Examen somero, 3: ¿Quién cuenta el «Quijote»? La ficción del narrador
El problema del narrador —¿quién cuenta ésta, ésa o la otra novela?—, ha encontrado tal audiencia en la crítica moderna, desde su proposición en 1884 (The Art of Fiction, Londres, fecha citada), por Henry James, y es tal el número de subproblemas implicados en él que, sin exageración, puede afirmarse ni más ni menos que su mera enunciación ha trastrocado los estudios clásicos sobre el arte narrativo y sirve de base a su planteamiento moderno. No se considera oportuno insertar aquí ni siquiera un resumen del «estado de la cuestión» por ser ampliamente conocida[8], aunque sí parezca conveniente reducirla a fórmula en términos aceptables: en toda narración, excepto en los casos en que el modo de elocución explicita lo contrario (autobiografías, memorias, cierta clase de reportajes), el autor y el narrador no coinciden. O sea, que el narrador más o menos visible (ya que hay grados) de cualquier relato, figura entre los artificios en que éste se apoya y lo hacen artísticamente posible.
Se intenta dar respuesta en este apartado a la cuestión planteada en su epígrafe: «¿Quién cuenta el Quijote?», no por seguir la moda, ni siquiera por aplicar un método que, radicalmente, lo exija, sino por creer que, moda o método, el resultado permitirá descubrir la estructura primaria del Quijote, aquella que lo engendró como tal novela, ya que si bien la misma historia pudiera haberse contado de otro modo, la novela resultante sería distinta. Una novela no es tanto lo que se cuenta como el modo de estar contado; y, en éste, referido al Quijote, el narrador es la pieza primordial.
¿Quién cuenta el Quijote? ¿Su autor? A primera vista, así parece; pero quizás sólo sea a primera vista. Existe, por lo pronto, una razón muy visible, aunque de orden material y externo: Miguel de Cervantes se declara repetidas veces único autor de la novela, y lo hace en los prólogos que él mismo puso a las dos partes en que dividió la obra. El narrador, en cambio, dice haberla tomado, en parte, de ciertos documentos, y, más adelante, de un manuscrito arábigo: nuevo caso del ya entonces tradicional artificio del «manuscrito hallado», aunque con la variante, muy importante técnicamente, de que el narrador no lo transcribe, sino que lo cuenta, lo cual complica la cuestión con la existencia, igualmente ficticia, de otro narrador, segundo o tercero, según se mire, que tiene nombre propio dentro de la novela —Cide Hamete Benengeli—, pero que en el texto no actúa sino como término de referencia. La fórmula de incorporación habitual del «manuscrito hallado» al relato, será ésta: «Cuenta Cide Hamete Benengeli…». ¿Tiene este narrador «primero», dentro de la novela, otra función que la de mero relatante de segundo grado, o le cumple alguna otra? Porque su función puede llevarse a cabo de alguna de las siguientes maneras: a) el relato objetivo de lo leído en las fuentes, siguiendo el mismo orden y limitándose a sintetizar los hechos cuando en el original se narran por lo menudo (sin esta síntesis, por mínima que sea, no sería relato de lo leído, sino su transcripción literal); b) relato en el que se ha introducido alguna modificación, bien en el orden de los hechos, bien de elección de unos y supresión de otros. En este último caso, la elección, con la selección subsiguiente, implica ya un criterio subjetivo; y, c) intervención del narrador como juez de los hechos que narra, punto este en que se manifiesta la posición de extrema subjetividad.
