El juego de los antagonismos
No por fidelidad al vocabulario aristotélico, sino por el hábito de usarlo profesionalmente y la dificultad de sustituirlo por otro más moderno, se usa aquí «antagonista» frente a «oponente», del mismo modo que se viene diciendo «protagonista» y no «actante» o «actuante» o como quiera que haya que decir en castellano. La fidelidad al hábito no es, sin embargo, tanta que descarte toda posibilidad de decir «oponente» si alguna vez viene a la pluma, y no se tome por traición. Porque es lo cierto que el neologismo sirve, a veces, con más eficacia o, simplemente, resulta más oportuno. Por otra parte, «oponente» —aunque con otro significado— es voz bastante usual y no choca al oído, mientras que «actante» parece repelido por el espíritu de la lengua. En último término —y no está de más recordarlo—, como éste no es un trabajo científico, bien puede pasarse sin el imprescindible metalenguaje.
Resulta, pues, que don Quijote, por definición, sale de su casa para actuar contra alguien; de lo contrario, no iría armado. Las armas presuponen un contrario, alguien que se opone con violencia al propósito del que las lleva. No es, pues, por casualidad, por lo que don Quijote se ve enseguida rodeado de antagonistas: los que figuran en el conjunto de su invención, enemigos supuestos, los encantadores entre ellos y muy a lo vivo, y los que le depara la realidad en que se mete.
Va a hacerse aquí, acaso no muy en su lugar, pero quizá sí, un análisis somero de la realidad que aparece, como ingrediente capital, en la novela de don Quijote. La cual, como se sabe, no sólo es clasificada como «realista», sino que ha sido la fuente, la causa y el origen, ni más ni menos, del «realismo literario».
Se entiende por «realismo», no conforme a unas doctrinas, sino a la «práctica» de la literatura, aquel modo de escribir que no sólo toma sus materiales de la realidad, sino que «postula» como máxima razón de ser y, al mismo tiempo, como justificación, «el cotejo de lo escrito con la realidad misma», con el propósito de que el resultado de tal comparación sea positivo y pueda formularse diciendo que tal obra «coincide» con lo real. A este tenor, las estructuras mentales, sentimentales y sociales de los personajes, así como las del medio en que se desenvuelve su peripecia, deben ser representación o reproducción de lo real.
La definición comporta dos aspectos que conviene considerar por separado. El uno se refiere a los materiales; el otro, a la forma que se les da. Por lo que a los materiales respecta, es menester aclarar que la fórmula «tomados de la realidad» no es exacta ni exhaustiva, ya que, por una parte, existen varios órdenes de «lo real» descartados por el realismo y, por la otra, es indudable que no se ha dado el caso de ningún escritor de ninguna época cuyos materiales no fuesen tomados de la realidad, entendida ésta en su sentido lato. Hay pues, que corregir la fórmula y decir, por ejemplo, «materiales tomados de tales parcelas de la realidad»: aquellas (es un decir) que permiten el cotejo, o aquellas que aconseja determinada ideología.
¿Cómo es, pues, posible que con materiales «reales», la obra pueda «no ser realista»? La respuesta es, en cierto modo obvia: no se trata de materiales sólo, sino de «relaciones» entre ellos. El realista intenta que en su obra los materiales conserven, al menos al modo análogo, las mismas relaciones que en la realidad; el no realista inventa otra clase de relaciones, los organiza de otra manera. Así, todos los materiales de Alicia en el País de las maravillas proceden rigurosamente de la realidad, pero no están relacionados como en ella.
Hay otra clase de «realismo», sin el que el anterior se mantendría en el terreno de lo inane: es aquel que busca para sus figuras y hechos la «misma fuerza» que tiene la realidad; resultado de aplicación del principio de realidad suficiente, afecta por igual al realismo y al no realismo. Una obra, pues, por muy reales que sean sus materiales y lo que los relaciona, depende, para su efecto, pura y simplemente de las dotes artísticas del autor; pero estas dotes pueden hacer que una obra realista y otra no realista «parezcan igualmente reales».
Y, dicho esto, ya se puede volver al Quijote, donde uno de los antagonistas es la «realidad». ¿Autoriza esto a prolongar la afirmación añadiendo que es una novela realista? (Entiéndase aquí por «realidad» ésa, restringida, que usa el realismo, la que entra por los ojos).
