16
Mal de ojo
El nuevo capitán general de la flota veneciana había recibido el bastón de mando y el estandarte de manos del dux; la procesión había alcanzado el palacio ducal, donde, llegada la noche, estaba previsto celebrar un gran banquete con fuegos artificiales sobre la laguna.
En la plaza, la muchedumbre se había dispersado. Aquí y allá grupos de gente ociosa seguían comentando los festejos vistos hasta el momento y especulando sobre las posibilidades de que Attilio da Castagna obtuviera el tan necesario triunfo naval. ¿Regresaría victorioso? ¿O cargado de grilletes como su predecesor, que, encerrado en las mazmorras del dux, aguardaba el momento de conocer su destino? De hecho, aunque obtuviera la victoria, bien podía sucederle lo que al capitán general de veinte años atrás, es decir, no hallarse en estado de disfrutar de las celebraciones una vez en suelo veneciano, sino listo para ser depositado en la mejor tumba que pudiera proporcionarle la República.
Nada de ello inquietaba a Segismundo ni a Benno, que una vez más se dirigían al palacio Ermolin. Esta vez fue Segismundo quien se hizo cargo de los remos, dejando a Benno admirado de la suavidad con que surcaban las aguas. Biondello correteaba de un lado para otro, asombrado todavía, y por suerte también intimidado, de hallarse en medio de tanta agua. A Segismundo parecía bastarle con una leve rotación de cabeza para ver lo que tenía detrás, evitando todo encontronazo; incluso entendía los extraños gritos de los gondoleros, y viraba según sus indicaciones. Benno se preguntaba qué necesidad habría de volver al palacio. Intuía que Segismundo estaba trabajando en condiciones más difíciles de lo normal, sin duques que le dieran permiso para interrogar a quien le viniera en gana. De hecho, la familia del difunto se mostraba muy poco dispuesta a colaborar, y consideraba a su señor como un intruso al servicio de un suegro entrometido.
Avanzaron por el estrecho canal que bordeaba el palacio Ermolin, envueltos por los chapoteos del agua y un siniestro olor. Benno se acercó a Segismundo y formuló una pregunta.
—Ese señor Vettor al que acabáis de ver… ¿tenía alguna idea de quién pudo…? —Se señaló el ojo izquierdo.
—Ha hablado con su esposa de un posible candidato, un tal Pico Gamboni a quien tienen por loco, y al que me gustaría localizar. Ya sabes, Benno, que la locura no impide cometer asesinatos.
—¿Por qué hemos venido? ¿Ese hombre vive cerca de aquí?
—O mucho me equivoco, o no tardarás en verlo con tus propios ojos.
Benno no vio, sino que oyó. Antes de que las paladas vigorosas de Segismundo los condujeran a la confluencia con el ancho canal en que se reflejaba la fachada del palacio, se oyó de pronto una salva de exclamaciones propia de una riña entre gondoleros. Segismundo asintió con aire satisfecho y dobló la esquina del canal.
Una reluciente góndola rojiblanca pasaba junto al palacio Ermolin al mando de un gondolero negro, joven alto y apuesto ataviado con calzas rojas y blancas y un vistoso sombrero de plumas. Su pasajero, un hombre con harapos de seda roja y largas mechas de cabello entrecano que le caían sobre los ojos, estaba asomado a la pequeña cabina y no dejaba de gritar. Sus exclamaciones iban dirigidas a la suntuosa fachada del palacio; Benno se inclinó sobre la borda para ver si había alguien en el balcón o las ventanas. No vio a nadie; aun así, el hombre de la góndola siguió gritando y amenazando con el puño, con tal frenesí que parecía a punto de caer al agua. El acento veneciano impidió a Benno entender todo lo que decía, aunque no de hacerse una idea bastante aproximada.
—¡Púdrete en el infierno, Ermolin! ¡Arde como ardió mi casa! ¡Sufre como sufrió mi hijo! ¡Grita… mi esposa! ¡Muere eternamente… como me maldijiste! ¡Que el demonio… tus ojos en un asador y… a fuego lento para siempre!