En la primera línea del capítulo primero aparece alguien que habla en primera persona del presente de indicativo: «no quiero acordarme». La frase carece de pronombre personal explícito de primera persona; aunque vaya implícito en la desinencia verbal y se refuerce con los pronombres reflexivos; no así en su versión a lenguas que no comparten la propiedad común al latín, al castellano y al griego de poder callárselo. Así, por ejemplo, las francesas e inglesas, donde se dice «je» y «I». Esta primera persona, reiterada a lo largo de todo el libro, aunque adopte a veces otras formas gramaticales dice que el narrador no se esconde, sino que se manifiesta, y más adelante se verá que lo hace de manera activa y singular. Esta presencia del narrador no es nueva en la literatura (no era nueva a principios del siglo XVII); antes bien, obedece a una tradición retórica tan antigua como la misma épica occidental, como que se inaugura con un «Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles», y se continúa con un «Canto las armas y el varón ilustre…» Ariosto, de cuyo poema se hacen en el Quijote abundantes menciones e incluso alusiones, no vacila en acudir al mismo procedimiento, y en el ámbito de las letras españolas, si se estudia esa provincia de la narrativa constituida por los libros de caballerías, el procedimiento es usual. Sin ir más lejos, la novela catalana Curial y Güelfa comienza de modo muy semejante al Quijote:
«Hace ya mucho tiempo, según yo he leído, vivía en Cataluña…» (Curial y Güelfa).
«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo, vivía un hidalgo»… (Quijote).
Si este narrador no hiciera otra cosa que repetir un ardid tradicional, su consideración estaría de más. Su conducta, sin embargo, sorprende e interesa, porque con harta frecuencia abandona los trámites convencionales e interviene en el relato de manera original y, en ciertos pasajes, sospechosa. Uno de sus modos constantes y característicos de participación surge en el segundo párrafo de la novela, cuando dice: «… y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto…». ¿La primera minucia? En todo caso, significativa, porque la palabra «desatino» inaugura la serie de las dotadas de fuerte connotación moral. Con «curiosidad», el narrador designa un hecho; con «desatino», lo juzga. No tendría importancia si sólo fuera una vez, pero, sin salir del primer capítulo, se advierte que los juicios se reiteran, se sistematizan. Y así se mantiene hasta el fin de la novela. Y los juicios se refieren, principal y sistemáticamente, a los protagonistas; a su modo de ser y a su conducta.
¿Es, pues, el caso de un novelista tan primitivo que todavía no ha descubierto ese precepto máximo que obliga a no definir? ¿Será porque su manera inicial de elocución es el «relato», la «referencia», donde la exigencia de indefinición no es tan rígida? Ortega y Gasset no es un autor que se cite mucho ahora. En sus Ideas sobre la novela, todo un apartado se titula así: «No definir», y lo fundamental de sus razones son que lo definido (como lo relatado) no está presente, sino ausente, y la novela es ante todo «presencia». Se trata, pues, de un narrador que «relata, refiere» y, al parecer, hurta la mínima presencia necesaria de sus materiales: es la conclusión que se saca de la lectura del primer capítulo. Pero, como más adelante «no lo hace así», habrá que volver sobre estas afirmaciones, no para rectificarlas (pues es obvio que narra y define), sino para darles otro sentido y también para completarlas. Otro texto del mismo Ortega y del mismo libro, referente a Dostoyewski, dejará las cosas en su lugar verdadero. Helo aquí:
«Quien no mire atentamente, creerá que el autor (Dostoyewski) define cada uno de sus personajes. En efecto, casi siempre que va a presentar alguno, comienza por referirnos, brevemente, su biografía en forma tal, que nos parece poseer, desde luego, una definición suficiente de su índole y facultades. Pero apenas comienza el sujeto a actuar —es decir, a conversar y a ejecutar acciones—, nos sentimos despistados. El personaje no se comporta según la figura que aquella presunta definición nos prometía. A la primera imagen conceptual que de él se nos dio, sucede una segunda donde le vemos directamente vivir, que no es ya definida por el autor y que discrepa notablemente de aquélla»[9].
Es indudable que, dentro ya de la novela, se ve a los personajes del Quijote conversar y actuar, pero no lo es que la opinión difiera de la del narrador. Al menos de momento, ¿es, pues, ociosa la cita de Ortega? No, sino solo aparentemente prematura.
El comportamiento técnico de éste que habla en primera persona no es uniforme, pero no por eso deja de ser sistemático. Durante esos primeros seis capítulos a los que se ha llamado y se seguirá llamando el Protoquijote, usa la «referencia» en proporción preponderante sobre la «presencia». A partir del capítulo VII, y con algunas excepciones exigidas por la naturaleza de lo narrado, la proporción se invierte en favor de la «presencia», y hay paquetes de páginas en las que el yo del narrador no comparece gramaticalmente e incluso en que está inactivo como tal «yo», sobre todo como yo juzgante. No son, sin embargo, muchas estas páginas privilegiadas, hasta el punto de que ciertos comentaristas lo tachan de impertinente.
