La terracota
ÚLTIMAMENTE han vuelto a repetirse las escenas de sueños con cementerios-bosque. Lo mejor es lo frondoso y eterno que rodea esos claros donde los cuerpos que han perdido la propia vida yacen, desaparecen o quedan flotando para siempre a merced de una vida aparente planificada por paisajistas, técnicos y jardineros y sostenida por la naturaleza. En el sueño de anoche los cuerpos eran sometidos a una descomposición programada que los transformaba en un polvo marrón: hasta los huesos eran reducidos a polvo por una colonia de bacterias y hongos microscópicos genéticamente manipulados.
Pensarlo en el sueño me pareció indignante pero ya la humanidad se había adaptado a esta nueva forma de adulteración del mundo y comenzaba a nacer un arte de la contemplación de muertos así reprocesados: los deudos visitaban sus claros para contemplar, desde banquitos de jardín tallados en piedra, la quietud y la aridez aparente de esa tierra marrón a través de la que el tiempo avanzaba lentamente, invisible e inaudible, pero con una velocidad vertiginosa contemplada en la escala de las moléculas de esa tierra y de lo que fue la carne.
Son sueños riquísimos en sensaciones visuales y táctiles en los que tengo oído sólo para palabras —ni el ruido de hojas y ramas movidas por el viento escuché— y en los que, como en todos mis sueños, no registro sensaciones olfativas.
Tal vez así vivamos todos los humanos: somos conciencias llenas de olores percibidos pero memorias vacías de olor y sueños privados de olor, de lógica y, casi sin excepción, de colores.
La tierra marrón del cementerio de anoche parece inspirada en una mezcla de turba, arcilla y ese polvo que antaño utilizaban para estabilizar y dosificar la nitroglicerina. La palabra «marrón» que soñé no era una propiedad visual sino conceptual y estaba para distinguir esa tierra de los claros de arena, mármol, césped y piedras que aparecen en otros sueños con cementerios-bosque.
Escribir estos sueños los traiciona. Comparo unas notas que resumen el del cementerio Fontana y otro sueño de quince años más tarde con la misma escenografía de cementerios-bosque y cuando intento descifrar abreviaturas y gráficos me viene el recuerdo del mito de Alfred Nobel, cuyo mérito habría sido encontrar una manera de estabilizar el explosivo en una solución de algo llamado «tierra de Kieselgur».
Siempre se refiere este mito cuando se comenta la ceremonia anual de entrega de premios Nobel. La imagen de un químico arrepentido de su invención que destina su riqueza a premiar a quienes aportan algo a la paz y la felicidad humana es demasiado armónica para ser cierta.
Los sueños no: aun traicionados por el relato y agrupados por un insensato afán clasificatorio, siguen conservando algo de su verdad para quien los narra.
Contemplo mis sueños como los personajes de aquellos sueños contemplaban a sus muertos.