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Estamos perdidos
Benno descubrió que dormir en un banco de piedra era menos incómodo de lo que temía. Había dormido en toda clase de lugares, salvo en una cama suntuosa; siendo mozo de cuadra había hallado la paja sumamente acogedora. Pico Gamboni le había ofrecido con gestos de gran señor un banco protegido por el soportal de una plaza; después, envuelto en una capa con muchos años encima, se había tendido en el banco contiguo. Por lo visto la capa se hallaba bajo custodia en una tienda de comida, cuyo dueño la había sacado de una esquina en cuanto había visto aparecer a Pico. Además de la capa le había dado una torta fría rellena de queso y verdura que Pico compartió escrupulosamente con Benno, contribuyendo ambos al alimón a la cena de Biondello.
Benno no había esperado dormirse tan rápido de costumbre, aunque, bien mirado, las noticias del cardenal Pantera eran positivas. Habían aguardado en el palacio del patriarca mientras el cardenal iba a reunirse con el dux; de regreso los informó de que Segismundo seguía con vida, y que no lo habían torturado. Prometió ejercer toda su influencia para lograr su liberación, y, si bien sus ojos negros y benévolos parecían cuestionar el éxito de la misión, Benno siguió confiando firmemente en la habilidad de su señor para sobrevivir a las situaciones más terribles. Algo sucedería.
Tras dirigir a la Virgen Una plegaria fervorosa y aplicar su medalla sagrada a la frente de Biondello, Benno arropó al perrito en su jubón, se arrebujó en la excelente capa de lana de Segismundo, y, sintiéndose protegido, tardó escasos minutos en ponerse a roncar. Una paloma se posó junto al banco, lo miró un rato con la cabeza ladeada y, renunciando a esperar de él comida alguna se alejó con un pesado batir de alas.
Esa noche Segismundo tal vez echara de menos la capa que había dejado a propósito junto a Benno en el momento de ser arrestado, pero conjuró el frío de la celda compartiendo camastro con Cosmo. En su caso no los miraban palomas, sino ratas, y estaban dispuestas a aguardar todo lo necesario.
Aquella misma noche hubo quien no consiguió dormir hasta mucho más tarde. El cardenal Pantera se vio obligado a soportar un banquete cuya función era mostrarle las maravillas de la hospitalidad veneciana, a escala muy distinta de la que pudiera ofrecer un banco de piedra o un camastro de prisión.
Cada plato era anunciado con trompetas. El cardenal, hombre de poco comer, jugueteó cortésmente con los manjares que le ponían delante. Comió algo de jabalí con nuez moscada, clavo y jengibre, y disfrutó del pastel de salmón con ciruelas y dátiles. Acostumbrado a la cocina romana, con su sabor a aceite de oliva que tanto le gustaba, halló un poco extraño el arroz hervido en caldo y vino. Le sirvieron el famoso hígado veneciano con faisán en su jugo, panceta, cebolla y mucha canela; y, en efecto, le pareció tan bueno como decían. Al llegar a los dulces de almendra aromatizados con limón y vainilla, el cardenal Pantera estaba resuelto, dentro de lo posible, a pasar el día siguiente en ayunas.
A su izquierda, vestido con espléndido brocado de oro, se sentaba el dux, que no comió nada y sólo bebió algún que otro sorbo. El cardenal trató de darle conversación, pero, viendo que contestaba al tuntún, juzgó desconsiderado insistir. Apiadado, pensó que parecía un muerto en medio de un banquete. ¡Un verdadero memento mori!
Mal podía saber el cardenal que, antes del banquete, Vettor Darin había juzgado oportuno tirar de la manga del dux y, en un aparte, susurrarle la noticia de que Pasquale había llegado a Chipre sano y salvo; noticia destinada a calmar su atribulado corazón de padre si no fue se por la coletilla que añadió Vettor: apenas en tierra, Pasquale había iniciado negociaciones para partir.
