21

Ojo por ojo

—Ya ves, no tenemos nada que hacer. Mi cliente está a la espera de saber qué pasa con la carta.

Mientras se sumaba con Segismundo a las multitudes que paseaban bajo el sol de Rialto, Benno sintió ganas de rogar a su señor que se cubriera aquella cabeza rapada tan llamativa, o doblara las rodillas para no ser tan alto; en definitiva, que hiciera cualquier cosa con tal de no ser reconocido por quien era. De poco servía mezclarse con la gente. ¿Había algo más fácil que huir sin ser visto después de clavar a alguien un cuchillo por la espalda? Un corpulento extranjero con toga de seda verde y turbante inmaculadamente blanco se interpuso entre Segismundo y Benno; éste estaba tan inquieto que temió perder de vista a su señor una vez desaparecido el obstáculo. Pero ahí estaba Segismundo, a pocos pasos, pidiendo precios en uno de los comercios de los soportales. Benno se abrió camino hasta él con la cabeza vuelta hacia atrás, comprobando si en aquel alegre y ruidoso remolino de gente que se desperdigaba hacia los cuatro puntos cardinales había alguien vigilando a su señor.

Su concentración era tal que, cuando un hombre apareció repentinamente en el soportal y tocó a Segismundo en el hombro, Benno soltó un grito digno de Biondello.

—¡Ercole! Por fin te encuentro. Iba pensando dónde podría encontrar a un hombre entre mil, y he decidido: ¡Rialto! Y aquí estás, uno entre mil.

Era una voz potente, de sibilantes pastosas; aliviado, Benno reconoció en su dueño al hombre que había saludado a Segismundo con su reluciente bastón de mando. Se trataba del nuevo capitán general de la flota veneciana, mezclado a la multitud de Rialto como uno más. Poseía un rostro propenso al humor, como atestiguaba la trama de arrugas junto a los ojos y la boca; sin embargo, tanto su prognatismo como la oscura intensidad de su único ojo visible daban a entender que convenía más divertirlo que enojarlo. Segismundo lo abrazó entre risas.

—¡Hermano, hace mucho que nadie me llama Ercole! ¿Y qué me dices de ti, Bestia? Por lo visto debo llamarte Attilio da Castagna, y tú me conocerás por Segismundo, al menos en la ciudad. —Dio un paso atrás y, sin soltar a Attilio, lo miró de pies a cabeza. Attilio exhibía una blanquísima dentadura, enmarcada en una barba corta y oscura con matices plateados. Su erguida silueta, enfundada en un jubón de terciopelo y unas sencillas calzas de seda gris, no ostentaba otras muestras de su rango que no fueran el excelente cuero de sus botas y cinturón y una cadenilla de plata que pendía de su cuello. El parche negro en el ojo añadía un toque incongruente, recuerdo de una batalla.

—Muy lejos has llegado desde la última vez que te vi. —Segismundo asestó un puñetazo fraternal al amplio pecho de su amigo—. En aquel entonces te habría sido difícil alquilar una barca, y no digamos capitanear una flota.

A espaldas de Segismundo, el dueño de la tienda parecía decepcionado; obviamente la conversación se le había pasado por alto. Benno aún no sabía que, además de curiosos en extremo, los venecianos sabían ser infinitamente discretos. Si su capitán general decidía hacerse pasar por un hombre cualquiera, ellos le seguirían el juego. La decepción del comerciante nacía de no tener ningún indicio sobre la identidad del hombre de la cabeza rapada. Tratándose a todas luces de un viejo amigo del capitán, personaje poderoso, podía tener ciertas conexiones con su pasado, conexiones que los Diez pagarían por saber.

—Muy bien, «Segismundo», pues vamos a tomar un trago.

Attilio pasó un brazo por la espalda de Segismundo y lo condujo jovialmente fuera de los soportales, cerrándose la comitiva con Benno y Biondello. Quizá al ver a Segismundo en semejante compañía su misterioso enemigo se lo pensara dos veces antes de atacarlo.

Una vez en la taberna Attilio pidió albóndigas de queso y espinacas para acompañar la bebida. Benno se acordó del condotiero enano, Nono Marsili, y de su pasión por el hígado con cebolla. Los guerreros que Venecia colocaba al mando de sus ejércitos eran propensos a la voracidad.

—Todavía no me has dicho qué estás haciendo aquí. —Attilio ensartó una albóndiga con el cuchillo. Sentado junto a su señor en el otro extremo del banco, Benno tragó saliva—. Zarpa conmigo, si no tienes nada que hacer. En otros tiempos tú y yo luchábamos con cualquier cosa que se moviese. No tienes nada que temer de un par de turcos.

La misma cantinela de los Marsili. Que la gente quisiera tener a Segismundo a su lado no tenía nada de sorprendente; para alguien que hubiera luchado junto a él o contra él, fuera cual fuese su nombre en esos tiempos, se trataba de una simple cuestión de sensatez. De hecho, quien lo conociera por primera vez bajo un nombre cualquiera sentiría deseos de ganárselo en cuanto lo viese. Y a fin de cuentas, ¿qué era Segismundo sino un mercenario? Benno imaginaba su pasado como una superposición de batallas en países extraños, sucesión de episodios que en más de una ocasión se habría visto teñida de colores sangrientos. Sabía que su señor tenía una larga cicatriz en las costillas, fruto de un error de cálculo al apuntarle al corazón, y que debía de haber costado la vida al adversario. Y, desde que Benno estaba a su servicio, Segismundo había coleccionado otras muchas señales de amistad, entre ellas un recuerdo del difunto Pirro.

La conversación versaba justamente sobre heridas. Attilio había pasado de las albóndigas a un estofado de costillas, carne picada, tocino, col, zanahoria y cebolla que insistió en compartir con sus dos compañeros de mesa, sirviendo generosas raciones en sendos platos de peltre cogidos al vuelo. Segismundo se interesó por la cicatriz de su cintura, una franja entre plateada y azul cuyo terrible aspecto hizo que Benno sintiera náuseas sólo de pensar cómo se la habrían hecho, y qué sensación habría dado recién hecha, por decirlo de algún modo. Attilio la contempló como una parte indisoluble de su cuerpo a la que llevaba mucho tiempo sin prestar atención.

—¿No fue ese corte el que estuvo a punto de costarte la mano?

Segismundo ingería el estofado sin quitar ojo a la cicatriz.

—Ya sabes cómo son esas cosas. Sólo te das cuenta si te cortan algo de verdad. E incluso entonces tardas lo tuyo en notarlo.

Segismundo partió el pan para mojarlo en el humeante estofado.

—¿Y cuándo empezaste a notar que no veías bien?

Benno se quedó con la cuchara en la boca. ¿A quién se le ocurre hablar de la pérdida de un ojo con una persona que te está mirando sólo con uno? Attilio soltó una restallante carcajada.

—¿Acaso crees que alguien puede atacarme por la izquierda sin que me dé cuenta? —Se dio un golpecito en el parche—. Me he acostumbrado a girar rápido la cabeza, y te aseguro que no tengo problemas de oído. No, Segismundo. —Las pastosas eses casi convertían en otro seudónimo aquel nombre tan familiar—. Si mis enemigos quieren bailar sobre mi tumba, tendrán que sacarme el otro antes.

—Dime, ¿quién tuvo tanta suerte como para sacarte el que te falta? Supongo que ya no estará en condiciones de ser felicitado por ello.

Las negras cejas de Attilio se unieron y su pronunciación se hizo más espesa, subrayando la ferocidad de su respuesta.

—Ya no. Desde ayer por la mañana. El ojo me lo sacó Niccolò Ermolin.