La complicada invención de Dulcinea

¿Quién fue primero, el huevo o la gallina? La invención de Dulcinea ¿hay que atribuírsela a don Quijote o a Alonso Quijano? ¿O bien a éste actuando desde aquél? ¡Cuidado que es grave la cuestión, y, sobre todo, las consecuencias! Pero ¿es una verdadera invención, como lo es Sancho, o, dentro del conjunto de las de la novela, es una realidad? Invención del autor, por supuesto, aunque de pie forzado, ya que la de don Quijote trae emparejada la de una dama, tercera esquina del triángulo esencial, sin la que el caballero andante no estará completo ni lo será de veras. Pero ¿quién duda que el autor pudo haber organizado las cosas de otra manera, sobre todo de una manera más seria, y presentar a un don Alonso Quijano enamorado «verdaderamente» de una hermosa y recoleta señora inaccesible, que por razones privadas y conmovedoras (una diferencia de clase sería muy oportuna), trajese a mal traer a su enamorado desde años inmemoriales? Una situación así explicaría muchas cosas posteriores y las justificaría. Pero el autor, en este caso, obra sin el menor entusiasmo, aunque con asombrosa lógica artística. La realidad de Aldonza Lorenzo está todavía por debajo de la de Rocinante. Este es, dentro de la novela, un ser visible y tangible, que mantiene con su amo, a lo largo de toda la narración, las relaciones normales de un caballo con su caballero, y como él, en cuanto caballo, es de los malos, las relaciones lo son también a veces, como cuando se deja derribar en la playa de Barcelona. Pero, a Aldonza Lorenzo no se la ve jamás, y cabe sospechar pura y simplemente que no existe, y así se creería sin el testimonio de Sancho Panza. Sí, no conviene dejarse llevar por los impulsos impremeditados: Aldonza Lorenzo es una realidad lejana, una referencia. Alonso Quijano la amó —¿la amó?, ¿no fue solo un encandilamiento pasajero?—, desde lejos, alguna vez, probablemente en su juventud, pero no con tanta intensidad que le moviese a dar los pasos razonables para casarse con ella. Ahora, ha pasado tiempo. Si él tiene cincuenta años, cerca andarán los de ella. Al comenzar la acción de la novela, es legítimo imaginarla como una especie de virago, bigotuda y atlética, amén de solterona, que ha desfogado sus ímpetus maternales en las faenas agrícolas que con tanta maña y con tanta satisfacción de su padre lleva a cabo, aunque, a este respecto, no coincidan la información de Sancho con la de don Quijote: según éste, sus padres la tienen bien recatada; según aquél, es moza de eras y campanarios. La verdad la dice Sancho, sin duda. Al tiempo que don Quijote le cambia el nombre, lo más probable es que lleve ella sola la hacienda paterna, y que la lleve con la energía de un gañán. Cuando Sancho habla de ella y miente una fingida visita, al describirla le hace un favor: la Aldonza real seguramente está más cerca de la labradora oliente a ajos en que Sancho (segunda parte) la metamorfosea con la oportuna colaboración de los encantadores. Aparte las fantasías, la verdadera Aldonza Lorenzo no puede ser —póngase por caso— la de Gastón Baty, ni nada parecida. Y lo más probable es que don Quijote lo sepa o lo sospeche, y que no le importe. (Creer que don Quijote ama a Dulcinea es una de las mayores falsedades interpretativas a que su historia dio lugar. Son ganas de negar lo evidente, de olvidar el proceso de invención de Dulcinea y lo que a su respecto, en un momento de sinceridad, don Quijote dice. Ahora se comentará).

Admitido que cada lector puede leer los libros como le venga en gana, cualquier lectura correcta debe atenerse a ciertos datos objetivos. Hacer de Dulcinea «el ideal amoroso», o convertirla en símbolo de lo que sea, es como tocar el violín con una cuerda sola. Aunque sea anticipar las posteriores conclusiones, se afirma aquí que Dulcinea no es más que una «función» y un «pretexto», ambos en relación con don Quijote.

«… se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma (…). Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata dello. (…) a ésta le pareció bien darle el título de señora de sus pensamientos…».

