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¿Quién tiene las llaves?
—¿Quién es?
El joven que había irrumpido en la habitación miró a Segismundo con un recelo todavía mayor que el mostrado por Isabella. Vettor Darin se adelantó con la mano tendida, en un gesto de apaciguamiento o de dominio.
—Ten paciencia, Marco. Ya te lo explicaré. Dime, ¿has encontrado a tu tío?
Contestando a la pregunta, un hombre de edad avanzada apareció a espaldas de Marco. Apartó al joven y se acercó al cuerpo inmóvil que yacía sobre el diván, como si no hubiera nadie más en la sala. Retiró suavemente el recorte de brocado que cubría los ojos y emitió un siseo como el del agua sobre el metal ardiente.
—¡Malditos demonios! ¿Quién ha hecho esto?
Dio media vuelta y clavó en Segismundo una fiera mirada, como si el único hombre que le resultase desconocido tuviera que ser necesariamente el culpable. Vettor lo tranquilizó.
—Rinaldo, os presento al señor Segismundo, cuya discreción y astucia en la persecución de criminales llegó tiempo ha a mis oídos. Ha servido al duque de Rocca y otros príncipes, y está dispuesto a ayudarnos a averiguar quién mató a vuestro hermano.
Segismundo asintió con la cabeza, pese a que no había dado más señas de aceptar el cometido que seguir al mensajero de Darin. Rinaldo Ermolin no pareció impresionado por las referencias de Vettor. Así pues, tres de las cinco personas que ocupaban la pequeña habitación eran hostiles a las otras dos. La única indiferente yacía sobre el diván.
—¿Y cómo proponéis que lo averigüemos? —preguntó Rinaldo con tono inflexible, un tono que, sin ser severo, carecía de matices. Era un hombre que rondaba los cuarenta años, alto y apuesto, de frente ancha y ojos alargados y estrechos, como alargada y estrecha era su boca. Su tez era cetrina; sus abundantes cabellos castaños despuntaban bajo el birrete de terciopelo rojizo. Llevaba una cadena de oro sobre la toga de color aceituna. Hasta ese momento había sido Vettor la personalidad dominante en la habitación.
Segismundo se inclinó, haciendo honor a tanta autoridad.
—Examinando el cadáver de vuestro hermano. Interrogando a toda persona que pueda echar luz sobre el asunto. Realizando pesquisas en privado por toda la ciudad. Por supuesto, todo ello con vuestro permiso. —Segismundo aguardó, tranquilamente apoyado contra el marco de la ventana. Vestida de negro, su figura era imponente; sólo su rostro y su cabeza rapada destacaban del sombrío conjunto, iluminados por los dorados reflejos del agua.
—Tenemos que hacer algo cuanto antes, Rinaldo. Y hay que informar a la Señoría. El culpable no puede estar lejos.
Un ruido extraño, como un bufido, hizo que Rinaldo se volviera hacia la joven viuda, que se había sentado a los pies del diván para hacer compañía al cadáver. Se acercó a ella y la ayudó a levantarse.
—Pobre hermana mía. No temas, esos villanos serán descubiertos y ajusticiados. —Escrutó a Segismundo por encima de la cabeza de la joven—. Muy bien, señor, haced lo posible, y rápido. Si conseguís que los asesinos comparezcan ante la justicia seréis recompensado.
Segismundo, que había recibido sacos de oro de manos de príncipes agradecidos y podría haber mostrado cierta cadena, regalo de un duque a cuyo lado la de Rinaldo quedaría reducida a chuchería sin valor, se limitó a inclinar la cabeza. Marco, arrodillado junto al cadáver de su padre, intervino con expresión más petulante que airada.
—¡Me toca a mí decidir lo que se hará en esta casa! ¡Soy el heredero de mi padre!
El rostro del agraciado joven era tan aniñado como anguloso el de su tío. Siguiendo la moda del momento, su cabello estaba adornado de bucles; su corto jubón azul absorbía toda la luz de la sala. A juicio del silencioso y observador Segismundo, la insolencia de Marco Ermolin nacía de la escasa atención que solían prestarle los demás. Su abuelo le dio unos golpecitos en la espalda, apresurándose el joven a apartarse de ellos.
