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Su futuro quedará sentenciado

Dos pisos más arriba, lo único que oyó el cardenal Pantera fue la civilizada voz del maestro da camina anunciándolo al dux Scolar. Era la primera vez que se veía con el dux en privado, pero en cuanto lo vio, vestido con toga dorada, acudir a su encuentro para tomar su mano y besar el anillo, el cardenal, hombre compasivo, tuvo la repentina sensación de que tenía delante a un hombre acabado. Su porte se mantenía erguido, la boca imponía con determinación su sonrisa sobre el rostro surcado de arrugas, pero los ojos parecían recién salidos de un infierno.

El cardenal lo bendijo de corazón.

Intercambiaron los saludos de rigor. Si bien los cardenales suelen tener familia numerosa, y el cardenal Pantera no era una excepción, lo normal es que en todo momento se refieran a sus vástagos mediante los eufemismos de «sobrinas» y «sobrinos». Sin embargo, el cardenal Pantera daba muestras de una castidad tan asombrosa que a ese respecto no había preguntas que hacer; y, por otro lado, habría sido una crueldad interesarse por el hijo del dux. Todo lo que había que saber lo había visto el cardenal Pantera en aquellos ojos atormentados. Le habían informado del exilio de Pasquale, y no hacía falta que le dijeran qué futuro podía esperar un hombre que ya nunca volvería a ver a su único y amado hijo.

El dux llevó al cardenal a otra parte de la habitación, alejándose de los sillones que les habían preparado y acercándose a una ventana a cuyo lado había un banco cubierto por un largo cojín bordado. Una vez sentados el dux miró hacia el patio interior a través del cristal gris. Bruscamente dijo:

—Los Diez quieren que dimita.

El cardenal Pantera arqueó sus dolientes cejas.

—¿Dimitir, excelencia? ¿Puede un dux dimitir?

La sonrisa amarga del dux hizo que a ambos lados de su fina boca se marcara una pequeña arruga.

—Eso mismo les he dicho yo, eminencia. Fui elegido dux. Según la ley los Diez no pueden destituirme por propia iniciativa. Debe hacerlo el Gran Consejo, mediante una decisión mayoritaria apoyada por seis miembros de la Señoría.

El cardenal Pantera contempló el hilo de oro que adornaba el dorso de sus guantes rojos.

—¿Conseguirían esa decisión si consultaran al Gran Consejo?

—¡Ésa no es la cuestión! No lo consultarán porque se bastan a sí mismos para imponer su ley. No diré nombres, pero hay en los Diez quien desea mi muerte, igual que deseaban la de mi hijo. —El dux cogió con fuerza el guante rojo que tenía a su lado—. Quieren mi ruina. Me arrebataron a Pasquale, y lo han exiliado para destruirme. —Su voz se hizo quebrada y ronca—. No lo conseguirán. No pueden obligarme a dimitir.

Durante unos minutos reinó el silencio, interrumpido sólo por los arrullos guturales de una paloma posada en el alféizar. El cardenal Pantera alzó la vista hacia los frescos del techo, buscando inspiración en un torbellino de querubines.

—¿Habéis pensado, excelencia, que oponerse a ellos podría ser peligroso?

—¿Habéis pensado, eminencia, que tal vez ya no le tema a nada? ¿Qué satisfacciones puedo esperar de la vida? —La voz del anciano cobró un ímpetu lleno de pasión—. Ya sólo puede alegrarme una cosa: frustrar las esperanzas de quienes conspiraron para exiliar a mi hijo. Si deciden matarme moriré; todo menos dimitir.

El cardenal se volvió para ver de frente el rostro del anciano.

—Hijo mío, ésa no es manera de enfrentarse a la muerte. He oído decir que en Oriente los hombres que llegan a la vejez se retiran del mundo. Se vuelcan por decisión propia en prepararse para ese otro mundo que no tardará en abrirles las puertas, renunciando libremente a todas las inquietudes y obligaciones de la vida terrena. Esos hombres que conspiran para derrocaros, ¿no os estarán ofreciendo un bien oculto? —Levantó la mano que seguía aferrada a la suya—. Hijo mío, es preciso que os mostréis resignado, en todo el sentido de la palabra. Dios nos somete a graves tribulaciones, pero siempre lo hace con un fin. Nada de lo que Él hace carece de significado. Debemos buscar ese significado con humildad de corazón.

—¿Entonces creéis que debería dimitir? ¿Es eso lo que sugerís? ¿Que permita a Vettor Darin convertirse en dux?

El cardenal sonrió con pesar.

—¿Tan a gusto habéis soportado ese yugo para ahora negárselo a él? Dejad que quienes ansían altos cargos se graven las espaldas con su peso. No sabe lo que os está ofreciendo a cambio: libertad para cuidar de vuestra alma y rezar por quienes necesitan vuestras plegarias.

Uno y otro tenían en mente la imagen de aquel hijo navegando hacia Chipre, donde difícilmente aumenta rían sus esperanzas de salvación. Cuando un hombre abandona su ciudad natal no deja atrás su manera de ser; no hay cambio de residencia capaz de imponer sentido común de la noche al día.

El dux volvió la cabeza para contemplar el tejado de enfrente, donde el estandarte de san Marcos chasqueaba como un látigo bajo el viento llegado del mar. Sus siguientes palabras fueron pronunciadas con tono reflexivo.

—Podría coger un barco y visitar los monasterios. Tengo amigos ahí que llevo años sin ver.

—Os acompañaría con mis oraciones. Dios se complace de ver a los hombres renunciar a su orgullo.

El dux se volvió bruscamente.

—¿Su orgullo?

—¿No es orgullo lo que os mantiene en el cargo a fin de contrariar a vuestros enemigos?

El dux se irguió por unos instantes. Sus ojos echaron chispas; después, percibiendo la mirada de reprobación del cardenal Pantera, soltó una inesperada carcajada. Al otro extremo de la sala, los criados apostados junto a la puerta de doble hoja intercambiaron una mirada significativa, dando a entender que no habían oído aquella risa desde la marcha del joven Pasquale.

—Tenéis razón, naturalmente. —El dux estrechó en sus manos la del cardenal—. ¡Ha sido Dios quien os ha enviado! El patriarca no me aconsejó nada parecido, aunque hay que decir que no es muy amigo de Vettor Darin. He ahí a alguien a quien Darin tendrá que ganarse si quiere ser mi sucesor. —Soltó la mano y se frotó las rodillas, como si se alegrara de antemano de los infinitos problemas, esfuerzos de persuasión y sobornos que todo aspirante a sucederlo tendría que emplear.

De pronto se quedó inmóvil y dijo con gran seriedad:

—Sólo hay una cosa que lamento. Con Darin quedará sentenciado el futuro de un hombre, Segismundo. Le pedí lo imposible, limpiar el nombre de mi hijo; hoy he sabido que ha sido arrestado por los Diez. En mi opinión puede dársele por muerto.