Cuatro aventuras selectas
La segunda parte del Quijote es más estante que transhumante, o lo es, al menos, en medida superior a la primera. En cuatro lugares principales se detiene don Quijote, por este orden: la casa o «castillo» de don Diego Miranda, la de Basilio el Pobre, la de los duques y la de don Antonio Moreno, en Barcelona. No se cuenta la segunda estancia en el castillo de los duques, cuando el personaje, ya vencido, regresa, por su brevedad y carácter episódico, y porque puede considerarse remate de la primera. Un quinto lugar, de asiento pasajero, serían las dos ventas que en esta parte figuran.
Entre unas y otras se distribuyen las aventuras camineras, menos activas que las de la primera parte, aunque haya que hacer excepciones. Sean éstas las cuatro que se han seleccionado, a saber: el tropiezo y batalla con el Caballero de los Espejos, entre la salida de la aldea y el encuentro con Miranda; la de los leones, entre este encuentro y la llegada a la casa manchega; la del titiritero, en la venta, tras el descenso a la Cueva de Montesinos, y, por último, la del barco encantado, inmediatamente anterior a las del castillo ducal. El interés que despiertan obedece al hecho de que, en ellas, don Quijote se muestra activo, en dos de ellas por propia iniciativa, respuestas libres a la realidad (los leones y el barco); las otras, respuestas a iniciativa ajena. Recuérdese, además, que se ha tomado como criterio taxinómico la relación de don Quijote con la realidad. Recuérdese también que, en la primera parte, se han descubierto ciertas pistas que permitieron afirmar que don Quijote tiene siempre una visión correcta de lo real. Como en la segunda no se halla nada que lo contraiga, o al menos eso parece, tal convicción se da por sentada.
1. El Caballero de los Espejos. (Capítulos XII a XV). El bachiller Sansón Carrasco favoreció la tercera salida de don Quijote con el propósito deliberado de vencerlo en su terreno y obligarlo, bajo palabra de caballero andante, a permanecer un año sosegado y en su casa. Para lograrlo, se disfraza y disfraza de escudero a un vecino, es decir, crea una apariencia que solo don Quijote y Sancho pueden interpretar porque solo ellos poseen la clave: «interpretar» no quiere decir en este caso descubrir la realidad subyacente, sino dar sentido a la superpuesta, a las apariencias, un sentido que existe, en función de la clave, para el caballero y el escudero, pero no para cualquier otro contemplador. Sigue (el bachiller) las huellas de don Quijote, le da alcance en un bosque, dialoga con él, provoca el duelo, pero lo lleva a cabo con mala estrella: lo real inesperado altera la marcha prevista de la ficción, pues don Quijote lo vence y, tras la victoria, no hay modo humano de disimular quiénes son el del bosque (o de los Espejos) y su fantástico escudero: lo que la apariencia encubre queda a la vista. Hasta aquí, la aventura ofrece al estudio caracteres mixtos, pues si la sucesión apariencia–realidad dadas permite homologarla a la del cuerpo muerto, el carácter ficticio, deliberado y finalista de lo aparente la confina en el grupo de las ficciones ya conocidas: Micomicona–Dorotea, etc. Como en ellas, don Quijote tiene cabal conocimiento de la situación, es decir, de la realidad oculta al mismo tiempo que de la ficticia. Pero cualquiera que sea el grado de su conocimiento o sospecha, no puede rechazar la aventura a causa de que lo aparente guarda las reglas: la realidad enmascarada figura ya en su experiencia, y, ante esta nueva hipóstasis, su conducta se repite, incluso a partir del momento en que se revela la realidad enmascarada: no puede ser de otro modo, y las razones aducidas en los casos anteriores mantienen su validez en éste. La novedad viene del hecho de que, aquí, la realidad queda patente y no es conjetural, como en la aventura del viaje de Sancho al Toboso, ni denunciada por el escudero, como durante el enjaulamiento de don Quijote. De ahí la especial energía con que el caballero acude a su habitual remedio y lo impone:
«¡Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has de creer! Aguija, hijo, y advierte lo que pueden los hechiceros y los encantadores» (primer tiempo); «… yo confieso y creo que vos, aunque parecéis el Bachiller Sansón Carrasco, no lo sois, sino otro que le parece, y que en su figura real le han puesto mis enemigos para que detenga y temple el ímpetu de mi cólera y para que use blandamente de la gloria del vencimiento».