Esto es todo lo que cuenta el narrador, y no existen razones para dudar de su veracidad, puesto que la conducta ulterior del personaje lo corrobora. Y de este cuento, interpretado objetiva y llanamente, sólo se deduce: a) que necesitaba una dama como tercer término de su caballería; b) que la inventó como se había inventado a sí mismo, y c) que esta invención, como todas las suyas, «tenía una base real». La conversión de Aldonza en Dulcinea obedece a este razonamiento hipotético: «si necesito una dama de quien enamorarme, aquí tengo el recuerdo de Aldonza Lorenzo, la hija de Lorenzo Corchuelo, que me gustó hace veinticinco o treinta años. De ésta será de quien “me finja” enamorado». ¿De ésta, exactamente, o del fantasma que monta encima del recuerdo, fantasma cuya naturaleza imaginaria conoce?

Pero este esquema simplicísimo, que, para los fines del caballero basta (se trata, ni más ni menos, de un término de referencia, de un nombre en quien pensar, de un objeto verbal de su pensamiento, y asimismo de otro nombre —el mismo— a quien remitir los hipotéticos agradecidos y vencidos: de momento, nada más. Aunque, más adelante, haga de ella una «pieza» en el sistema de burlas con Sancho Panza); este esquema, pues, se ve en tela de juicio algunas veces, y, otras, su autor en trance de completarlo, de hacerlo más concreto y real. Hay dos ocasiones —la una, pública; la otra con Sancho, en privado— en que don Quijote saca chispas de su ingenio para explicar quién es Dulcinea, en caso de que sea alguien. La primera sobreviene casi como un susto (primera parte, capítulo XII). Le llega el aprieto de la parte de Vivaldo, cuando éste pregunta al caballero por el nombre y condición de su dama, así como por su belleza. Maravilla cómo don Quijote escamotea la respuesta esencial, después de haberse andado por las ramas un buen rato (y a esa parte de sus palabras se les ha sacado abundante punta sociológica), y pone, en su lugar, todos los tópicos descriptivos de la literatura de su tiempo, verso o prosa; pero, al hacerlo, y ése es su propósito, «desrrealiza» a la supuesta amada de tal suerte que, de poder hacerla real, sería un monstruo: cabellos de oro, frente como los Campos Elíseos, las cejas arcos del cielo, los ojos soles, las mejillas rosas, los labios corales, perlas los dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve. ¿Cómo Dalí, al ilustrar el Quijote, no retrató a Dulcinea según esta descripción? En la cual hay quien se empecina en ver una «idealización», cuando no pasa de truco y evasiva. Porque «idealizar» es «abstraer», es el resultado de una abstracción; pero todos los elementos que componen este retrato «ideal» de Dulcinea son concretos y materiales: son, claro está, sustituyentes de varias metáforas yuxtapuestas; pero sabemos que nada hay tan desrrealizador como la metáfora. (Don Quijote no dice «son cómo», sino «son»; no compara, metaforiza). ¿Por qué no hace la verdadera descripción de Aldonza-Dulcinea, aunque sea de la Aldonza atractiva que él conoció en su juventud? Pura y simplemente porque «no le sirve», porque él no juega con realidades, sino con palabras. De todo lo cual se halla la clave unos capítulos más adelante, en el XXV de la misma parte. Ocasionalmente se le escapa a don Quijote la verdadera filiación civil de Dulcinea ante Sancho testigo; y por el nombre de los padres colige el escudero quién sea la dama, a la que, hasta entonces, había tenido por princesa. A Sancho, tan realista, la realidad le deja turulato, y no es para menos; pero en su estupor, además de sorpresa, hay un ingrediente de satisfacción porque las cosas desciendan del Empíreo a que don Quijote acostumbra a elevarlas. En este terreno, Sancho pisa firme pero también don Quijote, aunque parezca mentira. El diálogo es delicioso, de pillo a pillo, y, por parte de don Quijote, enormemente explícito, como que tiene todo el valor de una clave desvelada, o, si se prefiere, de una revelación.

«Así que, Sancho, por (para) lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale (Aldonza) como la más alta princesa de la tierra. Si, que no todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen (…) No por cierto, sino que las más se las fingen para dar sujeto a sus versos, y porque les tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo. Y, así, bástame a mi pensar que la buena de Aldonza Lorenzo es buena y honesta; y, en lo del linaje (materia sobre la que también le había interrogado Vivaldo), importa poco, que no han de hacer información del para darle un hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo (…) Y, para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, y pintóla en mi imaginación como la deseo…»[25].