Manera harto novedosa de dar el pésame. ¿Qué pensarían de aquel loco los de dentro? Entonces cayó en la cuenta.
—Es…
—¿Pico Gamboni, Benno? Sí, creo que ha de ser él.
Trabar conocimiento con el loco resultó pan comido. En cuanto dejó atrás el palacio interrumpió sus imprecaciones. Segismundo lo llamó. El loco se apeó en el embarcadero más próximo y, después de pagar al gondolero, cogió a Segismundo del brazo como si fueran amigos de toda la vida, no oponiendo ningún reparo a que lo llevaran a la posada. Una vez en la habitación, lejos de resistirse a compartir el almuerzo encargado por Segismundo, se ensañó con las albóndigas en salsa de cebolla con el mismo entusiasmo con que había predicho las tribulaciones de Ermolin en el otro mundo. Aunque a primera vista Benno lo había tomado por un joven prematuramente envejecido, bastaba observar de cerca las arrugas que rodeaban su boca y ojos y la flaccidez de su carne para advertir que estaba más cerca de los cuarenta años que de los veinte. Lo hundido de sus mejillas y lo huesudo de sus muñecas indicaban poca costumbre de verse frente a un almuerzo como el que le invitaban a compartir.
Después de llenar su copa con el vino de color pajizo que servían en la posada, Segismundo se sentó y, sin hacer preguntas, comió lo suficiente para que Gamboni se sintiera a gusto, aunque en opinión de Benno la voracidad del invitado era tal que la ausencia de comensales le habría pasado inadvertida. Sólo al sentir sobre un zapato el peso de la pata de Biondello apartó la vista del plato para posarla en la sucia y anhelante cabecita del perro. Cayendo en la cuenta de que no estaba solo, se apartó el pelo de la frente y, sonriente, ofreció a Biondello los restos de carne que quedaban en su plato. Después se volvió hacia Segismundo.
—¿Es esta la última comida del condenado a muerte?
—¿Qué os hace pensar eso? —Segismundo, no menos sonriente que su interlocutor, sirvió más vino a Gamboni, mientras éste observaba con avidez la copa a que se aferraba su huesuda mano. El presunto loco bebió antes de contestar.
—Es lo lógico, ¿no? Llevo años amenazando a Ermolin día tras día. Todo el mundo lo sabe. Quería verlo muerto. Si sois la persona a quien Darin ha encargado encontrar al asesino, aquí me tenéis.
Volvió a echarse hacia atrás los cabellos grises y tendió sus descarnadas muñecas como esperando que se las ataran.
Benno pensó que en tiempos debía de haber sido un hombre apuesto. Sus rasgos eran regulares, y conservaban cierto encanto y energía; sus ojos, en cambio, miraban a Segismundo con expresión desquiciada, descubriendo el iris por entero. Después de posar su copa sobre la mesa, Segismundo emitió un largo y cínico murmullo.
—¿Y por qué habéis esperado tanto tiempo?
Sorprendido, Gamboni se encogió de hombros. Sus manos se abrieron.
—Era el momento. Ya había esperado bastante.
Segismundo se apoyó contra la pared, adelantando los codos y posando sus manos en los muslos.
—¿Cómo lo habéis hecho?
Gamboni cerró un ojo y se tocó el párpado con mueca burlona.
—Lo sabe toda Venecia. He cortado la maldición de raíz.
—¿La maldición?
