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LA ZONTA

Se habían respetado todas las normas, con la escrupulosidad que caracterizaba a la República Serenísima. Desde el momento en que Rinaldo Ermolin había mostrado en privado a los Diez la carta de Pasquale Scolar, se habían puesto en marcha una serie de operaciones. Los Diez habían pedido de inmediato una zonta, consejo que se convocaba en ocasiones urgentes. Los mensajeros recorrieron la ciudad de punta a punta hasta reunir a veintiocho personas en la sala del consejo. La carta descansaba sobre una mesa cubierta por un tapete de seda levantina, simple pedazo de papel del que dependía el destino de varias personas. Los miembros de la zonta deberían haber sido veintinueve contando al dux, pero éste, puesto al corriente del orden del día con una delicadeza que lo llenó de terror, fue compasivamente relevado de sus deberes. Se hizo de tal modo que no se atrevió a insistir, pues semejante gesto podía ser interpretado como un intento de ejercer presiones ilícitas a favor de su hijo.

A fin de evitar que avisara a Pasquale y éste tratara de huir de la justicia, se pidió al dux que esperara —casi podría decirse que se le confinó— en una habitación contigua a la sala del consejo, con guardas apostados a ambos lados de la puerta para disuadir todo intento de ir en busca de su hijo. El dux Scolar esperó con las manos tensamente entrelazadas, manteniendo la cabeza gacha, y aguzando el oído para descifrar los murmullos que llegaban del otro lado de la puerta. La triste convicción de que su hijo era un idiota lo había acompañado durante años, pero nunca antes había estado Pasquale tan cerca del desastre. El dux se sentía mal. Los años pesaban sobre sus hombros. Intentó rezar con los ojos puestos en el juego de cuadrados negros y blancos que adornaba el suelo de mármol. Contó en voz baja los que lo separaban de la ventana, hilera tras hilera, como si recitara una fórmula mágica contra el hado que se aproximaba a él con paso implacable.

Aunque la espera le pareció larga, los miembros de la zonta estaban lo bastante familiarizados con la fama de Pasquale Scolar para asumir sin demasiados problemas el hecho de que finalmente se hubiera pasado de la raya. Quizá la juventud fuera propensa a las locuras, pero asesinar a un miembro de la Señoría por celos de amante suponía exponerse a los rigores de la ley.

Algunos miembros de la zonta adujeron que, a pesar de que las referencias al cargo de su padre bastasen para atribuir la carta a Pasquale y de que su destinataria fuera la esposa de Ermolin, el documento podía no constituir la sentencia de muerte que parecía ser a primera vista. Quizá la amenaza implícita en su texto no hubiera sido cumplida; era posible incluso que se tratara de una mera fanfarronería. Quizá se le hubieran adelantado y Pasquale fuera inocente de hecho, ya que no de intenciones.

La única forma de averiguarlo era un interrogatorio. Había llegado el momento de que el maestro de Padua hiciera su aparición.

Y eso fue lo que hizo, aparecer y nada más, ostentando su competencia para obtener la confesión de Pasquale por todos los medios, incluyendo los más enrevesados y horribles. El impacto del arresto, lo lúgubre de la celda a la que fue llevado, el terrible descubrimiento de que esta vez su padre no podría hacer nada por él, todas esas cosas hicieron mella en el espíritu de Pasquale; pero no fue hasta ver al torturador con su séquito de ayudantes y su instrumental, compuesto por un brasero y varios artefactos para retorcer, desgarrar y quemar la piel, cuando Pasquale se dio cuenta de que era un cobarde.

La zonta sopesó con gravedad su confesión. Pasquale admitía haber contratado a un asesino, de nombre desconocido y descripción que no permitía distinguirlo entre el gran número de profesionales presentes en la ciudad, para que matara a Niccolò Ermolin a cambio de una suma de dinero fijada con antelación, suma que debía percibirse una vez cumplido el encargo. Sí, lo había hecho por celos. Sí, adoraba a la esposa de Ermolin. No, ella no le había animado a hacerlo en ningún momento; Pasquale no había yacido con ella, ni le había hecho partícipe de sus planes. Aquella carta era la primera y única que le había escrito… Además de cobarde, Pasquale era todo un caballero.

¿Qué castigo recibiría? Según el proceder habitual, un crimen como ése habría dado pie a una sentencia de muerte. Una parte significativa de la zonta, encabezada por Vettor Darin y el hermano de la víctima, Rinaldo Ermolin, se inclinaba por esa solución; otros, no obstante, adujeron ciertos atenuantes: se trataba de un joven de corta edad, preso de una enfermedad llamada amor, y no había incurrido en el peor de los crímenes, la traición al estado. Además, su padre era el dux, un buen dux hasta la fecha, fiel servidor de la República sin mancha de corrupción en su trayectoria. Cabía tener ciertas consideraciones hacia su cargo, y de rebote el de todos ellos.

