Los encantadores

El edificio imaginativo levantado a ciencia y conciencia por don Quijote es frágil, pero, lo que es más grave, él mismo está implicado en la construcción, que sin él se viene abajo, pero que si se derrumba por causas ajenas a él mismo, lo arrastra consigo. El caballero y su mundo, todo lo que ha creado y puede crear por la palabra (él incluido) constituye un conjunto sustancialmente trabado, en que el todo depende de las partes, las partes del todo, y ninguno puede subsistir sin lo demás. Pero resulta que la aventura del caballero consiste precisamente en exponer continuamente el todo imaginario, metal que no resiste a los ácidos, a los efectos del contraste. Esta fragilidad, esta intemperie indefensa, requiere protección; don Quijote lo comprende pronto y la inventa sin salirse de su mundo, sin buscarla fuera de él. La ayuda requerida forma parte de la imaginación misma, como el soldado es parte de la fortaleza.

Don Quijote opera siempre hacia el exterior: su empeño consiste en «objetivar» (realizándolo) lo que imagina, no al modo del escritor que pudo ser, sino del hombre de acción que voluntariamente es; para ser el que quiere ser necesita de testigos que lo crean. Decir que don Quijote es un ser antisocial es un modo de tomar el rábano por las hojas (a veces con harto y envidiable acopio de erudición y abundancia de citas). Don Quijote exige, por esencia, público, espectadores. Uno de sus modos habituales de conducirse es la proclamación de su nombre: yo soy don Quijote de la Mancha, caballero andante (no siempre, porque a veces no le interesa que lo sepan los presentes, que, verosímilmente, carecen de clave para interpretar el signo que don Quijote es: los cabreros, por ejemplo). Es consciente de la sorpresa que causa su presencia, pero unas veces lo aclara y otras no. Signo que reclama clave, que don Quijote sólo la da cuando lo que le rodea, la realidad, le permite su propio despliegue, cuando le permite parecer lo que afirma ser. Por esta razón, de lo que tiene que defender su tinglado es de los testigos, y tiene que defenderlo ante todo de la evidencia, cuando un incidente o una torpeza descubren o delatan la verdadera realidad de la ficción. Sabe que si, «delante de otros», reconoce lo evidente como tal, no le queda otro recurso que quitarse las armas y regresar voluntariamente a casa. Hubiera sido el único modo de vencerle, como ya se ha dicho, obligarle a esa confesión, pero nadie la obtuvo de sus labios, e incluso nadie se lo exigió, ni se lo rogó siquiera, porque partían de que era un loco incapaz de reconocerse, es decir: no lo entendían. El caballero de la Blanca Luna, para comprometerle al retiro de un año, hubo de entrar en su mundo, proveerse de signos de su mundo, vencerle con acciones y palabras de su mundo. En este caso y en el anterior de la carreta de bueyes, la victoria de los antagonistas es mera apariencia, episodio del juego, que sigue en pie porque don Quijote lo mantiene a ultranza. Sólo al final de su vida arroja las cartas y se proclama Alonso Quijano el Bueno. Vencedor de sí mismo, no quiere que su papel muera también; o, como sabe que la muerte es la única verdad, quiere morir con su nombre, al revés que el General della Róvere.

La relación del caballero con los demás está ligada a esto, depende de esto como de su razón de ser. Si el testigo acepta la ficción, don Quijote se porta con comedimiento y cortesía; si la rechaza, la respuesta es violenta. En el capítulo XVII de la primera parte, abandona la venta después de una estancia rica en sucesos; al despedirse, ofrece al ventero sus servicios, aunque con tratamiento de castellano; el ventero le dice que nada de castillo, sino venta, y que lo que tiene que hacer es pagarle, y como don Quijote remolonea, se pone exigente.

«Vos sois un sandio y un mal hostelero, respondió don Quijote. Y poniendo piernas a Rocinante y terciando su lanzón, se salió de la venta sin que nadie le detuviese, y él, sin mirar si le seguía el escudero, se alongó un buen trecho».