Gamboni volvió a abrir los ojos cuanto pudo e, inclinándose un poco, dijo con voz sibilante:
—¡Sí, hombre, el mal de ojo! Ese hombre echaba mal de ojo, es cosa sabida. ¿Por qué creéis que murió mi hijo? —Pese a no haber nadie más que ellos en la habitación, Gamboni miró a izquierda y derecha antes de seguir hablando en voz baja—. Ermolin me dijo: «A vos os ha tocado todo lo bueno; un hijo que trabaja duro, no como el mío que se pasa el día haciendo el tonto». Y me miró así… —Los ojos de Gamboni brillaron con intensidad tras los párpados medio cerrados—. ¿Lo veis? Y funcionó. Después de morir mi hijo le tocó a Caterina. Ya estaba enferma de antes, y después de eso no quiso seguir viviendo. —Su voz se fue apagando. Bajó la vista hacia el plato vacío—. Eso no fue todo. Mi hijo había contraído ciertas deudas en el extranjero; no lo supe hasta que mis barcos llegaron a puerto y cayeron en manos de sus acreedores. Otro barco que podría haberme salvado se fue a pique cerca de Chipre, por culpa de las tormentas de otoño. Mi palacio se quemó…
De pronto se echó a reír, como si su relato fuera demasiado espantoso para ser tomado en serio; no obstante, el efecto fue igual de lastimero que si hubiese llorado.
—¡Pero sigo en el libro de oro! Eso no hay quien lo cambie. —Levantó los brazos, mostrando sus mangas hechas pedazos—. Y tengo que seguir vistiéndome así. Todo aristócrata que se vea en el extremo de mendigar debe hacerlo vestido de seda roja.
Segismundo, pensativo, se apoyó de codos en la mesa, al tiempo que se acariciaba lentamente el labio superior con el índice. Un ruido de voces llegado de la calle hizo que Biondello se asomara al balcón, lleno de curiosidad. Al oír el griterío, Benno se acordó de los improperios lanzados por Gamboni contra la impasible fachada del palacio Ermolin. El ruido se apagó, haciendo que Biondello volcara su atención en el pequeño gato de dos colores que, apostado como siempre en el balcón de enfrente, observaba la calle con ojos que reflejaban los resplandores del crepúsculo. Pasado un rato, Segismundo habló.
—¿Sólo le habéis atravesado un ojo? ¿Nada más?
—Claro, el ojo. Ya os lo he dicho. ¿Qué si no?
—¿Cómo habéis entrado en su estudio?
La mirada de Gamboni perdió su concentración, aunque no tardó en recuperarla.
—Trepando. Había una cuerda. Están haciendo obras en el palacio. Ha sido fácil.
Benno imaginó a Gamboni colgado de la cuerda, agitando sus rojos harapos.
—¿Cómo ha reaccionado Ermolin al veros?
Gamboni apretó los puños contra sus sienes, abriendo los ojos de par en par.
—Ha intentado matarme con sus ojos. —Abrió ambas manos, acompañando el gesto con una risita—. No ha podido. Ya me había hecho todo el daño de que era capaz. Estaba a mi merced.
—Mmm… Y vos habéis demostrado no tenerla. —Segismundo asintió, añadiendo de sopetón—: ¿Qué ojo era?
—Este.
Pico Gamboni se señaló el ojo derecho con una sonrisa de satisfacción.
Tendido en la cama, Benno dobló su jubón y lo usó de almohada, torciendo el cuello para mirar a Segismundo, que, apoyado en la baranda del balcón, observaba la calle y era observado a su vez por el gato.
—No creéis que lo haya hecho, ¿verdad?
Segismundo se volvió y apoyó la espalda contra la baranda. Su cabeza, cuyo color claro contrastaba con lo oscuro de sus ropas, se destacó de pronto contra una roja explosión de fuegos artificiales disparados desde la laguna. Cada explosión era seguida por una salva de aplausos, igual que el trueno sigue al relámpago.
—Mmm… Dímelo tú.
Halagado, Benno tomó la palabra.
—Pues para empezar se ha equivocado de ojo. También puede ser que lo haya olvidado, o que le haya pasado como cuando uno se mira al espejo, que lo ve todo al revés, ¿no? Aunque no sabía lo de la nuca. A lo mejor le ha dado un ataque y no se ha dado cuenta de lo que hacía. Ese tipo no está bien de la chaveta. —Se llevó el índice a la sien—. Y todo eso del mal de ojo… —Titubeó—. Bueno, hay gente que lo tiene, ¿no? Pero, suponiendo que ese Ermolin fuera uno de ellos, ¿por qué no ha dado mala suerte a más gente de su entorno?