El razonamiento de don Quijote, en cuanto Sancho le está escuchando, es sofístico, un razonamiento «para la galería», ya que si el bachiller es una apariencia y no una realidad, no hay por qué usar con él de blandura alguna; en cambio, si se tiene en cuenta que sabe quién es el vencido (que realidad y apariencia coinciden ya), el razonamiento, destinado también al bachiller, cobra cabal sentido y tiene todo el valor de un perdón a un amigo descarriado. Y así lo entiende el destinatario, indudablemente, ya que, si no, ¿a qué vienen sus declarados proyectos de venganza, expuestos en el capítulo siguiente? Al bachiller no le ofende la derrota, sino el perdón. Pero don Quijote no puede hacer otra cosa que perdonar: el amago de un castigo obligaría a Tomé Cecial a repetir su advertencia, descubriría la realidad sin remedio, y esto, como se ha dicho más veces, es lo que don Quijote y el autor tienen que evitar, porque acabaría con el personaje y con la novela.
El tratamiento del suceso es cómico. Sansón Carrasco, como tal Caballero de los Espejos, es una caricatura del don Quijote de la historia, y sus discursos no pasan de remedos de los que don Quijote ha multiplicado en la primera parte. Sin darse cuenta, el bachiller proclama que a don Quijote solo don Quijote puede vencerlo, puesto que él es su reflejo, y lo seguirá siendo cuando, más adelante y como Caballero de la Blanca Luna, lo derribe al fin. Sería muy bonito probar que esta condición de reflejo imperfecto —de caricatura— viene implícita en el título de Caballero de los Espejos («Yo soy tu imagen»), pero sería rizar el rizo de la semiología. Lo importante es el juego «original-caricatura», duplicado, con mayor grosería, en la pareja de los escuderos, en que Tomé Cecial «parodia» a Sancho Panza de modo torpe y sin gracia. La superioridad de los protagonistas queda bien clara, incluso en el terreno moral.
Si se compara esta situación con la paralela, aunque inversa, de don Quijote vencido por el de la Blanca Luna, se verá que lo que el uno ha hecho no lo hace el otro:
«don Quijote le quitó las lazadas del yelmo para ver si era muerto, y para que le diese el aire si acaso estaba vivo» (capítulo XIV);
el de la Blanca Luna, en cambio, después de haberlo derribado,
«Fue luego sobre él, y, poniéndole la lanza sobre la visera…» (Capítulo LXIV).
Esta diversa conducta se explica porque don Quijote, que sabe o sospecha quién es o pueda ser el Caballero de los Espejos, intenta, pura y simplemente, socorrerle como amigo; si no lo hace y, un poco después, le pone la espada casi en los labios, a sabiendas ya de que es Sansón Carrasco, es por seguir, de un lado, la farsa y, de otro, el ceremonial.
La omnisciencia del narrador asoma en la «coda» que sigue a la aventura, pues de ella se puede inferir su conocimiento de que, más adelante, el mismo bachiller, reforzadas sus armas con el rencor, ha de actuar de manera decisiva. Omnisciencia, por otra parte, nada sorprendente, ya que el lector sabe que el narrador ha leído la historia completa y no debe olvidarlo.