Efectuado el recuento de votos, se consignaron doce a favor de la ejecución y dieciséis que optaban por el exilio. Éste debía realizarse en las más severas condiciones, eligiéndose como destino la remota isla de Chipre. Ningún motivo justificaría su regreso, ni siquiera la agonía de su padre. El joven cortaría todos los lazos con su patria, sus amigos y su familia, y aun así debía considerarse afortunado.

Para mal disimulada ira de Vettor Darin, nadie más que él y Rinaldo señaló que el crimen ponía en entredicho no sólo al asesino sino a su padre. No lograron que la zonta considerase seriamente la posibilidad de pedir la dimisión del dux Scolar y convocar elecciones. Todo lo contrario; sus miembros sentían compasión hacia el pobre hombre, y alivio por no tener que anunciarle una sentencia de muerte. Si bien Vettor Darin acabó por transigir de puertas afuera con aquel punto de vista tan piadoso, una vez en casa se habría sumado con gusto al rugir de sus leones.

El dux obtuvo permiso para visitar a su hijo en la celda donde estaría confinado hasta subir a bordo del barco. Abrazó a Pasquale entre lágrimas. A pesar de todo, era preferible no volver a verlo que contemplar sus despojos colgando semanas y semanas entre las columnas de la Piazzetta, aviso para que los jóvenes imprudentes no tuvieran la ocurrencia de comprometerse por escrito.

Pasquale, que desde su arresto no había pensado más que en atroces sufrimientos físicos, se acostumbraba con dificultad a sus nuevas perspectivas de futuro. Había previsto un final lleno de romanticismo, ante un admirado público en el que, llorosa y arrepentida, brillaba con luz propia Isabella Ermolin; ahora de repente se veía segregado de su sociedad, excluido de las diversiones de sus conciudadanos, alejado de sus amistades y pasatiempos y recluido en una isla que, por muchos encantos que le atribuyera la fama, se convertiría en una lúgubre prisión. Su padre le comunicó que las sumas de dinero que podría llevarse consigo o recibir una vez en la isla estarían sujetas a severas restricciones. Venecia no deseaba que las arcas del dux quedaran vacías con la partida del hijo.

Salvado de la tortura, salvado de la ejecución, Pasquale no sentía especial gratitud hacia la República.

Entretanto, una Isabella Ermolin de rostro oscurecido por un velo negro había sido escoltada por su cuñado hasta la sala del consejo, donde la zonta deseaba hacerle ciertas preguntas sobre el asesino de su esposo. Si bien Pasquale Scolar había asumido con inamovible fortaleza toda la responsabilidad, su palabra era la de un asesino, y no dejaba de ser sospechosa. En su juventud, las mujeres cometían tantas locuras como los hombres, si no más. La Señoría se componía en gran parte de célibes, hombres que, privados de la influencia moderadora de una esposa, veían en las mujeres a seres insensatos por naturaleza. Nada impedía que Isabella Ermolin hubiera instigado el asesinato de su esposo. A decir verdad no parecía tener motivos para ello, siendo la posición de viuda menos deseable que la de esposa; pero ¿qué motivos cabía esperar? Al ofrecer la manzana a Adán, Eva no se había mostrado precisamente razonable.

Sin embargo, cuando Isabella se colocó en el centro de la sala (cuyo perímetro estaba ocupado por una artística sillería de uso reservado a los consejeros), y echándose el velo hacia atrás enmarcó con él la hermosa palidez de su rostro ovalado, la opinión reinante en la zonta experimentó un cambio radical. Bastaba ver a la joven para apreciar su sufrimiento. Merecía su compasión. ¿Cómo acusarla? Al contrario, cabía alabar la diligencia con que había acudido a su cuñado una vez averiguado el contenido de la carta. Una muchacha tan bonita como ella, con su mirada y su voz, tesoros de modestia y discreción, no podía ser culpada de cautivar a quienes la veían, ni de llevar a un joven a extremos desesperados. Uno de los consejeros abandonó su asiento para acercarse a ella y cogerla de la mano.

En cuanto les hizo saber con delicadeza que estaba embarazada, el asunto se dio por zanjado. Las mentes más perspicaces de Venecia renunciaron a seguir interrogándola. El decano de la asamblea le besó la mano, y después de eso Rinaldo Ermolin obtuvo permiso para acompañarla de nuevo a casa. Cuando abandonó la sala, dejando un rastro de suaves perfumes y negras gasas, nadie tuvo la grosería de sugerir que el hijo que llevaba en su vientre no fuera de Niccolò, sino de Pasquale.