Las pipas

DURANTE más de quince años fui fumador compulsivo de pipa. Coleccionaba pipas y latas vacías de mis tabacos preferidos: Capstan Full, Player’s, Shell Cut, Balkan Sobranie y Four Square. Esto no es sueño: es un dato biográfico. El tabaco virginia me tenía intoxicado. El humo de las pipas me arruinó la piel de la cara y el hábito de morder la pipa me hizo perder dientes y muelas y llegó a provocarme una asimetría en los ojos y en toda la expresión facial. Una lesión sangrante del labio inferior y varias leucoplasias en las encías tuvieron un diagnóstico alarmante que en 1975 me impulsó a abandonar el hábito.

Desde entonces los sueños de fumar pipa se sucedieron noche a noche durante varios meses. Después siguieron presentándose con menor frecuencia y, hoy, pasado tanto tiempo, aparecen dos o tres veces por año.

Siempre tienen la misma estructura: voy a un lugar, allí encuentro una pipa y una tabaquera, ensayo cargar la pipa, amaso las hebras de tabaco disponiéndolas para la mejor combustión, enciendo y me entrego al placer más intenso que pueda experimentar un fumador.

Voluptuosidad: ya en la infancia, cuando aún despreciaba a los fumadores y crecía convencido de que jamás sería un fumador, asociaba la explosión de la «p» en la palabra «voluptuosidad» con dos labios que se adelantaban para soplar lanzando una voluta de humo mientras la lengua retrocedía para paladear la siguiente bocanada que emergería con la forma de un aro para volar girando intacta en el aire.

Un sueño: llego a la casa de mi amigo Jorge, un psicoanalista que colecciona pipas y tabacos y posa fumando como un joven Freud tras el respaldo de su diván. Me hace pasar a su salón y me pide que espere que termine con su último paciente. Me sorprende el salón. Lo ha decorado con tablillas de maderas de roble rescatadas de viejas barricas francesas que alguna vez debieron contener vinos. La biblioteca fue construida con ese material y tiene estantes y gavetas distribuidos irregularmente. En algunos espacios libres hay latas de tabaco. En otros, vasijas y potes con parejas o tríos de pipas de diferentes tamaños. Encuentro una Dunhill con boquilla de ámbar, la sopeso y pruebo morderla. Siento deseos de cargarla y elijo un tabaco, que, por su bolsa de papel, parece el más barato, o el de menor calidad. No siento deseos de fumar, lo que me prueba que, finalmente, he superado los condicionamientos del hábito. Pero por eso mismo puedo permitirme fumar. Decido postergar el encendido hasta el momento en que los ruidos del ascensor anuncien que su paciente se ha retirado. Entonces Jorge vendrá hacia el salón-biblioteca y se sorprenderá o se enojará al verme fumando una de sus mejores pipas con algo que bien puede ser el peor tabaco que se consigue en la Argentina. Hay un barómetro empotrado en la biblioteca: funciona a péndulo. Había oído hablar de estos ingenios pero nunca había tenido uno ante la vista. Este mide la temperatura, la presión atmosférica y la humedad, y va registrando el paso del tiempo en un cronómetro marca Rolex. Al parecer funciona bien y las agujas marcan las once y treinta: ha de ser medianoche y la sesión sigue sin terminar. Enciendo la pipa y el humo se transforma en un polvo arenoso que me baja por la garganta y tiene algún efecto medicinal que me tensa los músculos de la laringe y da deseos de cantar. Percibo una erección en mi garganta, siento latidos y sensaciones de placer sexual, como si los receptores táctiles del pene estuviesen ahora en mi laringe y en la tráquea. Si cantase o tosiera, todo terminaría, pero me propongo que dure por lo menos hasta que llegue Jorge y se lo pueda comentar.

Por esos días había leído el reportaje a un cirujano especializado en transexuales que promovía su técnica de trasplante de fibras nerviosas del pene a la vagina ficticia que construía en sus pacientes. ¿O habría que llamarlos víctimas?

