36

Arrojado a los leones

Segismundo entró inmediatamente en acción. Justo cuando la luna salía de detrás de las nubes, su espada salió de la vaina y apuntó a Dion, bañada en luz. Dion no perdió el tiempo; además, su espada era más larga y por tanto de mayor alcance. Inmóviles y agazapados, parecían formar parte de un cuadro vivo. Benno, paralizado y de espaldas a la puerta, creyó oír golpes de tambor, hasta que cayó en la cuenta de que era el latido de su corazón.

De pronto los tres oyeron un ruido que no habría podido confundirse con ningún otro. Al otro lado del muro que bordeaba el callejón, un muro tan cubierto de enredadera como el que daba al canal, retumbó un súbito y vibrante rugido.

Ésa fue la señal. Esperando quizá aprovecharse de la distracción, Dion dio un salto y asestó una estocada al rostro de Segismundo, que, espada en alto, desvió el golpe. Benno oyó un grito ahogado, dándose cuenta de que era el suyo. Dion replicó lanzando la hoja a las piernas de su rival. La idea de que aquel tipo fuera un profesional desagradaba a Benno; no daba la impresión de poder imponerse a Segismundo por la fuerza bruta, pero quizá poseyera destreza y astucia comparables. Sujetando a Biondello, susurró unas oraciones tan incoherentes como sentidas, mientras los dos espadachines seguían en guardia, rondando uno en torno al otro. Toda la vida tendría grabada en su mente aquella escena, tan fresca como el primer día: el muro cubierto de oscura madreselva, iluminado apenas por la luna, las dos siluetas concentradas en sus movimientos, el brillo aceitoso del canal al fondo de la callejuela, el ruido de pasos y respiración, el bronco rugido al otro lado del muro, y aquel olor a aguas estancadas y piedras húmedas sumándose a un tufo de animal.

Pero no eran los leones los únicos que gruñían aquella noche. Biondello, inquieto por la inquietud de Benno, y asustado de su miedo, se escabulló bruscamente de sus manos y, posándose en el suelo con ligereza, corrió hacia los dos contrincantes. Sin quitar el ojo de encima a Segismundo, Dion sujetó contra su tobillo al pequeño y lanudo obstáculo.

Benno habría querido acudir en rescate de Biondello, pero la regla de Segismundo lo paralizó: «cuando me veas pelear, no intervengas si no te lo pido». Miró a su señor, pero Dion ya estaba actuando. Dio un salto atrás, levantó al perro y lo lanzó por encima del muro. Se oyó un ladrido, un crujir de ramas y hojas y un corto rugido, a la vez sorprendido e interesado.

En ese instante Segismundo saltó como un resorte. Benno, desesperado, sólo tuvo tiempo de ver el brillo de una espada que sobrevolaba el muro en una amplia parábola, seguida por la que trazaba otra arma más corta. Después la enredadera empezó a agitarse y zarandearse bajo el peso de Segismundo. Encaramada al muro, su silueta en jarras se recortó contra la luna, sonriente.

Dion entendía el mudo idioma del desafío. Encontró un punto apropiado un poco más allá y empezó a trepar. La copa de un ciprés que despuntaba por encima del muro lo protegía de Segismundo, quien de todos modos bajó al jardín sin esperar a su rival. Angustiado, con el corazón en un puño, Benno trepó por el mismo lugar que su señor, hallando por intuición asideros y puntos de apoyo hasta que, llegado a lo más alto, pudo adentrar la vista en un misterioso laberinto de sombras, percibiendo un olor a vegetación revuelta y sobre todo a animales. No divisó a su señor, pero sí la espada de Dion, que, caída en la gravilla, estaba siendo husmeada por una siniestra silueta.

El león era más grande de lo que Benno había podido colegir de la mayoría de estatuas, pero su melena era más corta. Emitía gruñidos más bien insatisfechos.