Ya se ha dicho cómo la doble condición del narrador se mantiene hasta el final: narra y juzga; pero de lo insinuado en el párrafo anterior se deduce que el modo de relatar es doble: el propiamente «narrativo» y el que ya no lo es, el que consiste en «presentar» los hechos y los personajes. Si en vez de «narrar» se usa «referir» en su exacto sentido etimológico, quedará más clara aún la distinción entre «referencia» y «presencia». El narrador, pues, unas veces refiere y otras presenta. Fuera de los seis primeros capítulos, la referencia se usa para los impasses narrativos y, a veces, para despachar sin que se advierta algo sobre lo que no quiere llamar ni retener la atención. (Es una argucia, pero acudir a ellas es un modo de comportamiento técnico en el que incurre con frecuencia el narrador[10]. Se verá más adelante).
Se puede ya, pues, reducir a esquema las clases de texto que el narrador ofrece; es una tricotomía tan verdadera como básica
REFERENCIAS – JUICIOS – PRESENCIAS
Interpretadas de otro modo, podría simplificarse el esquema si se adjudica la condición de «informativa» a la primera y a la tercera, y de «valorativa» a la segunda. De lo que se puede inferir que el narrador, a pesar de sus argucias, es bastante honesto, pues si bien no ahorra su opinión, ofrece material suficiente para que el lector opine por cuenta propia y acaso en discrepancia con él. ¿Y no lo habrá hecho así precisamente para eso, para que salte la discrepancia? De ser así, la anterior cita de Ortega le convendría cabalmente, y éste es el momento de recordarla anticipando la convicción de que esta manipulación de «referencias», así como ciertos escamoteos que se señalarán, son los principales instrumentos del juego del narrador. El cual se desarrolla paralelamente al de don Quijote, pues si hay algo que al primero necesita «ocultar», hay asimismo algo que el segundo se niega a «reconocer». Nos hallamos con un juego dentro de otro, que más adelante permitirá arriesgar una nueva definición del Quijote.
Conviene ahora entretenerse en un análisis breve de los elementos valorativos, de los que van garantizados y firmados por el «yo» del narrador. Uno de los modos de conducta que más sorprende es su insistencia en llamar «verídica» a la historia que cuenta: «verídica», «verdadera», «puntual», y otros adjetivos que apuntan a lo mismo. Es, sin embargo, evidente que se trata, de cabo a rabo, de una ficción novelesca, no siempre verosímil, a veces fantástica, y si se atiende a la totalidad del texto, pasajes hay donde el mismo narrador, al poner de relieve sus mejores cualidades, lo reconoce. La afirmación, pues, de que la historia es verdadera, hay que tomarla como ironía del narrador, quien bromea[11] a su gusto siempre que tiene ocasión y aunque no venga a cuento, hasta el punto de que se debería subrayar la broma como estructura menor, secundaria, aunque constante, de la novela. La ironía de la veracidad queda expresa en el capítulo VIII, cuando el narrador se disculpa por habérsele acabado los materiales y habla —primera vez— de un segundo autor, y de los papeles que deberían hallarse en los archivos y escritorios de los poco curiosos ingenios de la Mancha, que en tal menesterosidad le dejan. Cuestión que despacha en el capítulo IX al relatar el hallazgo del manuscrito arábigo de que ya se hizo mención, en que se contiene, no sólo el resto de la aventura suspensa, sino la totalidad de la historia. De todo lo cual se concluye: a), que los ocho primeros capítulos son «cuento de un cuento» contenido en ciertos documentos de situación desparramada; b), que lo son igualmente los restantes del libro, si bien el autor de estos últimos materiales es, en cierto modo, conocido, o no carece, al menos, de nombre. Como en muchas otras novelas anteriores y posteriores, el narrador no se presenta como testigo de los hechos, menos aún como participante en ellos (lo cual le diferencia del autor de La lozana andaluza), sino como relator de un cuento ajeno, es decir, como intérprete en segundo grado, que, además, queda en la situación excepcional de quien posee la visión de conjunto que le permite, no sólo «anticipar» algunos hechos, sino «manipular» a su gusto o según su arte (o ambas cosas) los materiales de la narración. Su omnisciencia resulta, pues, tan justificada como la del juez que conoce el caso por los autos. El narrador sabe lo que ha leído, ni más ni menos; pero, como ya se ha indicado, no traduce el texto ajeno, sino que lo cuenta. Con lo cual se hace «dueño de la historia». Situación que se debe calificar de excepcionalmente privilegiada.