Este, evidentemente, no es un modo comedido de portarse. ¿Por qué insulta al hostelero? Porque le ha desmontado la ficción. ¿Por qué huye? Por temor de que se la desmonte definitivamente «delante de Sancho Panza», por miedo a tener que aceptar delante de Sancho que la venta lo es, y no castillo. Delante de Sancho no puede decir: «sois un mal hostelero», que implica la aceptación de la realidad. Sancho le interesa como testigo máximo, casi como único testigo. Hay momentos en que se piensa que toda la ficción de don Quijote no tiene otro destinatario. Quizá por eso, la exhibición de las defensas las hace siempre delante de Sancho y para convencerlo. Que es lo que —tras el manteamiento del escudero— lleva a cabo en el capítulo siguiente, el XVIII:

«Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o venta, que es encantado sin duda».

La defensa de don Quijote, su instrumento táctico, son los «encantadores». Los cuales aparecen, en singular y con otra misión específica, en el capítulo II de la primera parte; aparece invocado por don Quijote como «cronista desta peregrina historia»: es un encantador amistoso, admirador y literato, y de estos citará alguno más, o citará alguna vez más a este mismo, pues las citas suelen venir sin acompañamiento de nombre propio. Pero el encantador enemigo, el antagonista imaginario, el autor y responsable de todos los males, y, sobre todo, de todas las transformaciones inversas (de la ficción a la realidad) que ponen en peligro la fábrica quijotesca, entra en la historia de mano de la sobrina del caballero. Es en el capítulo VII; don Quijote, repuesto de su primer contratiempo, busca el aposento de los libros. Su sobrina le explica que el aposento fue quemado «por un encantador que vino sobre una nube», y que, al huir o marcharse, dejó dicho que se llamaba «el sabio Muñatón». Es muy posible que, a aquellas horas, don Quijote no hubiera inventado todavía su recurso defensivo. Lo acepta de su sobrina, pero «apoderándose de él, haciéndolo cosa suya y materia de su ficción», por el procedimiento que ya le es propio: dándole nombre: «Frestón diría, dijo don Quijote. No sé, respondió el ama, si se llamaba Frestón o Fritón, sólo sé que acabó en “ton” su nombre». El ama se burla del suculento regalo que la sobrina acaba de hacer al caballero, quien ya no lo dejará de la mano.

El encantador es el enemigo de Sancho Panza, el que aniquila su visión de la realidad, su proclamación de la evidencia. Don Quijote lo utiliza como argumento contundente, pues con él golpea al escudero. Da igual creer que no creer en los encantadores, porque como argumento son indiscutibles. Creer en los encantadores es como creer en Dios. «¡Lo hizo Dios!», dice la persona poseída por la fe. ¿Quién la convence de lo contrario? Don Quijote maneja los encantadores como una maza apabullante.

Una vez inventados y aceptados, el uso es invariable: sirven de explicación a las metamorfosis inversas de que se acaba de hablar. Los gigantes, reconocidos por Sancho como molinos, acaban por ser molinos y actuar como tales. «¿No le dije yo a vuesa merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento?», dice Sancho; y en la respuesta del caballero, molido esta vez como otras muchas, se dice que «aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento». El sistema queda ya establecido para siempre, son ejércitos o castillos los que se tornan en ovejas y ventas. El propio Sancho, cuando no entiende bien lo que sucede a su alrededor, acaba por echar mano de los encantadores para dejar tranquila su apetencia de conocimiento.

Los inventores de ficciones complementarias no ponen en ellas el mismo cuidado que don Quijote, y, a cada paso, están quedando en evidencia. ¿Qué sería del montaje antagonista si don Quijote no estuviese al quite? A maese Nicolás, barbado por obra de la cola de buey de la ventera, el movimiento de unas coces de mula lo hace caer, y la caída le arrebata las barbas en presencia de don Quijote. ¿Bastaría hacer la vista gorda? Hay casos y situaciones en que ni siquiera a don Quijote le es posible, porque la cosa está clara, está ahí, y no hay escapatoria. Confesando o dando muestras de que reconoce a su amigo, toda la traza de Micomicona, verdadero castillo de naipes, quedará en nada; pero, hasta aquel momento, la han llevado con escrupulosidad, con todas las de la ley. Don Quijote, más cuidadoso que los demás de la limpieza del juego, afecta no haber visto la trampa por el procedimiento (usual en él) de desviar la atención, del protagonista, al hecho mismo; pero ¡es que no puede hacer otra cosa, no hay otra salida, porque él no puede dejar de reconocer a maese Nicolás!

«¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las barbas le ha derribado y arrancado del rostro como si las quitaran aposta!».