2. El Caballero de los Leones, o encantos afuera. Esta aventura tiene en común con la anterior la certeza del que la lee de que será de las que acaban bien, pues, de acabar mal, se llevaría consigo la novela. Con esta seguridad, el buen lector atiende más al modo de estar contado el cuento que al cuento mismo. Se caracteriza y al mismo tiempo se singulariza porque «todo en ella es real», lo que la confina en el primer apartado de la clasificación: don Quijote, para conducirse como caballero andante, no necesita deformar la realidad (ni tomar, según otras preferencias, el rábano por las hojas). Se ha hablado alguna vez en estas páginas, de su inverosimilitud, si con criterio «realista» se examina, y ahora viene a cuento explicarlo: si los leones van hambrientos, como el leonero dice, el olor a carne viva, abundante en la escena (si no la mojama de don Quijote, al menos los otros personajes y las bestias), bastaría para poner en marcha sus reflejos: abierta la puerta de la jaula, saltaría y comería a todo bicho viviente, hasta saciarse. De este paso sangriento por el escenario, ¿qué hubiera quedado de don Quijote? Las partes no protegidas por la armadura se las hubiera comido el león, etc. Esto es lo verosímil; más aún, lo necesario. Descartado tal suceso, no queda otra solución que alguna suerte de triunfo que no sea el combate real y acabado entre el caballero y el león; lo es, sin duda, lo que el autor inventa, pues los encantadores jamás pudieron quitar el ánimo a don Quijote, etc.
Sin embargo, mencionarlos aquí, donde «todo es real», puesto que como real se propone, resulta ocioso, y don Quijote, que lo sabe, pronuncia la frase del epígrafe, «encantos afuera». Es la aventura más limpia de todo el libro, y también, quizás, la más reveladora. La acomete porque no puede obrar de otra manera, porque es la primera ocasión, en esta segunda parte, en que puede poner a prueba su valor delante de testigos. Los cuales, como era de esperar, se equivocan (están en su papel).
«¿Tan loco es vuestro amo (pregunta el del Verde Gabán a Sancho) que teméis y creéis que se ha de tomar con fieros animales?»[42].
«No es loco, respondió Sancho, sino atrevido».
La situación no es de juego, o el juego ha llevado a los jugadores a un punto de extrema y arriesgada seriedad. Ante ella, Sancho lo abandona y define a su amo según lo que sabe de él. ¡Y es, precisamente, la ocasión en que cualquiera diría que está loco, y a cualquier lector se le ocurre! Sólo quien le conoce, porque, a don Quijote, solo Sancho lo conoce, da la palabra justa. Hay que pensar, ante la acuciante balumba de interrogaciones psicológicas que sobrevienen, en la muerte del general della Rovere. Aceptarlo como respuesta sería, sin embargo, una trampa. A don Quijote —se ha dicho ya, o insinuado— hay que tomarlo como es, como está en el libro, y si surgen contradicciones, dejarlas vivas, porque en ellas consiste el personaje. ¿Un cuerdo que hace locuras? Pero ¿no es eso don Quijote desde la primera página? Podrá ser más dramático, pero no más demencial, desafiar a un león que salir al universo mundo disfrazado de caballero andante. Y, si se acepta que esto pueda hacerlo el personaje ¿por qué no que se juegue la vida de este modo o de otro?
Don Quijote, desde un momento memorable, ha transitado por el mundo, y firmado cartas de amor, con un sobrenombre allegadizo, no inventado por él: El caballero de la Triste Figura. A partir de esta inesperada victoria fuera de programa, él mismo se rebautiza, y con toda propiedad y derecho: «El Caballero de los Leones». Darse un nuevo nombre es, precisamente, lo suyo, y el que se da no es una metáfora, sino una definición en forma de sinécdoque. Hasta ahora, en lo que lleva andado de la segunda parte, no había ejercitado el rasgo más profundo de su carácter (y no se entienda aquí «carácter» en sentido psicológico o moral, sino como «suma de características», de «notas distintivas»), el de modificador de la realidad por la palabra. Pero esta nueva transformación de sí mismo cuenta con base real. ¿Ha vencido a la naturaleza, menos engañosa que los hombres? El romántico que todo lector lleva dentro tienta a continuar el comentario por ese camino. Manténgasele quieto: el de las segundas y terceras significaciones no es el camino seguido aquí. La aventura de los leones sólo se significa a sí misma, y basta. Su sentido hay que buscarlo en el texto, no fuera de él, y no parece que haya otro que el dicho.
