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El arresto
Con un cinismo habitual en los de su clase, los criados del palacio Ermolin dieron por supuesto que el joven Marco, apartado por su tío del control de los negocios y alejado tan ostensiblemente de toda posibilidad de actuar como cabeza de familia, había salido de casa para divertirse, cumpliendo con su costumbre. Se equivocaban.
Marco Ermolin había salido de caza, en efecto, pero no, como solía, partiendo hacia el Véneto en compañía de perros y ruidosos compañeros, con intención de cazar animales y molestar a seres humanos. Esta vez iba solo, y su presa era el dinero.
En cuanto empezó a divulgarse por toda la ciudad la noticia de la muerte de su padre, los acreedores que tanta paciencia y amabilidad habían mostrado hasta la fecha sintieron ansias de tomar parte en la lluvia de oro que sin duda iba a caer en manos del joven. Marco había recibido una serie de mensajes tan corteses como apremiantes. Al salir de casa, muchos se le habían acercado para darle un pésame con segundas; y no era eso lo peor, sino que, cada vez que hablaba de prórrogas a sus acreedores, recibía como respuesta corteses pero alarmantes insinuaciones que apuntaban la posibilidad de informar a su tío. Demostraban así, para irritación de Marco, estar al corriente de que la fortuna de los Ermolin era gobernada por Rinaldo. La idea de confesar a su tío que había contraído deudas cuyo monto superaba al de su herencia (pues, a diferencia de Pasquale Scolar, era lo bastante hijo de su padre para saber qué cantidades adeudaba) le hacía montar en cólera.
Le hizo también montar en una góndola de pago, puesto que aquellos menesteres no le permitían utilizar una de las que estaban amarradas junto al palacio, pintadas con el escudo de los Ermolin. Se hizo llevar por el Gran canal hasta la Giudecca; ahí, hallándose en una casa pequeña pero suntuosa con vistas a un pequeño canal, Segismundo lo vio entrar embozado en su capa, precedido por un sirviente acostumbrado a la timidez de sus visitantes.
—¿No era ése…?
Benno calló justo a tiempo. Segismundo asintió con un murmullo, como si tuviera previsto hasta el menor detalle del curso de los acontecimientos.
—En efecto.
—¿Os habrá visto?
—Bah, lo dudo. Estaba demasiado absorto en que no lo vieran a él. Y si me ha visto creerá que su abuelo lo tiene vigilado, cosa que sentará de maravilla a su mal genio.
—¿Qué estará haciendo aquí?
Pero Benno había excedido su cuota de preguntas. Además, había llegado el momento de que Miriam da Silva recibiera a Segismundo. Se hacía difícil creer que hubiera pasado tan poco tiempo desde su última visita, en la que habían sido informados de la muerte del amigo de Segismundo. Y otra muerte los había hecho salir a deshora de aquella casa, una muerte mucho menos llorada, pese a que Niccolò Ermolin constara en el libro de oro y Josué da Silva sólo fuera un judío huido de España, asentado en una ciudad que acogía con gusto a todo aquel que tuviera buenos ingresos.
Al llegar sus pensamientos a ese punto, Benno se dio una palmada en la frente, suscitando un gruñido de sorpresa por parte de Biondello; no así del criado, tan habituado a la desesperación de los visitantes como a su exagerada timidez. ¡Claro, cómo no! Marco Ermolin había venido a pedir un préstamo. A diferencia de Segismundo, los gentiles que entraban en casa de judíos solían hacerlo por cuestión de negocios, más concretamente de préstamo de dinero, ya que los cristianos lo tenían prohibido.
Mientras contemplaba los paneles de piel con apliques de oro que cubrían las paredes, la lámpara que colgaba de una cadena de bronce, y los candelabros de lámina de plata, Benno caviló que quizá Marco viniera a devolver dinero. A fin de cuentas debía de haberle caído un buen pellizco de la noche al día, y no hay prestamista que dé sin recibir algún día. Decía mucho sobre la nobleza de ánimo del joven Ermolin el hecho de que tuviera tanta prisa por cancelar un préstamo; probablemente quisiera hacer saber a la viuda que no había necesidad de recordarle sus deudas.