—Era un hombre rico; quizá otros rivales suyos la tuvieran.
—¿Y lo de subir por la cuerda? El señor Gamboni no da la impresión de ser lo bastante fuerte. Además, ¿cómo podría haber pasado desapercibido con esa toga de seda roja?
—Bien pensado, Benno. O salió sin ella, arriesgándose a que reconocieran en él a alguien que habría tenido que llevarla, o se la quitó; es decir, alquiló una góndola y se quitó la toga debajo del toldo. Eso, efectivamente, supondría la participación de un gondolero. Se le paga una buena suma de dinero, y no abre boca sobre el asesinato.
—Pero Gamboni es pobre.
—Por lo tanto, el silencio del gondolero nace del amor, o del odio. ¿Te has dado cuenta de que el gondolero que llevaba a Gamboni era negro, y que parecían viejos amigos?
—Por aquí hay negros a montones… ¿Os referís al hijo de Zenobia? ¿Al que Ermolin sacó de casa?
—Me refiero a que quizá ande cerca. Pero todo eso puede esperar a mañana.
Se oyó un silbido semejante al de una gigantesca víbora, que, junto al resplandor verde que siguió, anunciaron un nuevo estallido de fuegos artificiales. Por unos instantes, Segismundo quedó convertido en un demonio verde indolentemente apoyado en el balcón. Benno deseó haber ido a la plaza para ver el espectáculo, y no era la primera vez que lo hacía. Venecia estaba rindiendo todos los honores a su nuevo capitán general. Pico Gamboni se había marchado a la plaza libre de toda inquietud, visto que nadie parecía tener intención de meterlo en la cárcel.
—Lo que no acabo de entender —dijo Benno, escogiendo al azar una de tantas cosas que no entendía— es por qué habrá pensado que le hacíais tantas preguntas. No puede saber nada de lo del señor Darin, puesto que la familia desea mantenerlo en secreto. ¿No es así?
Bajó de la cama para averiguar si el balcón permitía vislumbrar los fuegos artificiales. Biondello lo acompañó, pero en cuanto oyó el estridente silbido de un cohete y la barahúnda de voces con que fue acogido, volvió a la cama y se metió en el jubón.
Entre los aplausos con que la multitud celebraba la última lluvia de centellas, Benno oyó la profunda voz de Segismundo.
—Ha creído que me enviaban los Diez.
Benno se aferró a la baranda. Nunca se le habían dado bien los números, pero aquella misteriosa suma de ambas manos había quedado revestida de un terror muy especial y muy concreto desde que Segismundo le explicara su significado.
—¿Ha creído que os proponíais prenderlo y llevarlo ante la tortura?
—O eso, o… —Segismundo se rodeó el cuello con las manos y puso los ojos en blanco, haciendo que el estómago de Benno diera un vuelco—. La República no siempre respeta los trámites. Hay veces en que los Diez quieren que la justicia sea aplicada a la vista de todos, y otras en que se limita a ejercerla sin que se entere nadie aparte del muerto. Recuerda lo que te dije: es posible que el propio Ermolin muriera a manos de un agente de los Diez.
El entusiasmo de Benno por ver los fuegos se había visto sensiblemente mermado. ¿Y el capitán general derrotado y encarcelado? ¿Le habrían dedicado también esa clase de festejos? Desde su llegada a Venecia Benno había sentido ganas de dejar la ciudad en varias ocasiones, y ésa era una de ellas. Su primera impresión había dado en el clavo. Aquel lugar estaba lleno de peligros.
El pequeño gato del balcón de enfrente bostezó y, desperezándose, fue al encuentro del nuevo inquilino que acababa de entrar. Era éste un hombre alto con un lunar junto al ojo, que le dedicó una larga sesión de mimos. El gato se quedó hecho un ovillo encima de la cama mientras el recién llegado lo relevaba en su incesante vigilancia de la calle y la habitación de enfrente, con la única diferencia de que optó por hacerlo desde la oscuridad, al amparo del postigo entreabierto.