La muerte de Alonso Quijano, el Bueno
El último gran momento del papel de don Quijote es aquel cuyas consecuencias —palabra de caballero le compromete— le obligan a suspender la acción (la representación), aunque no a renunciar a la ficción y al nombre. Penosa es su fortuna, de que nadie le entienda, exceptuado Sancho. ¿Qué le va ni le viene al bachiller Sansón Carrasco que don Quijote juegue o deje de jugar? ¿Es tan escasa su sensibilidad, que no le conmueve, que no le admira, que no le lleva al arrepentimiento la capacidad dramática del caballero, su improvisación de las palabras justas en el momento justo, con una comprensión lúcida de las situaciones? Su limitada fortuna le ha dado en compensación, sin embargo, un jugador incansable, un jugador que no le falla ni aun cuando las bazas están en la mano enemiga, y que, abandonado el tresillo, acepta la propuesta de empezar una partida de brisca. No es poco.
Camino de su casa, de la inactividad, don Quijote puede hacer el balance de su pasado inmediato. No lo hace, pero nadie impide hacerlo por su cuenta. Ha conseguido lo que se proponía, ser personaje de novela. Lo ha conseguido doblemente. Ha conseguido que nadie le haya obligado a confesar y reconocer que él no es don Quijote, y que el mundo que él ha creado no es el mundo que él ha creado; todo esto va implícito, y a medias explícito, en su respuesta al de la Blanca Luna: la afirmación de su mayor ficción, Dulcinea, es tajante. ¿En qué ha perdido, pues? En el juego, porque lo han echado de él. Le han ganado con su propia baraja, pero no limpiamente, porque estas cartas se las habían marcado antes. El bachiller Sansón Carrasco simula jugar, pero no lo hace, o lo hace como fullero, y don Quijote, cuando lo ve delante, enmascarado de lo que no podía ser jamás, lo sabe o lo presiente. La aventura desventurada con el Caballero de la Blanca Luna, a pesar de su equivalencia al enjaulamiento, recibe un tratamiento distinto: es «más dramática», y, en sus trámites, desaparece cualquier rastro de bufonada. De pronto, también, «se ha desvanecido el juego del narrador», que si subsiste en su función sólo actúa en escasos momentos, como en la continuación de los azotes de Sancho. Su presencia al final de la historia es pura inercia.
Don Quijote y Sancho, sí, prolongan el juego a solas, e incluso piensan en otro; pero se habla al respecto de un ingrediente inesperado e inevitable, la melancolía, ingrediente material y no formal, causa de un efecto previsto: la muerte del personaje. Interpretado, pues, en su naturaleza, puede ser nacido de la conciencia que don Quijote tiene, no de su derrota como caballero andante, sino como buen y limpio jugador, de la suciedad de los demás. Su experiencia, a este respecto, es decepcionante: si alguien acepta el envite, es para burlarse.
De la melancolía viene la muerte, según la historia, y en la muerte hay un momento de difícil lección, aquel en que el caballero renuncia a sí mismo, desolador en apariencia:
«… ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron el nombre de Bueno».
Después, la segunda renuncia, consecuencia de la primera: a los libros de caballerías.
No obstante, la desolación del momento es sólo aparente. ¿Qué dice el personaje? Que «ya» no es don Quijote y que vuelve a ser Alonso Quijano. «Que ya no lo es»; pero ese adverbio tan oportuna y estratégicamente colocado —al principio de la oración, para mayor energía— «no niega haberlo sido», sino afirma que ha dejado de serlo. Lo terrible hubiera sido decir: «nunca he sido don Quijote», porque valdría tanto como la negación de la obra por su autor, de don Quijote por Alonso Quijano: hacer él mismo aquello que nadie osó, salvo el capellán de los duques; pero —lógicamente— es lo que hubiera dicho de ser loco y de recobrar el seso por obra de unos sudores, algo así como «creí serlo, y ahora reconozco que nunca lo fui». Pero lo que dice no es más que la operación contraria a lo dicho y hecho al principio de la novela, separar lo que ha juntado, el hombre y el personaje, porque la situación lo exige. El personaje, «que ya anda en las historias», no puede morir. Lo que hace, pues, Alonso Quijano, es dejarlo a un lado, «quitárselo», pura y simplemente, porque viniéndole como le viene la muerte de dentro, el negocio planteado, el de la muerte personal, nada tiene que ver con don Quijote. Don Quijote hubiera muerto en las garras del león o en cualquier otra posible ocasión granjeada con su nombre y con su obra; pero esta otra clase de muerte que adviene, esta muerte que no es la consecuencia de una hazaña, ni siquiera de la malevolencia de los encantadores, muerte de un hombre y no de un personaje, atañe sólo a quien la engendra, a quien la lleva en el cuerpo y en el alma, a quien la padece. Alonso Quijano distingue con claridad; por eso dice que «ya no es» don Quijote y que se muere. Don Quijote es lo que ha volado de los nidos de antaño. El nido es el propio Quijano, que se ha quedado vacío por su voluntad, para morir sencillamente. El pájaro —don Quijote— seguirá volando.
Lo demás, la condena de los libros de caballerías, aunque bien pudiera entenderse como concesión a la moralidad, se puede asimismo interpretar «desde» el cristianismo de Quijano, que al ver la muerte encima la afronta con toda su personalidad moral y espiritual, hecha por el cristianismo. La creación de don Quijote, sus aventuras y desventuras, son un negocio estrictamente temporal, secular, histórico, sin nada que ver con la eternidad ni con la salvación. Ser personaje literario puede ser un modo secular de eternización: por secular, relativo. Pero, también por secular, sin valor para la otra salvación. Renuncia, con ella, a todo lo que la favoreció y provocó. Nunca se sabrá si Quijano se desprendió de don Quijote alegre o tristemente; depende de los gustos. La melancolía encerrada en «los nidos de antaño», la melancolía del acabóse, invita a pensar en la tristeza, y la situación de la frase, como respuesta a una invitación de Sancho a seguir el juego, lo autoriza. El hecho que importa destacar es que si la muerte no es juego, don Quijote lo es, y a la muerte hay que ir «desnudo como los hijos de la mar». El juego acabó, pues, antes que la vida. El otro, el del narrador, renace ahora, porque tiene una cuestión pendiente con un tal Avellaneda, mal jugador también, y quiere dejarla zanjada. Es harina de otro costal, y ya no interesa tanto.
En «La Romana», La Ramallosa, a veintitrés de enero, 1974.