Diríase que no. Ante todo porque el postulado cotejo falla: falla en la psicología del protagonista, que, si se admiten sin recorte previo todos los ingredientes que componen su figura, resulta perfectamente convencional, «artística». Fallan todos los elementos que responden a una exageración fácilmente visible: no hay hombre de cincuenta años, por grande que sea su robustez, que resista sin quebranto decisivo las palizas que don Quijote recibe, sólo comparables a las de un cristobita de retablo. Y fallan asimismo todas aquellas parcelas de la narración en que se describen como reales figuras y ambientes que no pasan de mera transposición literaria, como los episodios pastoriles. El número de convenciones cuya aceptación propone constantemente el autor, aparta la novela, como totalidad, del realismo.
Sin embargo, «la realidad está ahí». ¿Cómo y por qué? De una manera instrumental, exigida por la concepción misma del personaje, el cual, si no transita por ella, no será don Quijote, sino un caballero andante más. La realidad, en el Quijote, es un elemento funcional, pero también una condición sine qua non. Su presencia y actividad dentro de la obra no viene dada por un propósito primordial de representación, de coincidencia (aunque sea relativa), el cual, aunque mencionado (la novela se presenta como «historia» de máxima puntualidad), aunque invocado, es transgredido constantemente, sino por la necesidad de oponer a la voluntad transmutadora del personaje algo que le dé pie y al mismo tiempo la resista, algo que permanezca invariable ante la operación mágico-poética de la palabra. La operación eminentemente quijotesca es la transformación de lo real en escenario adecuado; pero si esta transformación se realizase de modo objetivo y verdadero, el complemento de la operación, el choque con lo real, no podría llevarse a cabo, y don Quijote no lo sería, sino Amadís. La necesidad de lo real, o mejor, de algo que funciona como tal en la novela, es inevitable, hasta el punto de que, en la novela misma, se dan como reales hechos, situaciones y figuras que no lo son. Los elementos irreales que en el Quijote pululan sólo descubren su irrealidad cuando, eximidos del sortilegio en que la novela envuelve, se analizan y cotejan, así los apaleamientos o las escenas pastoriles: porque su fuerza, su «realidad suficiente», es tal que, no siéndolo, causan la impresión de reales, de tomados de la realidad misma. Así, también, la inverosímil aventura de los leones.
Ahora, pues, se puede ya decir que, en el sistema de antagonismo, el primer puesto (aunque quizá no el que dé más juego) es la realidad. Primero, si no en el orden funcional, sí en el estructural, ya que, como se acaba de decir, viene exigido por la concepción misma del personaje. Pero, al mismo tiempo, el más abstracto de todos cuantos podemos concebir, ya que, como concepto de apabullante generalidad, la realidad no existe: existen cosas reales, y cada una de estas cosas tiene su nombre. Entonces, el antagonista de don Quijote no es la realidad, sino ciertos seres reales, ciertos hombres, o mejor, figuras, que en el texto aparecen como reales, que gozan en él del estatuto de lo real, y que son quienes, de verdad, se oponen, como antagonistas, al caballero. Es común a todos ellos la «repulsa» de la fantasía caballeresca que el protagonista les propone; pero ésta no es igual para todos, ni todos la manifiestan de la misma manera. Conviene distinguir «grados» y «matices».
Se pondría, en primer lugar, objetos «inanimados»: molinos, aceñas. En segundo, «animales»: rebaños de ovejas, yeguas, toros y cerdos, y, a veces, el propio Rocinante. Actúan como antagonistas por su propia inercia, por estar y ser donde están y lo que son. Es la acción del caballero la que, alguna vez, los trasmuda y hace oponentes; otras lo son de manera ocasional y transitoria.
Vienen luego las «personas», que tampoco actúan uniformemente. La necesidad de matización aquí se plantea al máximo. Porque no es igual la conducta de los yangüeses, de los pastores que le apedrean o de los mozos de mulas, si se compara con la del ventero, del cura y del barbero (o de Sansón Carrasco), de Sancho Panza o de Fernández de Avellaneda.
El primer grupo lo componen personas (personajes) elementales, cuyas reacciones violentas integran como factor causal la incomprensión de la persona a quien se oponen. La especial «irritación» de algunas respuestas, el «ensañamiento» de otras, se engendran en la sensación de absurdo causada por la presencia y actitud del caballero. Son personas que están por debajo de la comprensión significada por la palabra «loco», y no digamos por la de la realidad–apariencia «caballero». En una palabra, y como se dijo ya, ignoran la «clave» de los signos que tienen delante.