Se trata de una ficción, no hay duda: una ficción dentro de otra, etc. Y no ocasional, para salir del paso de una posible y momentánea falta de imaginación, sino sistemática, ya que la referencia al texto de Cide Hamete será mantenida hasta el final mismo de la novela.
¿Es esta visión de conjunto lo que le permite juzgar? Y si juzga, ¿por qué expresa reiteradamente su juicio, sobre todo si se piensa que los contenidos definitorios y valorativos del mismo podrían expresarse en una frase no muy larga y de una vez para siempre? Aquí, su técnica se aparta de la que Ortega atribuye a Dostoyewski, ya que éste, una vez presentado y juzgado el personaje, lo abandona a la opinión del lector, en tanto que el narrador del Quijote insiste, machaconamente, hasta el punto de hacer pensar —y desesperar— que está en la novela sólo para eso.
Prescindiendo de que tal procedimiento sea defectuoso y de que así se haya estimado, quizá el examen de estos juicios, sistematizado, permita ver algo más claro. En la primera parte, se encuentran dos palabras clave: la de «loco», aplicada a Don Quijote, y la de «majadero» o «bobo», aplicada a Sancho Panza. No son, bien entendido, monopolio del narrador, sino que otros personajes de la fábula las usan, e incluso hay ocasiones en que Sancho piensa de don Quijote que está «loco», y en que don Quijote piensa de Sancho que es un «majadero». «Loco» y «majadero» constituyen, en la primera parte, los dos puntos de cohesión que dan unidad a los elementos de las figuras de los dos protagonistas en tanto en cuanto son vistas por los demás y, por supuesto, por el narrador. Son dos juicios que expresan el «sentir común», son «de sentido común». La imagen que el cura, el barbero, el ama, la sobrina y cierto número de personajes hallados a lo largo del camino tienen de don Quijote, es la de un «loco», y, de Sancho, la de un «bobo». ¿La propuesta «real» del narrador es la de entretener, la de interesar, la de apasionar con las aventuras de un loco y de un bobo? Así resulta a primera vista, aunque las cosas, examinadas con más atención, no parezcan tan simples. Pero no hay vuelta de hoja: los juicios morales del narrador coinciden con los de todo el mundo, y en ese «todo el mundo» se incluye buena parte de los lectores.
(Permítase un paréntesis: cuando el novelista Stevenson, cuando el pintor Gauguin abandonaron su situación en las respectivas sociedades, incapaces de soportar un minuto más las reglas del grupo a que pertenecían, ¿no habrán dicho los miembros de su entourage que estaban locos? Los sociólogos y los psicólogos han tipificado ya, y acordado denominación, a este acontecimiento, más frecuente de lo que parece, sobre todo en sociedades muy estrictas y sólidamente asentadas en unas reglas que constituyen su fuerza. Los ingleses le llaman déviance y los franceses han dejado la palabra casi como está, pues se han limitado a añadirle un acento. Jacques Dubois, autor de un artículo sobre «Simenon et le déviance», Litterature, núm. I, febrero de 1971, París, Larousse, hubiera quizás podido tratar igualmente de «Don Alonso Quijano et la déviance»).
