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¿No hay secretos?

—No querréis decir que lo ordenó el dux, ¿verdad?

Segismundo observó cómo Benno volvía a su sitio y se hacía de nuevo con ambos remos. Su respuesta fue precedida por un largo murmullo.

—Mmm… Veo que no sabes gran cosa del dux. Lleva un tocado precioso y se une al mar en matrimonio con un anillo muy grande, pero no tiene mucha mano en lo que decide la República Serenísima. Eso sí, posee voto e influencia.

Consciente del eco que reverberaba entre los altos edificios situados a ambos lados del oscuro canal, Benno bajó la voz y, antes de formular su pregunta, esperó a adelantar el cuerpo en la siguiente remadura.

—Y esa gente… —Imaginó a un grupo de vagas siluetas que controlaban al dux como a un títere—. ¿Matarían así, sin más? De esa manera, quiero decir. —Se señaló el ojo izquierdo y estuvo a punto de perder un remo—. ¿No preferirían ejecutarlo de la forma habitual?

—En esta ciudad no siempre hace falta que la justicia se vea; basta con que se sepa. Si los Diez se decidieran a dar la nota no tardarías en enterarte.

—¿Los Diez? —La imagen de los titiriteros del dux adquirió proporciones descontroladas en la mente de Benno.

Segismundo se llevó un dedo a la boca, sin dejar por ello de sonreír.

—Este no es lugar para preguntas como ésa, Benno; de todos modos te repetiré un refrán veneciano: «Los Diez te envían a la sala de torturas, y los Tres a la tumba». ¡Eh, gira a la derecha!

Benno volvió la cabeza y forcejeó con denuedo, mientras le caía encima una lluvia de imprecaciones; había pasado rozando junto a un bote que descargaba mercancías en un pequeño embarcadero. El barquero y los criados de la casa dieron vía libre a toda clase de suposiciones acerca de la familia de Benno, quien de hecho compartía su ignorancia al respecto, aunque no su pesimismo; por suerte, el destinatario de tamañas injurias salió indemne del vapuleo gracias a su desconocimiento del dialecto veneciano. Tardó poco en ser clasificado como forastero y rematado idiota, quedando su manejo de la embarcación como algo normal, ya que no excusable. La sarta de improperios se interrumpió en cuanto vieron al pasajero de Benno. Difícil tarea la de clasificar a aquel hombre, que viajaba en un bote sin pretensiones de elegancia al mando de un majadero; no obstante, había algo en él que los hizo callar, un aplomo, un sosiego muy peculiar, por no hablar de la reciedumbre que se adivinaba bajo su toga de seda añil. Preguntados por Segismundo acerca de su librea, los hombres contestaron con gran respeto. Benno siguió remando y sudando hasta que logró doblar la esquina sin contratiempos, emergiendo del pequeño canal lateral.

La fachada de la casa junto a cuya puerta de servicio acababan de pasar no podía ser más distinta. Un juego de columnas adosadas recibía el peso de un arco, sobre el que dos grifos de expresión severa sostenían un escudo de piedra. El escudo mostraba a una especie de pájaro en pleno vuelo, que parecía haber escapado por los pelos de las garras de los grifos. Bajo el arco se abrían dos enormes batientes de roble. En el embarcadero, dos mujeres a bordo de una vistosa góndola recibían ayuda de un grupo de criados con librea. Segismundo hizo señas a Benno de que se detuvieran; una vez depositados los remos, Benno volvió la cabeza y se fijó en las dos mujeres. La primera era una dama de cierta edad, alta y de porte imperioso, vestida con brocado de color burdeos y un velo de ribetes dorados que le cubría sus trenzas grises. La segunda acababa de rechazar la mano que le tendían y subía los escalones de dos en dos sin cuidarse de sus zapatillas bordadas; se había echado el velo de viaje hacia atrás con impaciencia, y era poco más que una niña. Su cabellera era cobriza, color que Benno empezaba a asociar con las venecianas, y estaba dispuesta según la última moda: una diadema de finas trenzas sujetas con hilos de plata, y largos rizos que se derramaban por encima de los hombros.

