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El ángel de la muerte pone manos a la obra

Los hallazgos no habían llegado a su fin.

El maestro de Padua había pasado el día anterior persuadiendo a Ottavio Marsili, aunque no por ello convenciéndolo, de que confesar su traición y revelar sus contactos era preferible a seguir experimentando nuevos métodos de hacerle lamentar haber nacido con un cuerpo. Por la mañana, el condotiero fue hallado muerto.

En aras de una mayor concentración en el sufrimiento no le habían proporcionado compañero de celda. Viendo que su prisionero no reaccionaba, el carcelero mandó llamar enseguida al maestro de Padua. Quizá sus diestras atenciones del día anterior hubiera propiciado la muerte del reo. Ottavio estaba tendido en el jergón con su gris cabellera a la soldadesca sobre la paja, vueltos los ojos hacia la bóveda de ladrillo como si viera en ella el Juicio al que acababa de ser convocado. El maestro de Padua le palpó el cuello en busca del pulso, y seguidamente hizo señas de que acercaran la linterna.

—Estrangulado.

El maestro señaló marcas de soga en el musculoso cuello. Ahí cerca no había ninguna. El carcelero no sabía nada; no había habido visitas, pero lo mejor, dijo, era consultar a los encargados del turno de noche.

Uno de ellos no estaba en su puesto. O, en todo caso, acababan de encontrarlo.

Los Diez no se mostraron muy satisfechos, pero tampoco se enzarzaron en grandes debates. A fin de cuentas, estrangular a un preso recalcitrante entraba dentro de sus costumbres; quizá sospecharan que los Capi, las tres personas encargadas de aquella clase de decisiones, tenían motivos en los que no había por qué hurgar.

Aun así había que aprovechar la ocasión de convertir una vez más la justicia veneciana en espectáculo público y toque de atención, si bien con algunas modificaciones. Siguiendo las previsiones formuladas en la cocina del palacio Ermolin, los despojos de Andrea Barolo fueron retirados y los ciudadanos de la Serenísima recibieron a cambio una visión más fresca. Ottavio Marsili, conquistador de Piombo y traidor, fue encadenado entre las columnas, pidiendo de rodillas un perdón post mortem. Entre los curiosos que se acercaron a él se hallaban muy pocos capaces de advertir que la cabeza posada delante de las rodillas había sido seccionada después de la muerte, no simultáneamente a ella. Algunos espectadores lamentaron verse privados de la presencia de Nono, sin el cual la escena carecía de aquel toque grotesco que se prolonga en la memoria como las especias en el paladar.

La noche que para Ottavio había resultado fatídica tampoco dejó de ser movida para Benno. Sentado junto a los últimos rescoldos del fuego de la cocina, y mientras Biondello y el gato atigrado aprovechaban una tregua durmiendo el uno en el regazo de su amo y el otro hecho un ovillo a sus pies, Chiara vino a buscarlo en cumplimiento de su promesa y lo arrastró por la penumbra del salón. La luna iluminaba el esbozo de Brunelli sobre la pared de la escalera, mostrando a Benno su propia cara con los ojos fijos en las alturas. La habitación de Zenobia le era conocida, con su olor a clavo y canela y a otras especias que guardaba bajo llave. El armario de la ropa blanca, abierto, mostraba un desorden de sábanas y toallas revueltas por manos impacientes. Chiara, cuya linterna proyectaba enormes sombras sobre el revoque de las paredes, hizo entrar a Benno en otro armario equipado con un camastro, hecho lo cual se llevó la reconfortante fuente de luz.

Al principio Benno se sintió algo solo, inmerso en un silencio que sólo interrumpía el suave y rítmico chapoteo del agua contra los muros exteriores. Los criados dormían en las buhardillas, o bien del lado de la cocina; las habitaciones de Rinaldo e Isabella debían de estar lejos del canal, resguardados del ajetreo que se apoderaba de él a primera hora de la mañana. Lo único que Benno sabía de cierto sobre la geografía del palacio era que el estudio daba al mismo pequeño canal, y que debía de estar justo encima, dado que Segismundo había señalado la ventana al preguntar a los albañiles.

