Mutación

PERDÍ un sueño de fines de la década de los setenta: yo era un langostino de tamaño humano y con pequeñas patitas humanas. Había nacido con esta malformación pero, a cambio, el espacio libre dejado por miembros, hombros y caderas estaba aprovechado por el sistema espinal para almacenar ganglios neuronales que multiplicaban mi capacidad cerebral.

Yo, langostino, tenía apenas doce años e ingresaba a la Facultad de Derecho con el propósito de ser abogado. Mis compañeros, mayores y mucho más humanos que yo, me admiraban porque a tan corta edad ya era graduado de Medicina, Ingeniería y Filosofía y ahora seguía brillando en mis exámenes de Derecho.

Los médicos de un instituto querían investigar mi mutación y yo los eludía cambiando permanentemente mis carreras y el objeto de mis estudios. Mis compañeros me llamaban Thalidomide, pero yo concurría a la facultad orgulloso por la admiración que mis calificaciones despertaban entre las estudiantes, mucho mayores que yo y de origen social muy superior al de mi familia de marginales mutantes.

Todavía ignoraba que durante su adicción a la benzedrina, en tiempos de la redacción de Los caminos de la libertad o de El ser y la nada, Sartre alucinaba que era un langostino que iba dejando una estela viscosa por las veredas que pisaba. Y recién ahora, al compilar esta muestra de sueños, un editor me hizo llegar el libro de los sueños de Graham Greene en uno de los cuales mea camarones y, al revisar la taza del baño, descubre que a través de su pene ha dado a luz a un enorme langostino que deberá abandonar en la cloaca.

Pienso que mi sueño, más placentero, sigue siendo mejor. A pesar de que con frecuencia narran episodios de poder, los sueños del viejo Greene parecen salidos de un tubo orgánico sin que nadie disfrute del proceso de su emergencia.