Ambas desaparecieron por el portón sin mirar atrás, dejando a Benno con un palmo de narices; en efecto, la más joven le había parecido digna de un examen detenido. Los criados que descargaban el equipaje en la puerta de servicio los habían informado de que aquel palacio era Ca’Darin, hogar del patricio que había contratado a Segismundo. Éste, dando pruebas una vez más de un extraño don innato para la orientación, había sabido en todo momento adonde se dirigían.

La góndola zarpó, Benno ocupó su lugar y Segismundo avanzó a grandes zancadas por el mármol.

—¿Está en casa el señor Darin?

—¿Quién pregunta por él?

Una vez más Segismundo planteaba un dilema. Había llegado en una barca de aspecto humilde, conducida por un bobo, y con un perrito sucio y mutilado asomando por la borda. Por otro lado, nada en aquel hombre autorizaba a despedirlo con cajas destempladas; además, llevaba una toga digna del mismísimo dux. El criado modificó la pregunta.

—¿En qué puedo ayudaros, caballero? Mi señor no está en casa.

—Averiguad si vuestra señora estaría dispuesta a recibirme.

Por unos momentos el criado no se movió de la puerta, desconcertado por tan poco ortodoxa petición; no obstante, antes de que tuviera tiempo de oponerse o hacer más preguntas, una voz resonó en el enorme salón y le hizo volverse. Segismundo pasó junto a él e hizo una reverencia.

—Segismundo, señora, para serviros. He venido a informar al señor Vettor.

—¿Informar? ¿De qué?

Dos ojos negros y vivaces lo observaron con una mezcla de interés y sorpresa, rematados por un par de cejas igual de oscuras. Quizá los informadores de su esposo tuviesen costumbre de entrar por la puerta de servicio, no vestir togas de seda añil adecuadas al gusto del propio Vettor y llevar la cabeza cubierta de forma más normal.

—¿Me permitís que hablemos en privado, señora?

—¡Abuela! —Apoyada contra la suntuosa baranda de la escalera, una muchacha pelirroja examinaba al inesperado visitante.

Benno estaba en lo cierto: era digna de ser contemplada. La otra mujer era bien parecida, pero la belleza de su nieta era espectacular. Su rostro pálido y anguloso, cubierto de pecas que ni el polvo de arroz lograba disimular, no desmerecía del marco de sus cabellos. Sus ojos, enormes y negros, siguieron examinando a Segismundo. Poco acostumbrada, como muchacha de buena familia, a ver hombres que no fuesen parientes suyos, estaba aprovechando la oportunidad al máximo.

Su abuela le dirigió un imperioso ademán que significaba: «Vete de aquí». Antes, sin embargo, la joven dedicó a Segismundo una mirada cordial.

—De acuerdo. Tomaremos vino en el piso de arriba. Primero debo quitarme estas ropas de viaje. Acabamos de llegar de la villa de mi hermana, al otro lado de la laguna; os aseguro, señor, que ha sido de lo más desagradable tener que pasar por tantos canales embarrados.

Segismundo, que conocía el problema por experiencia, inclinó la cabeza por segunda vez antes de ver desaparecer a la dama escaleras arriba. Separándose del grupo que daba la bienvenida a la dueña de la casa, dos criados corrieron tras ella con apremiantes susurros de «Señora, señora…». Un sirviente de librea se acercó a Segismundo para acompañarlo al piso de arriba y guiarlo a la gran sala de visitas. Segismundo se colocó junto a una ventana para observar a Benno, que había sujetado la amarra a uno de los postes estriados rematados por un grifo. El contraste del bote con la suntuosa góndola venía a ser como el que habría ofrecido Biondello al lado de un perro lobo. Ignorante de que lo estaban observando, Benno atendía a las palabras de uno de los sirvientes de librea, que señalaba en dirección al canal. Segismundo sonrió. Benno debía de estar entendiendo bastantes cosas, dado el detenimiento con que, enfrentado a la evidente falta de luces de su interlocutor, el criado pronunciaba las palabras en dialecto. Biondello, apenas visible a tanta distancia, vio a Segismundo y, con un ladrido que los muros de la casa se ocuparon de amplificar, casi hizo que el criado cayera del susto.