—Marco, todo esto es por el bien de la familia. Por tu honor y el de todos nosotros.
—¿No estamos perdiendo el tiempo? —Era la voz de la joven viuda, que señalaba con el dedo el cuerpo inmóvil sobre el diván—. Si es cierto que el señor Segismundo va a averiguar quien asesinó a mi esposo, ¿no sería mejor empezar cuanto antes? ¿Y no deberíamos mandar llamar a un sacerdote que se ocupara del alma de mi esposo? —El sarcástico énfasis que se hizo notar de principio a fin en su intervención parecía indicar que, si por un lado la salvación de su marido le parecía imposible, por el otro le traía sin cuidado.
Marco se levantó presuroso.
—Iré a buscar al padre Domenico…
—Espera. —Rinaldo lo detuvo antes de llegar a la puerta—. No comentes a nadie lo que ha pasado aquí, ni siquiera a tus amigos. Según me has dicho, los criados sólo saben que su señor ha muerto. Que piensen que ha sido el corazón, o un accidente. Quizá el señor Segismundo —añadió, posando su oscura mirada en el hombre de la ventana— halle conveniente aprovechar su ignorancia en el interrogatorio.
Marco asintió con impaciencia antes de salir. Cuando Rinaldo se hizo a un lado y le hizo señas, Segismundo se acercó al diván y se inclinó sobre Niccolò Ermolin, cuyo único ojo intacto lo miró sin pestañear. Bajo la atenta mirada de la viuda, Segismundo desabrochó la toga de terciopelo y, apartando la fina camisa de hilo, examinó el pecho en busca de otras heridas. No hallándolas en la parte delantera del tronco, pasó una mano por la espalda del cadáver y lo colocó en posición erecta, sujetando la cabeza. Al ver que el rostro ensangrentado del muerto se incorporaba y parecía observar la habitación, la viuda se encogió por primera vez al pie del lecho mortuorio.
Segismundo, pensativo, emitió un murmullo antes de hablar.
—Mmm… Fijaos en esto.
La viuda no hizo el menor esfuerzo por sumarse a quienes acudían a examinar la nuca de Niccolò. Se llevó la mano a la boca, como si temiese enterarse de algo desagradable. Inmóvil y alerta bajo la terrible mirada de su esposo, oyó a Segismundo añadir:
—También podría haber muerto de esta herida.
Vettor reaccionó con asombro, y aun con contrariedad.
—Lo ha encontrado Marco, pero no ha dicho nada de esto. Mirad, tiene sangre por toda la espalda.
Después de recostar al cadáver, Segismundo volvió a ponerle la tela sobre los ojos, cada uno de los cuales parecía acusar a su modo.
—La sangre ha corrido dentro del jubón. Sin duda vuestro nieto lo habrá encontrado de bruces sobre el escritorio, y se habrá apresurado a levantarlo para ver qué pasaba. —Todos imaginaron lo que debía de haber visto Marco. Segismundo rompió el paréntesis de silencio con su voz cavernosa—. Le habrá parecido que la herida en el ojo lo explicaba todo.
—¿Significa que el asesino llegó por detrás… —Rinaldo había cogido las manos de su hermano, como queriendo comunicar al alma del difunto que la frialdad con que discutían acerca de sus heridas no era señal de indiferencia. Hizo una pausa. Su voz cortante se había quedado sin palabras—, luego le atravesó la nuca y después lo levantó para hacer esto? —Con la mano que le quedaba libre, señaló el rostro oculto bajo la tela—. Directo al ojo.
—¡Qué monstruosidad! —dijo Vettor, acalorado por primera vez—. Sólo un demonio sería capaz de algo así. ¿Y quién pudo acercarse a él sin que se diera cuenta, estando la habitación cerrada con llave?
Isabella se puso en pie con un frufrú de seda semejante al susurro del viento entre las hojas. Su palidez, su deshecha cabellera, le daban el aspecto de una Furia.
—¿Por qué no se lo preguntamos al ama de llaves, que es quien las tiene?