Un quejido atrajo la atención de la fiera. Tanto ésta como Benno vieron a Biondello revolviéndose entre las ramas más altas de un arbusto pegado al muro. Benno pasó una pierna al otro lado y empezó a calcular cómo alcanzarlo. El león se acercó a investigar y, justo entonces, Segismundo cruzó por la gravilla, recogiendo algo de camino. El león volvió la cabeza, pero no parecía haber visto nada. La oscuridad de la pared del fondo dejó entrever un brillo metálico.

El león se paseó arriba y abajo mirando a Benno y al perro, pero incapaz de hallar el modo de llegar a cualquiera de los dos. Apoyó sus patas delanteras sobre el muro y gruñó; Benno no recordaba nada más apestoso que aquel aliento, hasta el punto de que le produjo arcadas. Biondello, tendido sobre el lomo en su prisión de hojas y ramas, miró de reojo al león y permaneció en silencio. La espada de Dion seguía tirada en la gravilla; en ese instante la alta y enjuta silueta de Dion apareció en su busca. Caminaba con tiento, pero algo salió disparado de la pared de enfrente y cayó sobre la gravilla. Despegando sus patas del muro, el león dio media vuelta.

Dion había recuperado su espada. Cara a cara con el león, retrocedió muy lentamente; algo se movió detrás de él, no Segismundo, sino una silueta baja cuyo pelaje adquirió brillos plateados al exponerse a la luz de la luna. Benno no había visto en toda Venecia un león como aquél, pesado de tripa y con el lomo hundido; sin embargo, su rugido tomó por sorpresa a Dion, que, revolviéndose como un gato, empezó a alejarse de los dos caminando de espaldas. Las fieras se separaron como expertos perros de presa, siguiéndolo de cerca.

Biondello empezó de nuevo a revolverse, y Benno, respirando hondo y apretando las mandíbulas, inició un cauteloso descenso en dirección al perrito, queriendo rescatarlo antes de que sus movimientos lo hicieran caer más abajo. Vigilando a los leones —¿cuántos tenía Vettor? ¿habría otro acechando en la oscuridad?—, Benno tendió el brazo, tocó a Biondello y lo agarró del pescuezo, justo cuando su alborozada reacción hacía ceder las ramas que aguantaban su peso.

Dion había retrocedido hasta la pared de la casa, y se estaba aproximando al frágil refugio de un naranjo plantado en una maceta. Tenía a los leones cada vez más cerca. No parecían hambrientos ni enfurecidos, pero tampoco dispuestos a tolerar la presencia del intruso. El profundo gruñido del más joven dio paso a una serie de rugidos entrecortados; el más viejo parecía silencioso, pero poco a poco se fue distinguiendo una especie de ronroneo amenazador. Dion alcanzó el naranjo y puso el pie sobre el borde de la maceta; cuando el león más viejo estuvo a tiro le echó el árbol encima con todas sus fuerzas, y, girando sobre sus talones, asestó una estocada a la cabeza del otro, cruzándola de un tajo. La fiera retrocedió y volvió a acometer. Esta vez Dion le clavó la espada en las fauces abiertas y, soltando la empuñadura, se apartó de un brinco. Entonces se aferró a una reja de ventana que sobresalía del muro y subió a pulso.

En el momento de derrumbarse, el león joven cerró las mandíbulas con un ruido seco. El viejo, furioso y con la ajada melena llena de hojas de naranjo, saltó hacia Dion y tuvo tiempo de arañarle el costado. Dion logró trepar fuera de su alcance antes de que la bestia pudiera saltar de nuevo, cosa que no hizo, sino que se limitó a rugir y dar vueltas. Dion permaneció colgado de la reja con el cuerpo ensangrentado.

Dentro de la casa nadie parecía haber advertido el revuelo. No aparecieron antorchas, ni se vio a nadie asomado al balcón del piso alto. Mientras sostenía a Biondello contra el pecho, Benno, encaramado al muro, creyó ver un rostro muy blanco detrás de una de las rejas.

