El ojo

COMO encuadradas por el ojo de una cerradura se suceden imágenes de objetos domésticos: ollas, diversos instrumentos de cocina, muebles de madera gastada por décadas de uso y lustrada por el roce de manos allí donde se fue borrando la cera o el barniz, almohadones, cortinas, mantas, relojes de pared, picaportes y cerraduras de bronce. Seguramente, no estoy soñando esto a través de una cerradura. Tal vez el marco sea una hoja de cartulina calada con el contorno de una cerradura primitiva, de hierro o de latón. A medida que progresa el sueño me parece que sus imágenes son una mezcla de objetos que aún poseo junto a otros que hubo alguna vez en las tantas casas que habité y a otros que he de haber visto en films de los años cuarenta y cincuenta: el mismo borde de la pantalla —esa cerradura— se me revela como un icono clásico de los dibujos animados de Disney. Me parece que todo fue calculado para representar un libro que estaría escribiéndose detrás de mí, pero dentro de mi cabeza.

Hacia el final de la serie de objetos me convenzo de que todo sucede en una localización precisa de la corteza del lóbulo occipital derecho. Intento que entre tantas imágenes que aparecen en el sueño, aparezca un modelo de porcelana del cerebro para identificar esa zona y después indagar su nombre anatómico en un manual de neurología. Pero no puedo detener la sucesión de objetos porque no encuentro la palabra adecuada para nombrar esa maqueta de la corteza cerebral que, por lo demás, nunca figuró entre los objetos dispuestos en mis distintas casas.