El sistema «tonto-bobo» se mantiene también en la segunda parte, pero sustancialmente modificado. No son ya dos adjetivos, sino cuatro, agrupados en parejas: «loco-cuerdo y tonto-discreto». Cada una de ellas encierra una contradicción, de tal manera que cada adjetivo devora al otro, lo destruye y es destruido por él. Sin embargo, el narrador no los usa para que los lectores se queden con un montón de residuos en las manos, sino porque piensa que con ellos designa mejor y más apropiadamente la realidad de los personajes según su punto de vista. Con lo cual la contradicción de las palabras se traspasa a quienes son a la vez loco-cuerdo y tonto-discreto. (Debe, sin embargo, quedar constancia clara de que esta contradicción es aparente, ya que lo que parece querer designar el narrador es una «alternancia» de situaciones: alguien que actúa, a veces, como loco y, a veces, como cuerdo; y otro alguien que actúa, a veces como bobo, y, a veces, como discreto. A esta interpretación tienden quienes aceptan de antemano la locura patológica, la insania, del personaje, autorizados por la ciencia que les dice que ciertos locos atraviesan momentos lúcidos, etc. Esta cómoda explicación deja, sin embargo, una grave cuestión pendiente: ¿por qué Alonso Quijano, en sus momentos de cordura «asume» la personalidad de don Quijote y sigue comportándose como tal? Pues la única rectificación es inmediatamente anterior a su muerte y no es, propiamente hablando, una rectificación, sino que se aproxima más bien a un acto de arrepentimiento). Lo mismo que en la primera parte, la opinión del narrador así expresada coincide con la de otros personajes y la de los mismos protagonistas, en cuanto cada uno de estos juzga al otro como se dijo, pero no siempre, no de manera definitiva y tajante, sino con alternativas, vacilaciones y rectificaciones. ¿Resulta que en la segunda parte hay una nueva realidad, o resulta simplemente que ya la había, pero que no había sido suficientemente atendida —o subrayada— por el narrador? A esta pregunta sólo podrá responderse cuando se hayan analizado los elementos informativo-objetivos que el mismo narrador proporciona, mezclados, emulsionados a los otros, a los valorativo-subjetivos. Porque evidentemente ambos sistemas, si son reales, no son aparentes. El autor de La lozana andaluza tiene buen cuidado de que se distingan, incluso tipográficamente, la «referencia» y la «presencia», combinando su narración con el diálogo teatral y la acotación, que permiten ver cómo actúan los personajes y cómo lo hace el «autor». Reténgase de lo dicho la realidad de un «sistema subjetivo» que proporciona una imagen moral y mental de los protagonistas. Su situación y repetición en el interior del relato —la machaconería de que antes se habló— parece autorizar su interpretación como intento de subrayar las cualidades del personaje o del hecho que el narrador no quiere que se olviden. Y no, probablemente, porque crea que su punto de vista es el mejor y deba triunfar (no existen datos que permitan afirmarlo o negarlo), sino porque, para su fin, necesita que esta imagen subjetiva acompañe en la conciencia del lector a la otra, a la que libremente pudiera formarse. Es como si dispusiera de dos espejos, uno en cada mano, en ángulo recto el uno respecto del otro, y con cada uno de ellos lanzase sobre un tercer espejo —el lector— imágenes que se superponen, pero de las que todavía no se sabe si coinciden, si se completan, si se destruyen, o qué clase de relaciones entretienen. Pero, a estas alturas, de la segunda imagen se ignora todo. Para averiguar algo, urge examinar directamente las «figuras» o personajes de la narración. La primera de ellas, la del que le da nombre, el que se llamó a sí mismo don Quijote de la Mancha.
Conviene, sin embargo, hacerse antes cargo de una objeción posible, y darle, si le cumple, cabal respuesta. La objeción vendría de preguntarse si el sistema valorativo a que se ha hecho reiterada referencia le viene dado al narrador del texto de Cide Hamete y demás fuentes informativas, o si le pertenece con todo derecho.
Por el modo gramatical como los juicios están enunciados, parece justo cargarlos a la entera responsabilidad del narrador. En cualquier caso, al repetirlos sin reparo por su parte, al no someterlos a crítica, los haría suyos y le cabría en ellos la misma responsabilidad.