De pronto apareció Segismundo, deslizándose por el muro de la casa como una enorme araña. Llegó junto a la reja de la que colgaba Dion y le dijo algo. A Benno le pareció que Dion sacudía la cabeza, mas de repente advirtió que se ponía a temblar. No era la primera vez que veía a un hombre herido reaccionar de ese modo; no se trataba de miedo, sino de una extraña fuerza que se apoderaba del cuerpo después de haber recibido una herida. Segismundo asió a Dion con fuerza de la muñeca, de tal forma que, cuando poco después los pies del segundo resbalaron de la reja, siguió sosteniéndolo en vilo.

Un rato después iniciaron un extraño avance que los llevó, semejantes a dos cangrejos, desde la pared de la casa a la del jardín, aprovechando el almohadillado y la parte superior de otra reja. Mientras tanto el león dividía su atención entre ellos y las gotas de sangre que vertía Dion. Alcanzaron la pared del jardín.

Cuando Dion, todavía preso de las convulsiones, se sentó a horcajadas sobre el muro, la luz de la luna permitió a Benno ver claramente sus heridas. Deseó no haberlo hecho. Antes le había indignado ver que Segismundo rescataba a Dion de las fauces del león. ¿Por qué salvar a un hombre que quiere matarte cuando que el destino tiene la amabilidad de arrebatártelo de las manos? Pero una cosa es matar al enemigo luchando con él cara a cara, y otra muy distinta dejar que se lo merienden vivo.

Segismundo estaba diciendo algo. Benno tuvo que hacer un esfuerzo para entender la pregunta que formulaba a Dion. Tampoco éste parecía haberla oído bien, por lo que Segismundo repitió:

—¿Monjes o monjas?

Dion, jadeante, susurró una respuesta, señal de que había entendido. El león husmeaba la base de la pared sobre la que descansaba Dion, con tal fuerza que casi resoplaba. También Biondello, a salvo en el jubón de Benno y sostenido por las manos de éste, era presa de intensos temblores, como un corazón que quisiera salirse del pecho. De pronto un rugido muy cercano sobresaltó a Benno, obligándolo a sacar una mano del jubón y aferrarse a la enredadera para no caer.

Segismundo pasó un brazo por la espalda de Dion y lo colocó de cara al callejón, justo en el momento en que el león saltaba. Su zarpa se clavó en el ladrillo a casi un metro de la pierna de Dion, pero la fuerza del impacto, el chirrido de las garras y el fétido aliento del animal impulsaron a Benno a levantar los pies a toda prisa y volverse hacia el callejón, cubriéndose las piernas de arañazos. Tuvo tiempo de ver a Segismundo protagonizar una hazaña que hasta un acróbata le habría envidiado, bajar a pie de pared sin dejar de sujetar a Dion.

A su vez, Benno inició el descenso con más pena que gloria. Sin embargo, a diferencia de Segismundo, no tardó en verse aliviado de su carga, pues Biondello se le escurrió del pecho y dio en tierra con un golpe que lo dejó sin aliento.

Dion chorreaba sangre negruzca a la luz de la luna; empapadas por la hemorragia sus ropas hechas trizas, se tambaleó en brazos de Segismundo, cerrando los ojos como si estuviera al borde del desmayo. No os fiéis de él, suplicó Benno para sus adentros. Sangra mucho, de acuerdo, pero quizá esté fingiendo estar peor de lo que está. Tal vez tenga una daga que clavaros…

—Muy bien, pues que sean monjas —dijo Segismundo con tono jovial—. El campiello no está lejos; te llevaré.

Dion clavó sus ojos, muy abiertos, en el rostro oscuro de Segismundo.

—Este no es el final —susurró con encono—. Te mataré.

Mientras su mano bañada en sangre sujetaba a Dion, Segismundo contestó con gravedad.

—Si Dios quiere. Y, si su voluntad es otra, te mataré yo a ti. Entretanto las monjas decidirán tu futuro.

Al otro lado del muro, el león que bien podía haber decidido ya el futuro de Dion si las heridas no sanaban mostró su descontento con un rugido.