Esto, la comprensión de los signos, es lo que caracteriza al segundo grupo, donde también se pueden hacer subdivisiones, al menos si se atiende a las diferencias más gruesas: la «ironía» del ventero; la «amistad» que mueve al cura y al barbero en la primera parte, y al bachiller Sansón Carrasco en la segunda; la mezcla de «regocijo» y «piedad» común a otro grupo cuya acción se opone en mayor o menor medida al personaje: don Fernando, Dorotea, el Caballero del verde gabán, los duques…
Sancho Panza constituye por sí solo un caso especial, ya que en su comportamiento se mezclan por igual las funciones de «coadyuvante» y de «oponente». Coadyuvante desde su concepción misma, puesto que entra en la novela para dar la réplica al protagonista; coadyuvante también en todas las funciones que se derivan de su papel de criado y de amigo, ambas mantenidas hasta el final; pero «oponente», a) en cuanto su visión correcta de la realidad le lleva a desbaratar y rectificar constantemente las transformaciones de don Quijote («no son gigantes, son molinos; no son ejércitos, son ovejas, etc.») y b), en cuanto jugador tramposo, pues si bien es cierto que entra en el juego de don Quijote, lo es también que «lo engaña».
Por último, el licenciado Fernández de Avellaneda, a partir de un momento dado de la segunda parte, en cuanto ataca al ser mismo de don Quijote, cuya respuesta es: «yo no soy así, yo no soy ése».
La oposición, dentro de la novela, del sistema de los antagonistas, comporta también diferencias. Podrían dividirse en «ocasionales», los que aparecen, actúan y desaparecen, a lo largo del camino que el protagonista recorre; «presentes y continuas», categoría aplicable sólo a Sancho Panza a partir de su entrada en la novela, y a los imaginarios encantadores; latentes de aparición fugaz: el cura y el barbero en la primera parte, y el bachiller en la segunda.
En el gráfico incluido anteriormente, en la página 24 de este trabajo, las líneas de puntos indican con bastante claridad su modo de intervenir en la acción.
Hay una diferencia entre el modo de estar insertadas la del cura y el barbero y la del bachiller. Cuando don Quijote y Sancho hacen la «segunda salida», no se sabe ni se sospecha que los amigos del caballero hayan salido en su busca; cuando, por fin, aparecen, queda al descubierto una línea de tensión argumental ignorada del lector. Por otra parte, no desaparecen inmediatamente, sino que acompañan al personaje hasta el final.
Por el contrario, de lo hablado y sucedido en los seis primeros capítulos de la segunda parte, es dado inferir que el bachiller intervendrá en la acción de manera distinta que hasta entonces: la línea de tensión queda, si no descubierta, al menos insinuada. Aparece y actúa dos veces, y desaparece por fin, hasta su última aparición, sin travestissement, al final de la novela y con función nueva y no oponente.
En la escasa nómina de «coadyuvantes» —excluido Sancho— hay que contar, ante todo, a los duques, en cuanto promotores de una de las acciones más ambiguas de toda la novela, ya que si, por un lado y de toda evidencia, constituye una burla, de la otra es la única ocasión en que «lo que le rodea» favorece al despliegue de la personalidad literaria de don Quijote[29]. En tal sentido, pues, los duques cooperan a la realización del personaje. Hubiera sido deseable evitar toda connotación moral a estas palabras, pero, inevitablemente, el concepto de «burla» —más veces usado o aludido— lleva de la mera designación a la valoración. Quede, pues, el aspecto positivo de este ambiguo episodio, que, funcionalmente, es el que interesa; pero no puede por menos que añadirse que si el despliegue de la personalidad del personaje (no en cuanto supuesto hombre, sino en cuanto figura literaria) se instituye como punto de referencia para decidir el juego de oposiciones y ayudas, es indudable que, al menos en el Quijote, todos, así los que apalean como los que curan, los que burlan como los que lo toman en serio, son funciones merced a las cuales el personaje es el que es, y, en tal sentido, todos son cooperantes. Habría, pues, que pensar en si el antagonismo, de este modo considerado, es algo más que un modo peculiar de cooperación, aunque se viniera estrepitosamente abajo todo el majestuoso círculo cuyos pilares se llaman Propps y Greimas.
Se piensa, por otra parte, que el verdadero «oponente» sería aquél que pretendiese de manera declarada que don Quijote confesase, o al menos, admitiese, que «no es quien dice ser», o que algo cuya apariencia acepta no es lo que él dice, sino lo que es. Sería, de verdad —y es una idea que quizá se repita en algún otro lugar—, la única verdadera victoria sobre don Quijote, por cuanto es lo que se teme que diga cuando el de la Blanca Luna-Sansón Carrasco le pone en el aprieto sabido; pero, como los oponentes que pretenden llevarlo a su casa, para poder hacerlo, entran en el juego y se disfrazan, es legítimo conjeturar que ninguno aspira, de verdad, a vencer al caballero «en lo único que pudiera ser vencido». Alonso Quijano es don Quijote hasta el punto y hora en que decide dejar de serlo. Y, puesto que deja de serlo por decisión personal, con toda justicia se le considera invicto.