Otro: una alumna me ha invitado a su casa. Es medianoche. Vive en un enorme apartamento palaciego y me muestra el estudio de su padre. Por los muebles, descubro que se trata de un diplomático retirado. En su escritorio hay una colección de pipas orientales y una tabaquera de cristal. La chica ignora que yo fui un fumador experto y para impresionarla con mi destreza, tomo una pipa de su padre, la cargo y la enciendo mientras ella prepara algo para comer. Vuelve con una bandeja de panes, platillos de salsas y una botella de vodka. Me mira fumar y pronuncia la marca «Absolut» exagerando un acento alemán. Me dispongo a hablar de pipas y le cuento el sueño de la pipa de Jorge. Ella estudia epistemología y para burlarse del psicoanálisis finge interpretar mi sueño poniendo énfasis en los latidos de mi garganta. Lo llama «el sueño de la fellatio a Jorge». Desperté convencido de que el sueño de mi garganta eréctil y erógena fue una experiencia real vivida en el consultorio de Jorge y hasta me prometí telefonearle para divertirlo con los comentarios de la muchacha.

Otro: para celebrar la inauguración de un nuevo edificio de los Tribunales de Buenos Aires emplazado en el puerto, deciden juzgarme por un delito menor que no he cometido. Pero como he cometido otros —mayores— decido no apelar y colaborar con cualquier decisión que tome el juez, que en el peor de los casos me condenará a una pena más leve que la que tarde o temprano me aguardaba. El juez es un inglés viejo que simpatiza de inmediato conmigo, y, desconcertando a los abogados, fiscales y funcionarios que rondan por la sala, me invita a pasar con él a su despacho privado. Lo ha decorado como una réplica de la cámara de oficiales de una fragata militar. Entre instrumental náutico y libros de jurisprudencia guarda su colección de pipas, todas recuperadas de antiguos naufragios. Me ofrece una, como para examinar mi destreza para cargarla y fumarla y me incita a encenderla mostrándome el paisaje marino visto desde una ventana con marco de bronce que simula un ojo de buey con rejas de protección. Enciendo la pipa, y el paisaje portuario se anima con remolcadores, cargueros, portacontainers y pequeñas barcazas de pesca que entran y salen de las dársenas. El viejo me mira complacido. Le pregunto por la pena que me darán, diciéndole que me convendría estar en la cárcel no menos de seis meses, para salir libre de los hábitos de fumar cigarrillos e inhalar cocaína y siento un gran alivio que con cada succión de la pipa crece y se va convirtiendo en una exaltación tan intensa, que temo que el juez la interprete como un síntoma de locura y me condene a purgar la pena en una unidad psiquiátrica.

Otro: voy a comprar un pequeño velero para navegar por la costa del Río de la Plata. En la cabina, mínima, hay dos cuchetas, una cocina de camping y, como único adorno, una pipa curva de marino. Veo que tiene tabaco fresco. Aprovechando que el vendedor me ha dejado solo como prueba de confianza o para facilitar mi revisión del estado y el equipamiento del barco, enciendo la pipa y me siento a fumarla en la cubierta, tomando con la mano libre la barra del timón. El humo va hacia la costa. Por la manera con que el vendedor y el propietario me miran desde el muelle, me convenzo de que han decidido cerrar la operación y que el barco ya es mío sin necesidad de pagarlo: ventajas o privilegios del fumador de pipa.

Otro: asisto a una reunión que la Masonería Argentina organiza como homenaje a los masones desaparecidos durante el reciente gobierno militar. Un maestre ataviado a la manera de las antiguas órdenes del rito escocés reparte sobres a los invitados. Son deseos, votos, objetos y mensajes que los desaparecidos han dejado para sus mejores amigos. En mi sobre hay un mensaje de mi amigo Roberto Cristina escrito en papel de la compañía Nobleza de Tabacos. Tiene su firma y el dibujo de una pequeña pipa maltesa de bolsillo que fue propiedad de Stalin. Es fácil convertir esa clase de dibujos en el objeto representado y la pipa que me llevo a la boca venía ya encendida por Roberto con hebras de tabaco cargadas por el propio Stalin. Veo que cada masón tiene su pipa de época, la mayoría de ellas ridículas, enormes, deformes y decoradas con hilos de seda y borlas de hilos de seda, hueso y marfil. Todos parecen borrachos. Yo también. Algunos dicen que el tabaco que fumamos estuvo conservado durante medio siglo gracias a un licor destilado de champán ruso. Yo lo sabía: poco antes lo había adivinado. Pero no puedo jactarme de ello entre los masones porque ninguno me lo creerá.