El caso especial de la Cueva de Montesinos

El tema que se acaba de exponer se desarrolla parsimoniosamente, dando espacio a otros, accidentales o afluentes, pero recordado con insistencia en las quejas de don Quijote, que, en la primera parte, eran, por imaginarias, abstractas, y que ahora tienen una aparente causa y un objeto. Se introduce asimismo un factor dinámico que, más adelante, cobrará entidad mayor: hay que desencantar a la encantada. Pero, inesperadamente, el tema se intensifica y crece en la aventura de la Cueva de Montesinos, y alcanza su climax en el castillo de los duques. Importa, de momento, esa su inesperada y brillantísima fluencia, con Sancho Panza y el licenciado diestro en esgrima como testigos.

La aventura se anuncia en el capítulo XXII:

«Pidió don Quijote al diestro licenciado le diese una guía que le encaminase a la Cueva de Montesinos, porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistos si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos».

El autor, pues, aprovecha un material folklórico cuya naturaleza va bien a la ficción del personaje. Puede esperarse que salga de ella con un capítulo de novela de caballerías a flor de labio. Parece, incluso, lógico. Y, en cierto modo, es lo que hace, pero sólo en cierto modo.

Ahórrense los trámites narrativos. Cuando izan a don Quijote del fondo de la Cueva, viene como dormido[39]. Y, cuando lo despiertan,

«Dios os lo perdone, amigos», dice, «que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún ser humano ha visto ni pasado. En efecto, ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida pasan como sombra y sueño, o se marchitan como la flor del campo. ¡Oh, desdichado Montesinos; oh, mal ferido Durandarte; oh, sin ventura Belerma; oh, lloroso Guadiana, y vosotras sin dicha hijas de Ruidera, que mostráis en vuestras aguas las que lloraron vuestros hermosos ojos!».

El párrafo, en relación con el resto de la narración, funciona como un preludio en que se exponen los temas que van a tratarse, pero «no todos». Si don Quijote trae, como es de presumir, su cuento hilvanado desde el fondo de la Cueva, oculta uno de sus elementos como sorpresa final. Tampoco el tono coincide, porque el del preludio es —hase visto— retórico y caballeresco. Lo dicho: don Quijote ha inventado, en las profundidades tan propicias a la invención, un capítulo de libro de caballerías. Para los testigos, que le vieron dormir y desperezarse, se trata de un sueño. Y para muchos comentaristas también. Se ha llegado a pedir un psicoanálisis del relato de don Quijote, ignorando quizá que lo más que se saca de un psicoanálisis literario es una visión del alma del autor. Pero todo esto no pasa de anticipación de conclusiones.

Conviene, sin embargo, traer aquí lo que, en el capítulo XXIV, escribe Cide Hamete Benengeli, y que el narrador transcribe como escolio marginal del texto arábigo:

«No me puedo dar a entender, ni me puedo persuadir, que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el anterior capítulo queda escrito; la razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles y verosímiles; pero ésta desta cuenta no le hallo entrada para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables; pues pensar yo que don Quijote mintiese, siendo el más verdadero hidalgo y el más noble caballero de sus tiempos, no es posible: que no dijera él una mentira si le asaetaran. Por otra parte, considero que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tal breve espacio tan gran máquina de disparates, y si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa, y, así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. Tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo más, puesto que se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retractó della y dijo que él la había inventado por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias».

Obsérvese, en primer lugar, que ni el narrador ni Cide Hamete usan las palabras «sueño» ni en el comentario de éste ni en la narración de aquél, si bien puede quedar insinuado en estas palabras de don Quijote:

«… estando en este pensamiento y confusión, de repente y sin procurarlo, me asaltó un sueño profundísimo…»[40],

pero, por formar parte de la narración de don Quijote, hay que concederle o retirarle el crédito con la totalidad narrativa de que forma parte: es verdadero o falso, como ella, y no es lícito entresacarlo y usarlo como justificación de lo que no se sabe aún qué es. El relato de don Quijote, o es todo él verdadero, o es todo él falso. Y todo es lícito pensarlo, menos que se trata de un sueño, ya que ni el narrador ni Cide Hamete lo presentan como tal.

El escolio del arábigo, considerado como razonamiento, consta de estos términos: puesto que don Quijote es veraz, no ha contado mentira; puesto que el relato es inverosímil, no hay que tomarlo en serio. ¿Es, pues, apócrifo? Decida el lector. Sin embargo, y contra lo que acabo de decir, según ciertas versiones, don Quijote se confesó mentiroso a la hora de la muerte.

Como lector, se dan tres opciones. Escoger una, la de la mentira, es tan legítimo como escoger las otras y mucho más verosímil. No es, sin embargo, un acto arbitrario de voluntad, sino una elección deliberada y sólidamente apoyada en el estudio del relato mismo. El cual tiene todos los caracteres estilísticos habituales a su autor, quiere decirse de don Quijote, y, además, encaja perfectamente en la situación.