De haberse tratado de negociaciones con la República, de apelaciones a su misericordia, la cosa tendría perdón; sin embargo, Pasquale debía de haber juzgado nulas las posibilidades en ese campo. En lugar de ello, según los informadores que lo vigilaban de cerca y cuya presencia habría sido lógico adivinar, escribió e intentó mandar una carta en la que solicitaba un barco para salir de Chipre; y esa carta iba dirigida al mismísimo sultán de Turquía.
Era su sentencia de muerte, y el dux lo sabía.
Se dispuso a dimitir el día siguiente. No pensaba ver como dux la llegada de su desdichado e incorregiblemente estúpido hijo, cargado de cadenas y llevado a la Piazzetta para relevar a Andrea Barolo entre las columnas. Entretanto, erguido y con aire impasible, contemplaba el desarrollo del largo banquete.
Después asistió a los fuegos artificiales lanzados en la Piazzetta y desde balsas flotantes. Los ciudadanos de Venecia acudían en masa para saludar amablemente al cardenal. Por orden de las autoridades no se había hecho hincapié en el entredicho del año anterior. Los sacerdotes habían celebrado misa, absuelto, casado, bautizado y enterrado a los ciudadanos sin hacer la menor referencia a que el Santo Padre hubiera prohibido alguna de esas actividades; por lo tanto no hubo muestras de resentimiento contra el representante de Su Santidad. Mientras los cohetes se elevaban en el cielo nocturno reflejado en la laguna, despertando a Benno en su banco y llegando incluso a oídos de Segismundo en los calabozos del palacio, los boquiabiertos venecianos prodigaron vítores y palmas, seguros de que aquellos festejos no serían los últimos. Esperaban con impaciencia la inminente llegada de Ottavio y Nono Marsili, y la celebración de la toma de Piombo.
De hecho los hermanos estaban más cerca de Venecia de lo que nadie sospechaba. Siguiendo las instrucciones de los Diez cada ciudad por la que habían pasado los había honrado con una escolta armada, honor que ellos habían aceptado para evitar la puesta en práctica de las instrucciones adicionales: ejecutarlos si se oponían. Los dos condotieros llegaron el día después de celebrarse la espléndida recepción del cardenal Pantera. Se encaminaron al palacio, seguidos por una multitud entusiasta. Ottavio descubrió el gris metálico de sus cabellos y agitó su gorra de terciopelo rojo; Nono, mostrando los dientes, era más gárgola que nunca. Venecia no andaba escasa de enanos, pero aquél era el favorito del momento.
Una vez en palacio fueron recibidos con cortesía, aunque no con el entusiasmo que esperaban. De nuevo aguardaron en la gran antesala en que desembocaba la escalera. Nono, inquieto como de costumbre, acarició las curvas de una ninfa esculpida, para escándalo de los lacayos apostados junto a la puerta de doble hoja. Después se acercó a la ventana, volvió a alejarse y, enfrentado a los enormes espejos con marco de oro, hizo muecas al reflejo de su hermano, colocándose con orgullo junto a una estatua de Hércules como si invitara a establecer comparaciones.
Por fin apareció uno de los Diez deshaciéndose en disculpas. El dux se hallaba indispuesto. La entrevista debía ser pospuesta. Con una reverencia, Rinaldo Ermolin los acompañó hasta las escaleras y llevó su cortesía hasta el punto de bajar con ellos al patio. Llegados ahí los condotieros quisieron dirigirse a la Riva, pero toparon con el obstáculo de Ermolin, que, con una nueva reverencia, señaló la puerta del lado opuesto, la puerta que llevaba a los calabozos del palacio.
Nono empezó a protestar y Ottavio echó mano a la espada, pero el patio estaba lleno de guardas y aparecieron todavía más mientras Ermolin se alejaba sin darles la espalda. La situación era desesperada. Entonces Ottavio habló por primera vez.
—Estamos perdidos —murmuró.
Encima de sus cabezas, el estandarte de San Marcos chasqueaba al viento como una fusta. El león dibujado encima de él tenía su boca curvada en una sonrisa.