17
Leones en la noche
Apenas una hora después de dormirse, unos golpes en la puerta sobresaltaron a Benno. Se levantó del colchón y, latiéndole el pulso con tanta fuerza como los golpes, vio que Segismundo ya estaba a punto de abrir la puerta, espada en mano.
La dueña de la posada, envuelta en un edredón y con sus cabellos grises sujetos con una trenza medio deshecha, apareció al otro lado la puerta con una linterna en sus manos. La visión de la espada la ofendió.
—Pero señor, ¿en qué casa creéis encontraros? Os aseguro que aquí no hay ladrones. El señor Darin quiere veros cuanto antes. Uno de sus hombres —dijo señalando a un individuo que esperaba en la escalera— os acompañará hasta él. No he querido que os despertara él mismo.
Se ciñó el edredón, aceptó la moneda que Segismundo ponía en su mano y, una vez protegidos su huésped y su pudor, se llevó la linterna a su habitación. Segismundo y Benno se pusieron sus respectivos jubones y salieron, no sin que antes Benno embutiera en el suyo a Biondello. El criado de Darin los condujo a toda prisa por el callejón, guiándose por los faroles de las casas. Por fin llegaron junto a una góndola que oscilaba plácidamente sobre las negras aguas, y ostentaba en proa el grifo que simbolizaba a la familia Darin. La inestable llama de una antorcha iluminó a un gondolero con la librea de los Darin, al tiempo que hacía brillar con pálidos tonos verdes el musgo de que estaba cubierta la pared de la casa más cercana.
Cuando la góndola quedó amarrada a uno de los palos estriados de Ca’Darin, en una ciudad cuyo silencio sólo rompía el rítmico chapoteo del agua, un ruido extraño estremeció a Benno e hizo que Segismundo volviera bruscamente la cabeza. Al principio recordaba al gruñido de un perro, pero su intensidad fue creciendo hasta que sólo habría podido corresponder a un perro enorme, un perro a cuyo lado Biondello habría parecido una simple mosca. El rugido, amplificado por el eco, se hincaba directamente en el tímpano. El perro temblaba contra el pecho de Benno.
Mientras subía al desembarcadero de un salto, el criado dijo con orgullo:
—Los leones de mi señor. Los tiene en el jardín de casa. —Señaló una pared cubierta de plantas trepadoras cuyo largo rastro ocultaba los ladrillos y titilaba a la luz de la antorcha—. Os habréis dado cuenta de que Venecia está llena de leones. Al señor Darin le gusta tenerlos de carne y hueso, no sólo de piedra.
Mientras seguía a su señor por los escalones de mármol y atravesaba junto a él el enorme portón de madera esculpida, pasando junto a un portero que se deshacía en reverencias y bostezos, Benno pensó: «¡A ese jardín sí que no pienso ir a coger flores!». Nunca había visto a un león de verdad, y se alegraba de ello; se alegraba también de no haber sabido de su existencia la última vez que había entrado en aquella mansión. Pese a que la mayoría eran de tamaño reducido, los leones de piedra y mármol que adornaban todos los rincones de Venecia permitían hacerse una idea bastante desagradable de la ferocidad del modelo. Algunos, es cierto, sonreían, pero uno, inquieto, acababa preguntándose por qué. También tenían alas. Según Segismundo el león de san Marcos tenía alas, pero no los de verdad; aun así, Benno oyó con alivio el cierre del portón. Una visión espantosa había cruzado por su mente; imaginaba a la rugiente criatura del jardín volando por encima de la pared en busca de una presa para el almuerzo. Vio entonces que su señor subía por la escalera para encontrarse con el hombre a quien divertía poseer esa clase de monstruos.
Cuando Segismundo fue introducido en la sala donde se hallaba Vettor Darin, la expresión de éste no le pareció muy propensa a las diversiones. Se le veía agitado, eso sí; para tratarse de un hombrecillo medio calvo sin nada imponente en sus características físicas, emanaba un poder y una autoridad sorprendentes. Posó en Segismundo unos ojos redondos cuyo apagado brillo parecía surgir de dentro.
—No he querido esperar a mañana para hablaros. Tengo motivos para creer que sé quién asesinó a mi yerno.
