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Más veneno
El índice alzado del maestro Valentino conminó a Attilio a permanecer en el diván; en cambio nadie impidió a Segismundo, y a Benno con él, ir en pos del médico, que, envuelto en un remolino de faldones de terciopelo color canela, se apresuraba a seguir los pasos del criado. ¿La señora?, se preguntó Benno, resuelto a no quitar nunca más el ojo de encima a Segismundo. Esperó que no se refirieran a donna Claudia. Su muerte habría sido una verdadera lástima; ésa sí que era toda una dama, nada que ver con el tortuoso Vettor. Confió igualmente en que no se tratara de la preciosa Beatrice, a la que había vislumbrado en cierta ocasión mientras entraba en Ca’Darin junto a su abuela. ¿Qué demonios había sucedido?
Tanto donna Claudia como la señorita Beatrice se hallaban presentes en la habitación, la primera de rodillas junto a una joven desmayada, y la segunda refrescando el rostro de la misma mediante un cuenco de agua que sujetaba una doncella. Oyendo llegar al maestro Valentino, Beatrice alzó la vista; la gorra calada de terciopelo y piel indicaba a las claras la profesión del recién llegado, por lo que la joven no tardó un segundo en cederle el puesto.
Benno no había visto en su vida a la joven tendida en el suelo, y no supo que tenía delante a Isabella Ermolin, cuyas hazañas le eran tan familiares; demasiado para su gusto, según había pensado durante la noche pasada en la habitación de Zenobia.
—¿Qué ha ocurrido?
El maestro Valentino se arrodilló frente a donna Claudia y tocó el cuello de Isabella para tomarle el pulso. Después le levantó la cabeza suavemente. Asomado tras el brazo de Segismundo, Benno vio que la negra melena goteaba sangre sobre la frente y el suelo. Donna Claudia se retorcía las manos, angustiada hasta el punto de olvidar su dignidad.
—Se ha caído. Admito haber sido torpe… —Apartó la mirada, evitando los inquisidores ojos del médico—. Iba a coger la copa que me ofrecía y de repente tropecé. Creo que le di un empujón.
—Su cabeza se golpeó con esto.
Segismundo estaba de cuclillas, con la mano sobre el borde de un arcón; en efecto, había una mancha sobre la guirnalda de querubines tallada en la madera. El maestro Valentino auscultó el pecho de Isabella, tocándole el mentón con la gorra en una extraña parodia amorosa. Beatrice lo observaba todo estrechándose el cuello con las manos, como si ahogara las palabras que pugnaban por salir. Benno, presencia casi imperceptible tras la doncella del cuenco de agua, pensó que Isabella era tremendamente hermosa; al mismo tiempo se preguntó por qué donna Claudia le estaría dando la impresión de mentir.
—Llevadla a la cama.
El maestro Valentino sujetó la cabeza de la joven, mientras Segismundo, ayudado por donna Claudia, envolvía las piernas de Isabella con la falda y la levantaba del suelo. La cama tenía un dosel de seda verdemar apuntalado sobre finas columnillas doradas, y cortinas de seda recogidas con cuerdas también doradas. Dos doncellas retiraron la colcha a juego con el dosel y Segismundo depositó a Isabella. Donna Claudia acudió junto a los cojines bordados, sin dejar de apretar las manos con nerviosismo.
—¿Morirá? ¿La he matado?
Eso es llevar un poco lejos la responsabilidad de una caída, pensó Benno. ¡Como si la hubiera empujado a propósito! A sus espaldas una doncella estaba limpiando el suelo. Otra, que había entrado a toda prisa en la sala, ayudaba a donna Claudia a desnudar a la joven. Reconociendo a Chiara en la segunda, Benno supo por fin quién era la mujer a la que habían metido en cama. Sin duda Isabella había venido a visitar a su hijastra.
Todo se aclaraba. Benno recordaba muy bien su última estancia en aquella casa, la noche en que Segismundo se había enfrentado con Dion y los leones. Donna Claudia se había mostrado sumamente recelosa de Isabella, convencida de que había envenenado a Marco y de que estaba acechando la ocasión de hacer lo mismo con Beatrice, queriendo con ello convertirse en única heredera de la fortuna de los Ermolin.
¿No estaba también embarazada?
Corridas alrededor del lecho las cortinas verdemar, Segismundo se retiró, dejando que el maestro Valentino prosiguiera su examen. Conversó en voz baja con donna Claudia. Ahora Benno sabía con certeza qué había ocurrido.
Días atrás donna Claudia había dicho a Segismundo que pensaba comunicar sus temores a su nieta, haciéndole jurar que no diría nada. Pretendía así evitar que acudiera con toda inocencia al palacio Ermolin, arriesgándose a seguir el mismo destino que su hermano; sólo hacía falta tener a mano a alguien más, un cabeza de turco como lo había sido el pobre Cosmo cuando la muerte de Marco. Evidentemente donna Claudia no había sido capaz de evitar que la señora Isabella viniera a visitarlos. Así las cosas, donna Claudia había entrado en la habitación, procedente quizá de la cocina, donde se preparaba a toda prisa un banquete para el capitán general; su aparición había sorprendido a la señora Isabella en el acto de ofrecer una copa a Beatrice, una copa en la que podía haber vertido alguna sustancia mortífera.
La exactitud de las conclusiones de Benno fue refrendada por los acontecimientos que siguieron.
—¿Deseáis examinar esto también?
Segismundo tenía en sus manos un objeto de oro, parecido a un pomo de aromas. Colgaba de una cadena sujeta a un cinturón de cuerda de oro trenzada, prenda que Chiara había depositado sobre el arcón junto a la diadema de perlas y el velo dorado de Isabella. Segismundo abrió el pequeño receptáculo y olió su contenido. Lo tocó, se llevó el dedo a la lengua, corrió a la ventana y escupió. Seguidamente tomó un poco del agua que acababa de traer la doncella y, hechas unas gárgaras, volvió a escupir.
Benno se daba cuenta de que no era el extraño comportamiento de su señor la causa de que donna Claudia mirara fijamente el pomo y lo arrebatara de manos de Segismundo.
—No lo vertáis, señora.
—Entonces es cierto. ¡Veneno!