Segismundo se volvió al oír que abrían la puerta.

—Si sois portador de malas noticias, caballero, llegáis demasiado tarde. —El vestido de damasco negro prestaba un aspecto majestuoso a la señora de la casa, pero su rostro y voz delataban tristeza—. Los criados son como ratas, corren de casa en casa para alimentarse de las sobras. Mi esposo ya debe de estar al corriente; me han informado de que esta mañana pensaba ir al palacio Ermolin para visitar a nuestro yerno.

Entró un criado cargado con vino y galletas.

—Donna Claudia —dijo a su señora—, la señorita Beatrice está muy afligida.

—Lo sé. —Donna Claudia despidió al criado con un gesto impaciente de la mano—. Iré en cuanto pueda. Cuidad de la pobre niña.

Después de que saliera el criado, la doncella sirvió el vino, ofreció las galletas y permaneció apostada junto a la puerta.

Donna Claudia se sentó e hizo señas a Segismundo de que se acercara.

—¿Qué nuevas traéis? Mi esposo no me oculta nada.

El fugaz extravío de su mirada pareció indicar que, más que una realidad, sus palabras expresaban un deseo. Segismundo no dejó traslucir sus dudas.

—Señora, si estoy aquí es justamente por no haber encontrado al señor Vettor en el palacio Ermolin. Esta mañana me ha encargado que investigue el asesinato del señor Ermolin. Vengo a informar de lo que he averiguado.

—¡Estabais ahí! ¿Acaso habéis visto…? —Donna Claudia titubeó, presa sin duda de una horrible visión—. Me han dicho que lo han… mutilado. —Su mano esbozó un movimiento—. ¿El ojo?

—Me temo que sí, señora. Y el cuello.

—¡Qué espanto! —Donna Claudia se puso en pie y caminó por la sala, suscitando un frufrú de sedas sobre el mármol—. ¡Qué espanto! ¿Quién podía odiarlo hasta ese punto? —Dio media vuelta y volvió a su asiento, aplicando a sus sienes la punta de los dedos como en acto de conjurar mentalmente al enemigo—. Cierto, era implacable en sus negocios; todos los que tienen éxito lo son. Pero… ¿enemigos? —Hizo una pausa y miró a lo lejos, negando después con la cabeza—. No, no. No es posible.

—¿Me permitís una pregunta, señora? ¿Qué estáis calificando de imposible?

—Que un loco haya asesinado a Niccolò. Sin embargo… —Se tocó el párpado—. Tiene que haber sido obra de un loco.

—Sólo un loco muy especial podría trepar a una casa y atacar a un hombre que no le ha hecho ningún daño. Es más fácil apuñalar a cualquier transeúnte.

—Pero ¿y si creyera que Niccolò lo había perjudicado?

—Decidme, señora, ¿a qué loco os referís?

Donna Claudia volvió a alejarse; el movimiento de su cabeza hizo brillar la gasa de ribetes dorados que protegía sus trenzas grises. Segismundo permaneció inmóvil, sin dar señales de impaciencia. Al pasar junto a una de las ventanas, donna Claudia oyó voces y miró al exterior.

—Aquí está mi esposo. Ahora podréis hacerle todas las preguntas que queráis.

Segismundo contestó con una reverencia. Había estado a punto de oír algo que quizá Vettor prefiriera ocultarle.