Como de costumbre, rezó sus oraciones y pidió que su señor fuese prontamente liberado. De haber sabido que la muerte de Ottavio estaba a punto de volver la atención del maestro de Padua hacia otros menesteres, sus plegarias habrían sido más insistentes.

Poco antes del amanecer oyó un silbido, poco después de que lo oyera Biondello. Benno, desconcertado, se incorporó en el armario con la duda de si lo habría soñado, y preguntándose dónde estaba. Biondello, que no compartía su desconcierto, se le subió a los muslos y metió su inquieta nariz por una rendija de la puerta del armario.

Volvió a oírse un tenue silbido fuera de la casa. El chapoteo del agua se hizo más brusco e irregular, como si alguien estuviera amarrando un bote al pequeño desembarcadero. La nariz de Biondello ensanchó la rendija, dejando entrar un poco de luz. Olía a metal caliente y aceite hirviendo, y se veían sombras moviéndose al otro lado.

¿Sería Chiara, que venía a advertirle que se fuera? ¿Se habría enterado su señor de que había un extraño en casa? Benno sujetó a Biondello para evitar que saliera del armario en pos de su nariz. Se asomó a la rendija, algo asustado por lo que podía ver. ¿No era acaso aquel palacio escenario de muertes repentinas y misteriosas?

Pero prácticamente no vio nada. La luz, procedente sin duda de una linterna, estaba siendo transportada al otro lado de unos faldones de seda que se desplazaban susurrando con rapidez fantasmal, dirigiéndose a la puerta de la esquina que desembocaba en el pequeño desembarcadero. No había manera de ver quién era el dueño de la toga, ni Benno tuvo tiempo de observar gran cosa, pues la puerta acababa de abrirse y el desconocido de franquearla. A partir de ese momento sólo obtuvo información de sus oídos.

Lo que éstos le transmitieron aumentó su perplejidad. Le pareció oír murmullos al lado mismo de la puerta, seguidos por un golpe sordo y la fuerte acometida del agua contra la plataforma de madera y el muro. Mientras se interrogaba sobre el origen de estos ruidos distinguió un jadeo. Quizá Isabella hubiera acudido a una cita. Quizá estuviera en brazos de un amante con más suerte que Pasquale. Era mucho más seguro hacerse arrumacos en un bote que dentro del palacio, donde se habrían arriesgado a ser oídos por la servidumbre o, peor todavía, por Rinaldo. Benno rezó fervientemente por que nada delatara su presencia a aquella joven, culpable quizá de haber clavado un estilete a su esposo.

De pronto los jadeos fueron interrumpidos por un golpe seco y el ruido de algo cayendo al agua, después de lo cual el choque del agua contra el muro y el desembarcadero se hizo mucho más intenso. ¿Se habrían caído del bote? ¿Lo habrían hecho volcar? ¿Lo había empujado ella a él? Sin embargo no se oyeron voces ni llamadas de auxilio. ¿Acaso lo había apuñalado?

La puerta volvió a abrirse. Benno sujetó a Biondello contra el pecho y se arrimó a la pared, muerto de miedo de que la joven pudiera oírlo, acercarse, abrir el armario y clavarle el estilete en un ojo.

Oyó la cerradura de la puerta del desembarcadero. Los faldones de seda se deslizaron por el suelo. La luz desapareció simultáneamente al cierre de la puerta interior. Se había marchado.

¡Qué poco había durado todo! Impulsado por la curiosidad, Benno se atrevió a estirar sus piernas entumecidas, soltar a Biondello y desplazarse a gatas desde su refugio hasta la ventana. Asomó la cabeza. ¿Habría un cadáver sobre el pequeño desembarcadero? Fuera todo estaba inmerso en una confusa penumbra. Además, era muy improbable que la señora Isabella hubiera dejado un cadáver a la vista de todos; sin duda lo habría tirado al canal. Benno no vio ni rastro del bote. También podía haberse ido… No obstante le pareció distinguir algo sobre la plataforma de madera, una especie de bulto, aunque no lo bastante grande para ser un cadáver.

Parte del enigma quedó resuelto unas horas después, cuando, cumplidas las tareas matinales, los criados volvieron a reunirse alrededor de la mesa para desayunar. La cocinera, que había salido para regatear con un comerciante que pasaba con su barca vendiendo limas y limones, volvió indignada llevando en sus manos, además de la redecilla de frutas, una bolsa de cuero. La dejó caer sobre la mesa con todo su peso, provocando un repiqueteo de platos y dejando con la palabra en la boca a una doncella que narraba un sueño erótico.

