del concepto de «degradación». Se ve, pues, cómo el mismo procedimiento se aplica al tiempo, al espacio y a las figuras.

Se hace, pues, menester volver al punto 2 y considerarlo a la nueva luz. Las aventuras de don Quijote resultan del choque del personaje caminante con los azares del camino; pero ¿cuáles son estos? Los mismos que pudiera tropezarse cualquier otro viandante, los azares reales de aquel espacio y de aquel tiempo, los únicos posibles y verosímiles, pero en modo alguno gigantes, enanos, endriagos y caballeros verdes. Y si bien esto es precisamente lo que el personaje busca, y de esto se hablará más adelante, la realidad con que se tropieza representa una evidente degradación. De modo que también aquí se mantiene el procedimiento que, al afectar a estructuras tan fundamentales como el espacio, el tiempo, los hombres y los acontecimientos, se puede considerar como procedimiento básico, y permitir la aserción de que, en el Quijote, la parodia se lleva a cabo despojando a los elementos narrativos imitados de su condición extraordinaria y constriñéndolos a algo que se ofrece como real y verosímil. En cuanto parodias, las novelas de algunos secuaces de Cervantes, singularmente los ingleses del siglo XVIII, se han escrito del mismo modo.

Téngase, sin embargo, en cuenta que la eficacia de la parodia como tal requiere la presencia viva del modelo, no sólo dentro de la parodia, como se ha descrito, sino fuera de ella e independiente de ella. La Batracomiomaquia será parodia de la Ilíada para el lector de ésta, y, del mismo modo, lo será el Quijote de las narraciones caballerescas para quien las conozca. Y si bien es éste el caso de los estudiosos y connoisseurs de la literatura, no lo es el del público lector, el de aquellos que todavía hallan en el Quijote interés y solaz. En este sentido, la parodia ha dejado de ser efectiva por ausencia del modelo, es un dato que el tiempo ha corroído, prácticamente insignificante; de donde se infiere que, al igual de otros textos satíricos todavía leídos, las virtudes textuales que mantienen su eficacia no son aquellas que remitían al referente imitado. Así, el lector moderno no es consciente de la «degradación»; los materiales que se acaban de estudiar no le aparecen rebajados porque no los compara con los del modelo, y, también (pero es ajeno al libro en sí), porque está habituado a una literatura en que se invita a aceptar como reales e inmediatos el tiempo, el espacio y el hombre. (Aquí se presenta, como cuestión afluente, la de cómo esta situación ha sido engendrada precisamente por el Quijote; pero su naturaleza histórica la excluye de los propósitos de este estudio, aun de los secundarios).

No obstante esa evaporación del modelo–referente (¿quién que lee el Quijote se ejercita espiritualmente antes en la lectura del Amadís?), en el caso del Quijote se mantiene como «referente interno», lo que equivale a decir que de algún modo (en este caso, por la simple y continuada mención), se ha convertido en material propio de la novela. Lo cual, como es obvio, no es el caso de otras parodias, como la misma Batracomiomaquia. Tómese el ejemplo de Amadís, personaje central de una narración varias veces citada, y aun juzgada, pero también «ente» (real o irreal, esto no importa) con el que un nuevo personaje, el protagonista del Quijote, mantiene una relación constante y especificada. Imagínese que la novela o serie novelesca a que pertenece no hubieran sido nunca escritas, sino que fuesen de la invención de Cervantes como material propio de «su» narración. ¿Se alterarían por esto las relaciones? Lo cual puede aplicarse (y acaso vuelva a insistirse en ello) al caso del falso Quijote, con una función bien definida en la economía y en la acción del de Cervantes.

La desaparición de los libros de caballerías del horizonte del lector arrastra consigo los modos de comicidad engendrados por la comparación; esto no obstante, la comicidad persiste. Por lo pronto, las menciones de Amadís son lo suficientemente expresivas como para que se mantenga la posibilidad de establecer diferencias (y distancias) entre él y su imitador, pero acaso sea el hecho en sí de la imitación, que en un principio alude, no a un caballero determinado, sino al «caballero andante» abstracto, es decir, genérico, y los aparentes fines que la motivan, la fuente principal de la comicidad. El lector moderno recibe en la lectura un número suficiente de informes como para comprender y saber que imitar a los caballeros andantes, o a Amadís, en el tiempo histórico de don Quijote, equivale más o menos a imitar, en el actual, a un mariscal de Napoleón. La distancia entre ambos tiempos históricos, el de la acción y el de la lectura, basta como resorte inicial de comicidad.

Cabe ahora preguntarse si aquí se agotan los préstamos recibidos del género parodiado, y presentes, amén de vigentes, en la realidad textual. Para dar una respuesta adecuada, sería oportuno recordar la ocasión —una de tantas— en que, dentro de la novela, se discuten los libros de caballerías como tal género literario. Es en la primera parte y hacia su final, capítulo XLVII, página 345 de la edición de Schevill y Bonilla:

… La escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica también puede escribirse en prosa como en verso.

Todos los comentaristas convienen en que el personaje que usa en este momento de la palabra, el «canónigo», actúa como portavoz del autor y formula sus convicciones estéticas referidas al arte de la narración[4]. De las palabras transcritas, una fórmula parece original, significativa y, en tanto designación de un modo de componer, exacta; es la de «desatada escritura»[5]. De acuerdo con su contexto, la interpretación legítima sería ésta: la libertad de composición, escritura y selección de materiales, llevada a cabo sin sujeción a las reglas del arte, es una cualidad positiva de los libros de caballerías. Y lo es por cuanto permite abandonar la monotonía formal y material de los géneros sumisos. Ahora bien, no se trata de la simple libertad que pudiera señalarse en determinadas obras, sino precisamente de una libertad ostentosa y sin límites, pues esto es lo que se desprende del adjetivo «desatada» que singulariza al sustantivo «libertad». La inserción del texto en el contexto, su posición en el sistema dialéctico a que pertenece, autoriza a tomarlo como justificación del autor por haberse apropiado otra de las cualidades del género parodiado con las limitaciones que se indican (reducibles a la verosimilitud). Item más, la frase, el coloquio entero entre el cura y el canónigo, están «puestos» casi al final de la primera parte de la novela (que, entonces, no era tal primera parte ni estaba previsto que hubiera de continuarse) y se entiende como autodefensa ante posibles críticas a los métodos usados y a la realidad poética resultante. El autor es consciente de haber hecho algo hasta entonces inédito, de haber escrito de una manera nueva, y se siente en la necesidad de explicarse, y busca la justificación en una cualidad del género parodiado que está también en la parodia. Pero esto es anecdótico e incluso innecesario, como lo es toda la conversación a que viene haciéndose referencia. Si se utiliza aquí, no es tanto como reconocimiento de su oportunidad, sino como aprovechamiento de un dato fortuito que aclara una posición–clave del autor: quien declara haber hecho uso de la libertad desatada, de la libertad sin límites, en cuanto artista que manipula, ordena y da expresión verbal a unos determinados materiales libérrimamente elegidos a contrapelo de las convicciones vigentes, e incluso de alguna de las suyas propias. En este trabajo va a sostenerse que el autor «ha jugado», y que el libro es, no uno, sino todo un sistema de juegos que en su ilimitada libertad llegan al borde del acertijo. Lo cual no podría hacerse sujetándose a las reglas del arte hasta entonces usadas y acatadas, pero sí en nombre de la desatada (ilimitada) libertad como principio de una conducta estética.