—¿De veras, señor? —Segismundo esperó, inmóvil, mientras el hombrecillo caminaba arriba y abajo de la habitación, arrastrando por el suelo de mármol gris su toga de seda roja adamascada con ribetes de oro, y produciendo un ruido de hojas secas que en nada se parecía al de los viejos harapos de Gamboni.
—Acabo de volver de la recepción de Da Castagna… Mi esposa me ha dicho que ha encontrado llorando a nuestra nieta. Y no sólo por la muerte de su padre, no. Algo la había afectado, algo que conviene que sepáis cuanto antes. —Entrelazó los dedos con brusquedad y miró a Segismundo—. Acaso os parezca increíble.
Percibiendo quizá en el rostro sosegado e inteligente de su interlocutor señas de que podía poner a prueba su credulidad sin miedo, Vettor siguió hablando; sus manos, estrechamente unidas bajo la barbilla, daban la impresión de estar sujetando algo que intentaba escapar.
—Mi nieta se ha acordado de algo que encontró la semana pasada. Una carta, señor Segismundo; una carta para la señora Isabella Ermolin, esposa de mi yerno.
Segismundo aprovechó una pausa para intervenir con cortesía, quizá porque lo dicho no le parecía especialmente asombroso.
—¿Una carta, señor?
—Lo sé, lo sé. —Vettor agitó una mano desdeñosa, soltando a su invisible presa—. No debería haberla leído. Las cartas son asuntó privado; se ha portado mal. Pero las chicas son curiosas, y en este caso me alegro de que haya dado rienda suelta a su fisgonería. Fue a coger prestada una joya de su madrastra. Tiene pocas, aunque recibirá bastantes más como dote cuando se case, y sin duda otras tantas de su marido; lo digo para que entendáis cómo llegó a ver la carta. La señora Isabella le había prometido una joya, un alfiler quizá, o un colgante. Abrió su joyero… Las mejores las guarda su marido bajo llave, en su estudio. O mejor dicho las guardaba. Entonces llegó un criado anunciando una visita.
Vettor se acercó a Segismundo y le dio un golpecito en el pecho, fijando en él sus ojos claros.
—Beatrice vio una carta en el joyero, debajo de las cadenillas y demás chucherías, y… se arriesgó a leerla en ausencia de su madrastra. —Vettor sonrió—. Las chicas son pura curiosidad, señor mío; de otro modo, Eva nunca habría comido la manzana. Pero… —Los ojos claros se abrieron—. ¡Era una carta de amor! ¡Una carta de amor escrita a una recién casada, y no por su marido!
Juzgando que Segismundo no se mostraba aún lo bastante sorprendido, Vettor le tocó el pecho cubierto de tela negra, en señal de reprobación.
—Pensad en lo que eso significa. Mi yerno ha sido asesinado. ¿Quién sacará provecho de su muerte? El amante de su esposa, ¿no es cierto?
—A veces, señor —dijo Segismundo, dando la impresión de hablar por experiencia—, es más difícil visitar a una viuda que a una esposa. Una carta de amor no es una sentencia de muerte.
Vettor lo miró con ojos ofendidos.
—Señor Segismundo, los celos no se detienen ante nada. Un amante, y es cosa sabida y demostrada, no soporta imaginar a su querida en brazos de otro. Hay quien mata por mucho menos.
Segismundo no podía negar que era cierto. Los ojos de Vettor echaron chispas, presos de una extraña agitación. Se estaba preparando para la revelación final.
—¿Y sabéis quién escribió esa carta?
—Gran indiscreción por su parte la de firmar con su nombre, señor.
La mano gordezuela de Vettor rechazó la acusación de indiscreto.
—No había tal firma. No, no, sólo la primera letra de su nombre. Pero en la carta, señor, en el texto mismo de la carta, mencionaba a su padre, y hablaba de sus planes para un día concreto de la semana siguiente. Hablaba de la posibilidad de ver a la esposa de mi yerno en la basílica. Ese día era hoy, señor. Su padre tenía que conceder el bastón de mando y el estandarte al capitán general, en la basílica, delante de todos nosotros.