—Mirad, mirad lo que traigo. Acabo de tropezar con este saco y casi me caigo al canal. Esos albañiles dejan la porquería en cualquier sitio.

—A ver si se están llevando algo, tejas para vender o… —El portero desató la cuerda que cerraba el saco y lo abrió—. No, sólo son escombros.

—Supongo que esto es lo que entienden por dejarlo todo limpio. Ese tipo, Brunelli, les estaba echando bronca…

Mientras comía pan mojado en vino, Benno se sintió tan perplejo como durante la noche. ¿Qué pensar de lo sucedido? ¿Cómo imaginar a la señora Isabella cargando con lo que la propia cocinera encontraba pesado, y después tirando a su amante al agua de un puñetazo? ¿O quizá a él le había pasado lo que decía la cocinera, tropezar con el saco y ahogarse en el canal? Puestos a pensar, mal podía la señora Isabella entrar corriendo en busca de ayuda.

Benno decidió posponer el análisis del caso hasta que llegara la hora de comentárselo a Segismundo. Sí, Segismundo sabría cómo interpretar todo aquello.

De momento las posibilidades de que Segismundo prestara atención al relato de Benno parecían algo remotas. En cambio no lo eran tanto las de convertirse en banco de pruebas para el maestro de Padua, en uno de sus experimentos con nervios y tendones. El cardenal Pantera le había mandado comida caliente: una fuente de codornices con guarnición de arroz al azafrán, otra de ternera cocida en vino y una cesta muy honda de ciruelas y albaricoques. Segismundo lo había compartido todo con Cosmo, logrando improvisar un ambiente festivo en aquella celda que por una vez olía deliciosamente a carne, vino y fruta. El carcelero los observó por la mirilla, muerto de envidia. No olvidaba el eslabón de oro con que le había tentado Segismundo; ahora tenía ante sus ojos la prueba de que al menos uno de los prisioneros tenía poderosas amistades. Quizá acabara por hacerse con el eslabón, aunque sólo fuese como propina de despedida.

Las propinas se consiguen a cambio de algo. Los prisioneros siempre están ansiosos de saber qué pasa por el mundo.

—¿Los señores desean saber qué ha sido de los Marsili? Se han ido. Esta mañana, antes del amanecer.

—¿Ido?

Segismundo apartó su vista de la codorniz, fijando atentamente sus ojos oscuros a la luz de la linterna.

El carcelero mostró una dentadura amarillenta, en un simulacro de sonrisa.

—El pequeñito no se sabe dónde andará. Ha cogido los bártulos y adiós muy buenas. Ha dejado un par de cadáveres. No seré yo tan idiota como el que vigilaba su celda, que lo han encontrado en un callejón como una rata ahogada.

Segismundo, sonriente, se acercó a la puerta.

—De modo que Nono Marsili ha dejado lo de morirse para más tarde. ¿Y su hermano?

Introdujo por la reja una generosa porción de codorniz, que el carcelero aceptó.

—¿El grandullón? —dijo entre bocado y bocado—. A ése lo han puesto en la Piazzetta, para que lo vea todo el mundo.

Segismundo dejó de comer.

—¿Confesó?

Si las sospechas contra Segismundo lo hacían cómplice de la traición de la que se acusaba a Ottavio, quizá la tortura hubiera confirmado semejante falsedad. El momento era peligroso.

El carcelero lo estaba pasando en grande.

—Por lo visto no le arrancaron ni un grito. Hoy que el maestro iba a seguir trabajándoselo, va y aparece estrangulado. Y eso no puede hacérselo uno mismo.

Segismundo no se movió.

—¿Se sabe quién lo ha estrangulado?

El carcelero se encogió de hombros.

—Yo no voy por ahí haciendo preguntas. El caso es que alguien quería verlo muerto, y rápido.

Cosmo soltó la ciruela que estaba comiendo, incapaz de reprimir un escalofrío. ¿Cuánto faltaba para que pudieran decir lo mismo de uno de los dos?