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Hígado con cebolla junto a los generales
Los dos hombres, a la vez tan semejantes y distintos, habían subido por la escalera entre miradas de curiosidad procedentes del patio interior. El último tramo que llevaba al piso superior fue salvado por el segundo hombre con creciente irritación; se trataba de un enano, y para los enanos siempre es problemático subir escaleras.
La antecámara en que desembocaba la escalera no los entretuvo mucho tiempo, pues se les invitó a pasar entre reverencias a una sala mucho mayor donde la República Serenísima solía hacer esperar a los embajadores. Permanecieron ahí un tiempo contemplando los frescos y dorados, tan notables como suelen serlo los frescos y dorados concebidos para impresionar a los embajadores. De todos modos ya los habían visto antes. El enano, aburrido, se acercó a la ventana pisando fuerte y miró al exterior, sobresaltando a una paloma posada en el alféizar. Mientras hacía muecas a otra, un lacayo abrió de par en par las puertas del otro extremo de la sala y los hizo pasar al salón donde se hallaban el dux y su Consejo.
La entrevista con el dux duró cerca de una hora. El suelo se cubrió de mapas. El hombre alto y robusto se deshizo en sonrisas. El enano mostró los dientes. Ambos se mostraron muy compenetrados, y dux y Consejo asintieron complacidos a sus palabras. La República Serenísima no tenía costumbre de recurrir a nadie cuya procedencia y trayectoria no hubiera sido examinada antes con sumo cuidado, y aquellos dos hombres habían demostrado merecer su pintoresca reputación.
Ottavio Marsili era el octavo hijo de una familia de campesinos. De haberse divulgado las hazañas de su madre contra toda una serie de bandidos que habían intentado asaltar el pueblo, hazañas que en cierta ocasión habían llegado al extremo de descalabrar al cabecilla con una sartén, la buena mujer se habría hecho acreedora al honroso calificativo de marimacho. Nono, el enano, era el noveno hijo; ambos eran los únicos que habían heredado la inteligencia y coraje de su progenitora.
También habían heredado su mano izquierda en cuestión de bandidos, puesto que habían llegado a liderar una banda cuya excelente organización había captado a muchos nuevos miembros, alcanzando tales proporciones que pronto se vieron en la situación de poder ofrecerse a gran escala como condotta, fuerza alquilada por estados incapaces de dedicarse al pillaje por sus propios medios.
En esos momentos trabajaban para la Serenísima, si bien el pillaje recibía el eufemismo de «guerra». Venecia era consciente de que su comercio sufriría daños irreparables si, en aquella coyuntura de guerra contra el turco, no se anexionaba algunas ciudades de tierra firme que estaban comerciando por su cuenta más de lo debido, ciudades que pertenecían al duque de Montano. He ahí lo malo del comercio: se establece una red y, como podría atestiguar cualquier araña, se hace necesario atender al menor movimiento. ¿Que se quiere cazar una mosca bien gorda? Para eso están Ottavio y Nono Marsili.
La entrevista con el dux había llegado a su fin. Les esperaba otra, más importante. Cruzaron el salón de espera para embajadores (donde en esos momentos había uno esperando, menos impresionado por los frescos que por la presencia de los dos famosos condotieros) y fueron introducidos en otra habitación.
Aquella habitación suscitaba aprensión en todo aquel que hubiera servido mal a la República. Los traidores le tenían pánico. En ella se reunía el Consejo de los Diez, en cuyas manos descansaba la seguridad de Venecia. Ahí era donde daba sus órdenes secretas e interrogaba a los acusados.
Ottavio Marsili salió de la habitación con la misma sonrisa con que había entrado. Su hermano apretaba los labios; en cuanto oyó que se cerraba la puerta se secó el sudor de la frente. Bajaron en silencio por las escaleras del patio interior y el exterior. Por fin, ante los ojos fascinados de todos los presentes en el patio, Nono tomó la palabra:
—Me muero de hambre. Vamos a comer algo.
Salió sin esperar a su hermano y, una vez en la atestada Piazzetta, miró alrededor en busca de un vendedor ambulante. Pese a su fama de devorador de niños bien tostaditos, la auténtica pasión de Nono era el hígado frito con cebolla, plato que constituía el orgullo de Venecia. No por ello pensaba hacer ascos a cualquier otra cosa en que pudiera hincar el diente y aplacar su punzante apetito, como por ejemplo el pincho de calamares que acababa de ver no muy lejos dando vueltas sobre una sartén. Mientras Nono trotaba hacia su objetivo entre un revoloteo de palomas, su hermano lo alcanzó y, poniéndole una mano en el hombro, señaló un lugar concreto.