Párrafo clave que nunca será ociosamente analizado e interpretado. Vale la pena entretenerse en señalar equivalencias y proponer sustituciones: «yo me la finjo para dar objeto a mis amores». Añádase el refuerzo aportado por la expresión «me hago cuenta de», por la pareja verbal imaginación-imagino, del mismo orden semántico, por el verbo en primera persona «pintóla», y, finalmente, por el sustantivo «deseo», del orden de la voluntad, no de la realidad. No sería imposible que este pasaje del Quijote implicase una diversión a costa de las costumbres poéticas del tiempo, e, incluso, de algún poeta concreto que el autor pudo haber conocido, si no en persona, al menos en fama y hechos. Lo que don Quijote dice, ¿no podría ponerse en boca, valga por caso, de don Fernando de Herrera? ¿No fue para él la condesa de Gelves, a pesar de su existencia indudable, de sus indudables atractivos, lo que Dulcinea para don Quijote: «un mero pretexto»? En el contexto narrativo, la condición ontológica de Dulcinea (menos aún que mero fantasma: mera palabra), es lo que tenía que ser «dado lo que don Quijote es y lo que hace»: fuese ella amor real del caballero, y la calidad de la novela hubiera caído a un nivel bastante grosero de vulgaridad. Pero, «fuera del texto», no es ilícito interpretar el segmento como ironía a costa, no ya de ciertos poetas y de ciertas poesías, sino de toda una concepción del amor con raíces en la trovadoresca y dicen también que en el catarismo.

Lo dicho permite descartar, no la realidad remota de Aldonza, sino la de Dulcinea como objeto «ideal» de amor, y, sobre todo, la de un sentimiento real experimentado por don Quijote hacia ella. Don Quijote siente afecto, de verdad, por Sancho Panza y por Rocinante, no por Dulcinea, que es, como bien claro dice, idéntica al pretexto de los poetas, y, el amor declarado mera retórica, como el de los poetas mismos. Cosa que no conviene olvidar, cosa que conviene tener presente en momentos capitales de la narración, ante los cuales no es lícito endilgar una serie inacabable de «porqués» sin más respuesta posible que una: «es un juego». Así, por ejemplo, la parte de la novela que transcurre en Sierra Morena, con la famosa carta y la comisión o recado de Sancho. Supóngase que la comisión no hubiera fracasado: ¿qué le habría ocurrido a Sancho de presentarse ante la Aldonza real, aunque transmutada ya en nombre y condición? Ni más ni menos, o algo, muy semejante a lo que Sancho miente. Y, si lo que Sancho dice fuera verdad, ¿«no sería idéntica» la conducta de don Quijote, aunque sólo hasta el punto en que trata de la mentira? Toda la gracia del encantamiento de Dulcinea en la segunda parte, ¿no tiene como base la conciencia de don Quijote de que Sancho le engaña?

Todavía es posible proponer para Dulcinea una nueva misión: la de servir a don Quijote de pretexto para rechazar a las mujeres que, según él piensa, se le ofrecen: por lo pronto, Altisidora y Maritornes. Hay dos cosas en las que no cabe fantasía, y ambas las evita don Quijote por miedo de que su tremenda, innegable realidad le arrastre y dé al traste con su ficción: una, la del dinero: cuando se ve obligado a llevarlo, lo entrega a Sancho, y allá él, porque el caballero no quiere saber nada de esas cosas. La segunda es el amor (o el sexo, da igual). Sea quien fuere Maritornes, yacer con ella hubiera sido «una realidad» contra la que don Quijote va bien apercibido: abundantes pasajes caballerescos donde el esquema oferta–repulsa–mención de la fidelidad a la dama se repite, lo abonan; en cuanto a Altisidora, aunque no llegue tan cerca de la cama de don Quijote, al menos en situación de ofrecimiento, el esquema es el mismo.

No faltará quien se sienta tentado, o inclinado, a aplicar a este aspecto de la conducta de don Quijote un tratamiento piscoanalítico más o menos freudiano. Aparte de que, en ese caso, la función de Dulcinea sería la misma, actuar de pretexto, no se ve en qué pueda apoyarse semejante interpretación sin dar al traste con la novela. Las causas de la repulsa de don Quijote, según lo que se deduce del texto, están bien claras: huye de toda realidad que pueda comprometer su ficción, como se dijo, y no hay vueltas que darle. A don Quijote no le interesa el sexo pura y simplemente porque el autor no le pareció oportuno que le interesase: es una decisión del creador, que lo hizo así. Ante un hombre real, cabrían conjeturas; ante un personaje de ficción, no queda otro remedio que tomarlo como lo dan. Tal clase de interpretaciones, en el caso del Quijote, hay que entenderlas como rigurosa broma.