3. El barco encantado. (Capítulo XIX). No sigue inmediatamente a la de los leones: la del titiritero se interpone. Su morfología recuerda las más características de la primera parte, y así, en esta condición, se ha mencionado a su tiempo. Lo cual no impide hacerlo ahora de nuevo, no para destacar notas comunes, sino para buscar alguna que la singularice, si la hay.
Parte de una percepción correcta de la realidad, aunque inmediatamente interpretada con la clave caballeresca: el barco abandonado en las orillas de la mar o de un río es figura en la literatura de referencia, y don Quijote no tiene más que echar mano de sus recuerdos de lector para transformar la situación. Lo hace, como es sólito, por la palabra:
«Has de saber, Sancho, que este barco que aquí está, derechamente y sin poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que entre en él…».
Sancho, también en su papel, interpreta lo visible en sentido contrario:
«… este tal barco no es de los encantados, sino de algunos pescadores de este río…».
El narrador se calla; quiere decirse que se limita a narrar los acontecimientos y a transcribir el diálogo, sin más salida del sistema objetivo que la palabra «sandeces» con que califica algo de lo que don Quijote dice. Se añade finalmente que la aventura es de las que lleva al fracaso un elemento de la realidad (aquí, las aceñas), que permanece oculto. La novedad, pues, hasta ahora, la constituye la conducta (discreta, objetiva) del narrador, que parece olvidado de su insistencia en señalar la locura. Toda ella es pura creación verbal y pura negación de don Quijote a admitir la evidencia, por el procedimiento de no mirar atrás; pero trae consigo ciertos ingredientes cómicos que importan por su naturaleza tanto como por su posición. De una parte, vienen de Sancho; de la otra, del mismo don Quijote. Sancho caricaturiza la palabrería científica y un tanto pedante del caballero:
«… de trescientos y sesenta grados que contiene el globo del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado, llegando a la línea que ha dicho» (Don Quijote);
«Por Dios… que vuesa merced me trae por testigo de lo que dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o no sé cómo».
Sancho, dentro también de la pura palabrería, deforma por abreviación y desplazamiento de acentos, y toma de cada palabra de don Quijote lo que le conviene y se presta a nuevos significados:
Ptolomeo… meón (o meo)
Cómputo… puto
Cosmógrafo… gafo
El procedimiento no es nuevo en el texto, y no se reitera en esta situación, a pesar de que inmediatamente don Quijote enumera todo su saber de geografía (coluros, líneas, paralelos, zodíacos, (e)clípticas, polos, solsticios, equinocios, planetas, signos, puntos…); probablemente no sería fácil que Sancho los redujese a caricatura, al menos por el anterior procedimiento. La comicidad se continúa porque don Quijote menciona una palabra —piojos— que contrasta por su vulgaridad con los tecnicismos próximos; invita, además, a Sancho, a que se los busque como prueba de que han pasado la línea equinocial, a cuya altura se mueren todos. Sancho, naturalmente, los saca a pares y con vida, y el efecto grotesco está logrado, pero, promovido por el mismo don Quijote, que no puede ignorar el resultado de la prueba. Van Doren concibe esta aventura como burla de don Quijote a Sancho, y quizás no vaya descaminado. Don Quijote castiga la resistencia de Sancho a aceptar la realidad que le ofrece, llamándole piojoso.