Un hombre alto y vestido de negro caminaba entre la multitud, reflejando los rayos del sol con su cabeza rapada. Los hermanos Marsili se miraron; Ottavio arqueó las cejas y ambos echaron a caminar, dejando los calamares para otro momento. No llegaron a fijarse en el astroso hombrecillo de barba negra y recortada que seguía al más alto llevando en brazos un pequeño perro de lanas, sobre todo porque era la persona menos llamativa que uno pudiera imaginarse.
Ottavio se puso al lado del hombre alto y dijo con voz queda:
—¿Me equivoco o sois Segismundo?
Su discreción, si era tal, recibió recompensa. Benno se detuvo en seco a fin de no topar con aquellos dos hombres enzarzados en un abrazo cuya cordialidad lindaba con la violencia. Segismundo se desprendió de él con una amplia sonrisa y, mirando hacia abajo, estrechó con fuerza la mano de Nono. Benno sabía que la alegría de su señor no garantizaba que se hallaran en presencia de amigos. Había comprobado que es posible sonreír a una posible víctima mientras se espera la ocasión de asesinarlo. De hecho, una vez se presenta esa ocasión tampoco hay por qué dejar de sonreír.
—¡Quita, quita, ya lo sé! ¿Qué otra cosa puede traer a Venecia a los hermanos Marsili? —Segismundo sonrió al rostro alzado de Nono—. ¡Hígado con cebolla! ¿A que sí?
El sonriente enano dio una palmada.
—Vamos a ver si encontramos. Tengo tanta hambre que me comería una paloma de esas con plumas y todo.
Benno advirtió que los tres hombres que tenía delante se abrían camino entre la muchedumbre de un modo que le permitía seguirlos sin problemas. Mucha gente se volvía a mirarlos. Ya había notado que Venecia estaba llena de extranjeros y no andaba escasa de enanos, pero aquel trío imponía respeto.
Benno no tardó en saber más cosas de los hermanos Marsili, además de su efecto sobre la multitud; por ejemplo sus gustos culinarios, que él mismo les ayudó a satisfacer en una apartada taberna a la que los condujo Nono, frotándose las manos con satisfacción anticipada. Después de acomodar a Biondello en su jubón, Benno cogió la jarra de vino de manos del mozo y sirvió a su señor y los dos desconocidos. El más alto, de hombros que rivalizaban con los de Segismundo y cabellos grises cortados al estilo militar (es decir, siguiendo la forma del casco por encima de las orejas), poseía un rostro amplio y atractivo; daba la impresión de haber asistido a escenas de gran crudeza sin pestañear, quizá incluso con cierto deleite. Mojó el pulgar en el vino que había caído de la jarra y empezó a dibujar sobre la mesa, mostrándolo a Segismundo. Nono, que no participaba del interés de este último, se volvía una y otra vez con la esperanza de atisbar su hígado con cebolla.
—No tienen ninguna posibilidad. —La sonrisa de Ottavio se ensanchó, descubriendo unos cuantos dientes más—. Si no se rinden pronto morirán de hambre. Los tenemos rodeados.
—El otro día les enviamos una cabeza de burro con la catapulta —intervino Nono—, pero no captaron la indirecta. Imagino que estarían demasiado ocupados comiéndosela, aunque estuviera podrida. Seguro que ya han acabado con sus existencias de ratas, y eso que debían de ser bien gordas. Cuando hay muertos sin enterrar siempre salen ratas a montones. —La mueca burlona de Nono descubrió el mismo número de dientes que su hermano, a excepción de uno que le faltaba. Aunque el cabello de Nono era fino y negro, en conjunto se parecía mucho a su hermano; era algo que iba más allá de cualquier similitud objetiva de rasgos, residiendo quizá en la energía que los caracterizaba a ambos.
Ottavio tiró de la manga de Segismundo sin dejar de sonreír.
—Ven con nosotros. No sería la primera vez que lucháramos juntos.
—Sí, pero en bandos distintos, ¿recuerdas?
—Si hubieras estado a mi lado, quizá no me hubiera dado cuenta de lo que hacías. Lástima que a tu jefe le entrara el canguelo y se retirara. Estuviste a punto de hacernos perder la escaramuza.