El cura, que, como todos los que se pasan de listos, es un imbécil, acude entonces con un remedio similar al de los encantadores, un remedio excepcional, «cierto ensalmo apropiado para pegar barbas»; don Quijote, agradecido, le suplica que le comunique las palabras del ensalmo, cuya utilidad más amplia sospecha: por este medio, el episodio desdichado del desbarbamiento del barbero se reincorpora a la ficción, y las cosas pueden seguir adelante. ¿Pero no se transparece, detrás de las palabras y los actos de don Quijote, su ironía? ¿No está burlándose de los que creen burlarse de él? Léase, por último, con cuidado, la aventura del caballero del bosque, llamado también de los espejos. ¿Qué puede hacer don Quijote cuando descubre, bajo el disfraz de caballero, al bachiller Sansón Carrasco, y, bajo las narices del escudero, a Tomé Cecial? Imagínense el diálogo, mejor dicho, imagínense sus consecuencias, si don Quijote no echase a la situación el capote de los encantadores. La peregrinación aventurera de don Quijote —y la novela con ella— acabarían allí mismo. La ficción de los encantadores sirve al caballero de recurso infalible y, al autor, de truco para que la novela se prolongue cuando la situación en que se mete amenaza con acabarla allí mismo.

El filósofo Cohén, citado por Ortega, se pregunta si el Quijote «es algo más que una bufonada». Escenas como éstas de la caída de las barbas o del enjaulamiento, de bufonada no pasarían si don Quijote no fuese consciente de lo que sucede a su alrededor, si no dominase la situación en todo momento. Si por una parte, es una especie de actor, por la otra es una especie de director de escena, y, si se piensa bien, no puede ser de otra manera, puesto que inventa el papel y el escenario. Pero, con frecuencia, y es natural, se le presentan algunos de los problemas del director de escena. Cuando el número de actores-espectadores es crecido, resulta difícil mantenerlos a todos dentro de la ficción. Don Quijote hace como que no se entera de lo que no le conviene (por ejemplo, en la venta), cuando puede hacerlo, pero Sancho se lo dice. Sancho, siempre en su papel de delator de la realidad, le viene con el cuento de que Micomicona no es Micomicona, sino Dorotea, y de que acaba de verla besándose con don Fernando. «Son los encantadores, Sancho». Prefiere que Sancho le tenga por loco o tonto a dar su brazo a torcer. Pero la situación más apretada en que don Quijote se ve, se produce en los últimos capítulos de la primera parte, sin que él tenga en ella arte ni parte durante el viaje en la carreta. Los descuidos de los demás son tales, el espionaje de Sancho es tan apretado y concienzudo, que el contenido sustancial de esos capítulos se reduce a una disputa, a un verdadero forcejeo, entre amo y criado, acerca de qué es lo real y qué es lo fingido de cuanto les rodea. La dialéctica de Sancho cerca a don Quijote hasta arrebatarle todas las defensas. Pero don Quijote se mantiene en sus trece gracias a los encantadores. Estos capítulos finales del Quijote serían de insuperable destreza narrativa si no estuviesen interrumpidos por el coloquio entre el cura y el canónigo, con participación de don Quijote, sobre los libros de caballerías. Recurso final del autor al pretexto de que se ha valido para justificar un libro que, sin esto, acaso cuando fue escrito resultase injustificable. Pero el «discreto lector» al que el autor acude también con frecuencia, se salta la disquisición impertinente, y por obra de esta determinación, los capítulos recobran su agilidad. La acción empieza en la venta, con el encierro de don Quijote en la carreta, todo el mundo disfrazado, como no podía ser menos. ¿Sabe don Quijote adonde le llevan? Pues «lo acepta», como aceptó la anterior bufonada de la Micomicona, porque, bufonada ésta y aquélla, en ambas se guardan las formas, es decir, se valen de un sistema de signos de contenido caballeresco, porque, de no ser así, el caballero no se dejaría llevar. Hay, sin embargo, abundantes incorrecciones formales y materiales, de las que dará don Quijote cuenta y explicación al mismo tiempo porque, a veces, se le ocurre dejar constancia de que no es tonto; hay, sobre todo, una grosería de invención tan por debajo, estéticamente, de las suyas, que su dignidad le exige «darse por enterado», y lo hace del único modo que le es posible: criticando la ficción ajena, señalando sus defectos. Los de la venta apresuran la ceremonia por miedo a que Sancho, siempre alerta, levante la tapa del pastel. Encerrado ya don Quijote, que ha suplicado «a voces» la ayuda de su encantador particular contra los que ahora le han prendido, se le ve —se le oye— introducir la nueva ficción en la suya, pese a sus deficiencias:

«… jamás he leído ni visto ni oído que a los caballeros encantados los lleven desta manera (…) Pero quizá la caballería y los encantos destos nuestros tiempos deban de seguir otro camino que siguieron los antiguos».

