Humanitos

ME refiero a un sueño de 1948 o 1949 cuyos episodios, con algunas variantes, se repitieron durante meses, o quizás a lo largo de un año. Pensar lo que era ese mundo protagonizado por los Stalin, Franco, Churchill, Perón, Vargas, Truman, Gandhi y Mossadegh y representado por Alan Ladd en blanco y negro y por Esther Williams en technicolor sería tema de una buena historia que quizá valga la pena escribir. Sería una historia sobre el pensar-acerca-de, y, por supuesto, no sería una historia de aquel mundo sino de éste.

En mi cuarto, sobre una cómoda o por encima de la mesa de noche, a veces por los rincones, otras en el marco de la ventana, habitaba una pareja de hombrecitos. En escala medirían veinticinco o treinta centímetros de altura. El varón y la mujer vestían ropa ajustada e idéntica: pantalón y campera de tela sintética, color beige, y cruzada por cierres de cremallera —zippers—, que por entonces se llamaban «cierres relámpago» y que a nadie se le habría ocurrido utilizar en reemplazo de los ojales y botones de la ropa de calle. Por entonces no habían llegado a Sudamérica cortes de nylon, y la única tela sintética disponible —y que nadie habría usado para confeccionar ropa— era el rayón, que se usaba para forrar vestidos y tal vez para adornar alguna ropa interior femenina.

Los hombrecitos —la pareja— eran míos. Por entonces, regía un tabú: los varones jamás jugaban con muñecos ni podían poseer otras réplicas humanas que los soldados de plomo y las convencionales estatuillas de Jesús, la Virgen y los tantos santos milagrosos. Pero yo, secretamente, tenía a esta pareja que se comunicaba entre sí en inglés. Ella debía estar moldeada sobre la imagen de una actriz de cine americano. Él tenía todas las características del héroe militar norteamericano y, en mi recuerdo, sólo difería del ahora popular Max Steel por su musculatura atlética natural, sin exageraciones fisicoculturistas.

Mis hombrecitos procedían de un sueño. Había soñado que eran dos pilotos que emprendían una carrera desde California hasta China con escalas en Hawái y otras islas menores del Pacífico para reabastecer sus máquinas. En el sueño, llamaba a ella «pilota»: no me parecía consistente hablar de mujeres-piloto.

Del primer sueño me quedó nítida la imagen de dos aviones idénticos que aterrizaban a la par en una base militar americana, con sus motores detenidos para economizar gasolina. Años después identifiqué la imagen: eran Beechcrafts 280 m anfibios, monomotores de cilindros radiales.

En sucesivos sueños los aviones planeaban sobre las palmeras de playas o acantilados, sobre bosques tropicales y laderas de montañas nevadas. Los pilotos —ella y él— intercambiaban señas desde sus cabinas. Veía la sonrisa y el largo pelo rubio de mi pilota chorreando de los bordes de su pasamontañas de cuero y una mano desnuda que se apoyaba contra el cristal y alzaba el pulgar en señal de acuerdo, o de victoria compartida. Ellos siempre se concertaban para detener a un tiempo sus motores y planear juntos hacia su destino.

A veces acuatizaban en bahías de coral o en deltas subtropicales de aguas barrosas. En algún sueño los vi nadar desnudos y otras veces los vi, o los imaginé, durmiendo juntos en un compartimiento estrecho del fuselaje del avión de él.

No recuerdo fantasías sexuales con la pareja. Las experiencias de libertad, control, poder y juego con el peligro proveían a los sueños y a las fantasías diurnas inspiradas en ellos de una voluptuosidad intraducible a mis registros sexuales de aquella edad.

Fuera de los sueños podían andar por las ventanas, sobre muebles y estantes y por los bordes de mi cama, pero no recuerdo haberlos visto ni imaginado sobre la alfombra o sobre el piso o fuera del cuarto. Tal vez, para que se comportaran como en los sueños, necesitaba mantenerlos siempre a la altura de mis ojos. Recuerdo que muchas veces, llegando de paseos o clases del colegio, corría a encerrarme en la habitación como si ellos estuvieran esperándome. A diferencia de los sueños, que casi siempre aparecían piloteando en sus cabinas, los humanitos imaginarios de mi cuarto a veces portaban armas: cartucheras con pistolas en la cintura, o pequeñas ametralladoras de comandos terciadas sobre el pecho.

¿Podrían existir humanos tan pequeños como mis hombrecitos…? Durante mucho tiempo seguí preguntándomelo con absoluta seriedad. La escuela y la universidad me habían convencido de que las facultades de hablar, soñar, imaginar y recordar los sueños estaban vinculadas al tamaño del cuerpo y de la masa cerebral. Muchos años después de no haber soñado ni jugado con mis hombrecitos imaginarios seguía, sin embargo, preocupado por la posibilidad de que una evidencia científica cuestionase su verosimilitud.