El mozo depositó en la mesa unos platos de hígado frito con cebolla. Cogiendo el suyo, Benno se apoyó contra la pared y fue chupándose los dedos en el proceso. Nono, más arrimado a su plato que los demás, no perdió el tiempo. Mientras engullía el segundo bocado dijo:
—Decídete. Necesitamos de hombres como tú.
—Como tú no hay nadie. Pero si el duque Guido sale de la cama el tiempo suficiente para montar a caballo, quizá traiga otro ejército. Entonces sí que verías un buen combate. ¿No quieres venir? ¡Hay buen botín!
Ottavio había adoptado un tono de flagrante marrullería, convirtiendo en caricatura sus vivos deseos de convencer a Segismundo; sin embargo, a juicio de Benno ninguna máscara podía ocultar lo peligroso que era aquel hombre. Quien se atreviera a negarle algo corría el riesgo no sólo de acabar con toda la dentadura metida en el gorro, sino de no volver a necesitar gorro nunca más.
—Estoy comprometido, Marsili. Mi tiempo no me pertenece.
Nono dejó de masticar con la boca abierta y miró a Segismundo con una expresión de curiosidad que era réplica exacta de la de Ottavio.
—¡Has ido a ver a los Diez!
—No he tenido ese honor. No; es un encargo privado de una familia de la ciudad.
—¡Privado! —bufó Nono, salpicando la mesa de cebolla frita—. ¡Estos venecianos lo hacen todo en privado! ¡Apuesto a que debajo de esta mesa hay un espía! —Se agachó para comprobarlo, y al levantarse vio que la cabecita de Biondello lo miraba desde el jubón de Benno—. ¿Lo ves? ¡Vayas donde vayas te están vigilando! —Soltó una estrepitosa carcajada y, cogiendo un trozo de hígado, lo acercó al jubón—. Uno que ha quedado contento. —Sus ojos, pequeños y sagaces, examinaron a Benno—. ¿Y este qué hace con un perro faldero, como si fuera una damisela? —Antes de que Segismundo alcanzara a contestar Nono tuvo ocasión de ver por entero la cabeza de Biondello, pues el animal la había sacado con la esperanza de recibir más obsequios—. ¡Anda, mercancía tarada! —Soltó otra carcajada—. Parece recién salido de un asedio.
—Y ese asedio —dijo Segismundo con tono serio, captando la atención de ambos hermanos—, ¿cuánto calculáis que durará?
Ottavio proyectó la mandíbula hacia adelante y se la acarició con aire meditabundo.
—Si piensas unirte a nosotros no tardes demasiado. No podrán aguantar mucho más; o salen a pelear o se mueren de hambre.
—Pues lucharemos con esqueletos. —Nono sacaba brillo al plato con un trozo de pan, bajo la mirada anhelante de Biondello. Se lo metió en la boca y masticó sin perder su siniestra sonrisa—. Menos mal que el oro no adelgaza en los asedios; sino ya no valdría la pena.
—Costes de guerra. Necesitamos oro para seguir luchando. —Ottavio redujo su voz a un murmullo casi imperceptible para Benno—. Venecia está tosiendo sangre para pagar los suministros.
—¿Y sus patrióticos ciudadanos? —La voz de Segismundo no desmereció de la de Ottavio, pero Benno estaba acostumbrado a interpretar su ronco murmullo—. ¿No contribuyen a los gastos de la República?
Nono se apoyó en la mesa y esbozó una mueca.
—Eso si no los matan. Dicen que a uno de los más ricos le han atravesado el pellejo esta mañana…
Segismundo movió la cabeza con gravedad.
—Los ricos no deberían mezclarse en riñas callejeras.
—¡Qué riñas ni qué…! Ha sido en su propio palacio, en su estudio. Que se sepa no se había peleado con nadie, aunque… —Los gestos con que Nono pretendía llamar la atención del mozo estuvieron a punto de hacerlo caer de la silla—. Aunque muchos tenían motivos de sobra para hacerlo. ¡Y eso que un estudio parece lugar seguro! —Volvió hacia Segismundo un rostro lleno de pérfido regocijo—. Donde está ahora ya no hay quien lo ayude, ni su antigua y encopetada familia ni todo su dinero. Hace años que Niccolò Ermolin había vendido su alma al diablo.