Ya está, como si dijéramos con calzador, aceptada la situación y criticada; metida, en virtud de esa conjetura de don Quijote, en su propia ficción; pero a Sancho, a quien van dirigidas, no le convencen las razones de su amo, no porque no las entienda, sino porque a él, en su función de catador y testigo de la realidad, no se le escapa la que se oculta ahora bajo disfraces. Pero, como siempre, para todo tiene respuesta don Quijote, y su razonamiento, si a los encantadores abandona un momento, es para acudir a los diablos. Más adelante, Sancho trata al cura enmascarado como a tal cura, y lo mismo al barbero[33], y revela a don Quijote quiénes son, de verdad, los acompañantes. Sin los encantadores, ¿qué respuesta podría darle don Quijote? ¿Decirle «ya lo sé, y qué le vamos a hacer»? O sea: ¿«acepto resignadamente la realidad como es»? Ya se ha dicho que cualquier cosa puede hacer don Quijote, menos esta. «Son los encantadores, Sancho». Y cuando éste, como supremo argumento, pregunta a su amo por sus necesidades físicas, y don Quijote le responde que las siente y que en aquel momento está aquejado de una de ellas, Sancho se sabe y proclama triunfante:

«Ah, dijo Sancho, cogido le tengo…».

Los encantados están libres de esas necesidades. ¿Qué podrá responderle don Quijote? Uno: «… Podría ser que con el tiempo se hubiesen mudado (los encantos) de unos en otros, y que ahora se use que los encantados hagan lo que yo hago. Aunque antes no lo hacían». Y dos: «Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi conciencia». Argumento supremo, decisión personal inapelable, «el mundo es como yo quiero», pero no tan firme que no vacile cuando Sancho le «propone la fuga», porque, ante la seguridad o la mera probabilidad de verse de nuevo libre, don Quijote renuncia a sus propios argumentos. Pero ¿por qué? ¿No se le ha visto, en el capítulo XLVI, aceptar el encantamiento a la vista de las promesas que de él se deducirán? Le prometían el «verse ayuntado en santo y debido matrimonio con su querida Dulcinea del Toboso, de cuyo felice vientre saldrían los cachorros, que eran sus hijos, para gloria perpetua de la Mancha…». A lo que don Quijote —en su papel— había respondido correctamente:

«Ruégote que pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene a cargo, que no me deje perecer en esta prisión donde agora me llevan hasta ver cumplidas tan alegres e incomparables promesas».

Pero ¡no se olvide lo sabido (por él y por el lector) a propósito de Dulcinea, de su naturaleza, de su función, de su realidad! Esto presente, la escena y todo lo que sigue se entienden e interpretan con toda claridad. A la fuga, con o sin la ayuda de Sancho, le faltaría sentido si don Quijote creyera en lo que oyó y en lo que dijo: salvo si se admite que su conducta es incoherente. Pero ¿cómo admitirlo si se ha visto que es todo lo contrario, que es un modelo de coherencia y lógica? Lo que oyó en la venta, aunque no estuviera garantizado por una presencia humana, aunque sólo haya sido voz sin nombre, merece respuesta adecuada, réplica dentro del papel, pero no fe. Don Quijote sabe sobradamente a dónde va y quién lo lleva.

La novela está llegando a su final, y el autor renuncia a la experiencia de la escapatoria. Es una lástima, porque, de decidirse don Quijote a huir, lo hubiera hecho dentro del juego y no fuera de él. No hubiera sido una fuga pura y simple. «Vamos, mi amo», «Allá voy», sino con toda la ceremonia debida. Don Quijote hubiera convertido su fuga en ficción. ¿No le habría dicho a Sancho, por ejemplo: «No fuiste tú, sino el encantador que tiene mis cosas a su cargo, quien me puso en libertad: aunque para haberlo haya tomado tu cuerpo, tu nombre y tu conciencia, y así, sin darte tú cuenta y creyendo que me ayudabas, era él quien lo hacía»? Es seguro que a Sancho no le hubiera sentado bien, y hasta habría tenido a su amo por ingrato.