4. El retablo de maese Pedro. La tentación de buscar aquí significaciones segundas es difícil de refrenar. Si usted, señor, juzga moralmente a don Quijote como si fuera un hombre de verdad, hace, ni más ni menos, lo que don Quijote ayudando a Melisenda y a Gaiferos, fugitivos de la morisma y perseguidos de ella. Si usted se porta ante una ficción como ante la realidad, ¿por qué tacha de loco a don Quijote cuando hace lo mismo?
También rondan las explicaciones psicológicas, el recuerdo del «poder motor de las imágenes», así como la «magia escénica» y la hoy tan combatida teoría de la «identificación del espectador con el personaje o con la ficción». Resístase valerosamente, y véase si en la aventura en sí existe algo que merezca comentario.
Después de haber desbaratado a estocadas los cristobitas de maeso Pedro, convicto ya de error y de acción impertinente, don Quijote, dispuesto a pagar los platos rotos, da una explicación del suceso, que, por su contenido, no es nueva, sino esperada: los encantadores; pero que, por el modo cómo está formulada, puede tener algún interés. Las palabras de don Quijote son éstas:
«… estos encantadores que me persiguen no hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren».
Todo lo cual está conforme con lo que ya se sabe: primero son los gigantes; luego, los molinos; primero son los ejércitos; luego, los rebaños; primero es el Caballero del Bosque; luego, el bachiller Sansón Carrasco. De donde se infiere que, según don Quijote (según sus palabras), «lo real» son gigantes, ejércitos, castillos, caballeros, y lo irreal molinos, rebaños, ventas y bachilleres. Los encantadores mudan «lo real» en «irreal»; lo cual, reducido a esquema da el siguiente gráfico:
Primer tiempo | Segundo tiempo |
Figuras como son | Figuras trucadas |
gigantes | molinos |
ejércitos | rebaños |
castillos | ventas |
caballeros | bachilleres |
Pero esos «dos tiempos» implícitos en la explicación de don Quijote, son «tres» en la aventura del retablo: 1) porque don Quijote se sienta en primera fila a contemplar un espectáculo cuya naturaleza no ignora, e interviene dos veces en su desarrollo, cuya realidad ficticia ha captado correctamente; 2) de pronto, con inesperada subitaneidad (no ha pasado un minuto desde la última comprobada visión correcta), toma la ficción por realidad e interviene en ella, y 3) sólo después del destrozo admite que se ha equivocado, y que los muñecos son muñecos Hay, pues, los siguientes tiempos:
Visión correcta (1)
Visión errónea (2)
Visión correcta (3)
Como, pocas líneas más abajo, añade que
«a mí me pareció que todo lo que aquí ha pasado pasaba al pie de la letra… (y) por eso se me alteró la cólera»,
es indudable que, esta vez, «las figuras como ellas son» corresponden a la primera visión real 1) y las figuras mudadas y trucadas al gusto de los encantadores, a la visión errónea 2); es decir, todo lo contrario que en los casos anteriormente citados, o en la mayor parte, donde la operación encantatoria actúa justamente al revés, como se ha visto. Esto es una novedad en la conducta de don Quijote: si se sustituye «encantadores» por «rapto de locura», todos los testigos y el mismo narrador pueden estar de acuerdo.
Personalmente, es la única ocasión, de todo el libro, en que cabe preguntarse si don Quijote miente o no. Es la única ocasión en que puede admitirse, no la creencia en la operación encantatoria (don Quijote no puede explicarlo de otro modo, pues sería salirse del papel), pero sí la ilusión momentánea. No se afirma ni se niega: hay que limitarse a tenerla como posible. ¿Quién no ha sido alguna vez traidor a Brecht y ha dejado de establecer la suficiente distancia entre el patio de butacas y el escenario?
Obsérvese que en ninguna de estas cuatro aventuras se continúa el juego del narrador, o, en todo caso, se continúa con mayor moderación. Se puede considerar como novedad estructural de la segunda parte. Quienes siguen jugando, cada vez más metidos en el juego, son los personajes. Hasta que caen, como se va a ver, en su propia trampa.