Testigos de Jehová

MÁS de veinte años sin verlo y sueño con el colorado Craviotto. Es médico clínico, como en la realidad, y un viejo de cerca de sesenta y cinco, como en la realidad. Pero entra al sueño desde un luminoso jardín que da a mi ventana con pasos joviales y vistiendo un traje blanco, no de médico, sino de administrador de ingenio o de obraje colonial: capanga tropical. Siento que ha progresado, pero me cuenta que acaba de divorciarse al cabo de tanta vida matrimonial y se ha venido a vivir a una casita de madera improvisada entre las ramas de un ombú. Con una señal de mi brazo le pido que omita los detalles: conozco esa casita que yo mismo hice construir tres veces para otras tantas generaciones de niños.

Pienso que a su edad no debería andar subiendo y bajando por las ramas, que extrañará su cocina eléctrica, el baño y la indispensable ducha de cada día y que no debería vivir solo, a su edad, en estos tiempos y en una zona tan peligrosa. Pero es un gran clínico que con el dorso de su mano puede auscultar mi pensamiento y me rebate diciendo que adoptó una decisión bien calculada y que, justamente, sacrificios y riesgos eran lo que necesitaba después de tanto tiempo compartiendo sólo lo peor de la vida con su mujer. Lo peor sería el orden.

Sus reflexiones y sus frases eran claras y contundentes: algo inesperado para los personajes de mi infancia, en estos tiempos y en estos sueños en los que cada vez con mayor frecuencia tienden a reaparecer.

Sueño esto un jueves, en una cabaña alpina donde me han alojado en Chile porque todas las reservas hoteleras fueron tomadas por un congreso de Testigos de Jehová. Hay ciento diez mil sectarios instalados en Santiago: a ciertas horas, en los barrios residenciales, en la zona céntrica y en la constelación de malls y shoppings que rodea la ciudad, uno de cada veinte transeúntes luce en el pecho la credencial azul y blanca que lo identifica como participante del evento.

Después de despertar, al bajar de la cabaña para cruzar hacia el chalet donde sirven el desayuno, me olvido de Craviotto y me culpo por mi ignorancia sobre el dogma de esta secta, que, acabo de enterarme, se manifiesta no cristiana. Me lo cuenta la misma camarera mientras explica que he conseguido alojarme «milagrosamente» porque como este complejo turístico fue alguna vez lugar de encuentro de parejas excluyeron su nombre de la lista de proveedores del evento religioso cumpliendo sus exageradas reglas de moralidad.

Esta secta trae todo impreso desde Estados Unidos: los menús, los folletos, las reglas de procedimientos turísticos y las credenciales de plástico blanco y azul que identifican a sus miembros.

Estoy a veinte kilómetros del centro de la ciudad y la conexión de Internet funciona a paso de hormiga, igual que el tránsito desde El Alto a Santiago. La primera imagen que a duras penas se configura en mi pantalla es un mail de Emilio Alfaraz invitándome a un encuentro de ex compañeros de colegio. Le respondo que iré, recuerdo el sueño, y le prometo que se lo relataré en detalle cuando nos veamos en Buenos Aires, en compañía del mismo Craviotto de la promoción 1957 y porque a mí me parecía que algo estaba anunciando sobre este encuentro, y en general, sobre todos los posibles encuentros de la gente.