Nada inquietaba menos a la viuda en cuestión. Miriam estaba reunida con las mujeres de la familia, mientras, a bordo de diversas embarcaciones, los hijos y demás varones acompañaban al ataúd en su travesía al cementerio. La viuda salió al recibidor y acogió a Segismundo con graves muestras de afecto, estrechando su mano mientras él la ponía al corriente de las últimas novedades. Entretanto un criado trajo un delicado vino blanco que derramó su brillo por la oscura habitación, igual que si contuviera rayos de sol.
—Hace menos de un mes que mi esposo me dio estas gafas. Son de Murano, naturalmente… ¡pero ese crimen! ¡Qué extraño! Ayer, cuando entró aquel hombre con el escudo de los Darin y antes de saber que venía a buscarte, me pregunté si el señor Vettor no sería tan rico como piensa la gente. Más de uno hace alardes con el dinero que saca de aquí… —Miriam mostró sus hoyuelos, que cuadraban más con su cara que la tristeza que se leía en ella—. ¿Quería que buscaras al asesino de su yerno?
Enfrentado a semejante franqueza, Segismundo se echó a reír, al tiempo que acariciaba la mano de Miriam.
—¡Mmm! Estate segura de que querrá a un asesino que lo satisfaga. No es hombre aficionado a perder el tiempo. ¿Ese joven que acabo de ver pasar no era su hijo?
Miriam volvió a sonreír, y se llevó el dedo a los labios.
—Aquí todo el mundo es ciego, Cristóbal. Aunque confieso que ha sido una sorpresa saber que venía a recibir, y no a dar. He tenido que hacerle salir con las manos vacías. Hoy no puedo ocuparme de negocios. —Apretó la mano de Segismundo—. ¿Necesitas algo que pueda darte, Cristóbal? Si estuviera vivo, Josué se ocuparía de que no te faltase nada. Estoy convencida.
Con un largo murmullo vibrándole en el pecho, Segismundo levantó la mano de Miriam para besarla.
—… mmm. Sí hay algo, Miriam.
Se inclinó y le susurró algo al oído, mientras ella escuchaba con un brillo de azabache en sus ojos.
—Ningún problema, Cristóbal. Si buscas una ratonera, dirígete a una rata.
Poco después Benno fue en pos de Segismundo por una escalera de caracol que descendía hasta una bodega; los precedía un viejo jorobado que, linterna en mano, abrió una puerta semioculta tras un montón de barriles y los hizo entrar en un pasadizo muy apropiado para ratas humanas. Bajo la luz vacilante de la linterna, a la que el viejo imprimía su paso desigual, los ladrillos del pasadizo, perdido tiempo atrás su color rojizo, estaban húmedos, como si la falta de luz y aire puro los hiciera sufrir. El fuerte olor a hongos llevaba en su seno un matiz más acre y apestoso, como un hilo aceitoso que lo atravesara. Benno cogió a Biondello, arrimado a sus pies, y se lo puso debajo del brazo. El viejo, cuya sombra se agigantó al posar la linterna en el suelo, sacó una pesada llave y abrió una puerta. Abandonando el pasadizo, subieron a oscuras un nuevo tramo de escaleras.
Recorridos otros dos pasadizos, uno de los cuales era tan estrecho que Segismundo se vio obligado a adelantar un hombro, llegaron a una sala de proporciones nada mezquinas; vieron que había una cama de madera sobre un estrado de poca altura, frente a un sencillo tapiz colgado de la pared. Para alivio de Benno había también una ventana; después de entreabrir el postigo, el viejo les tendió tres llaves, señalando una segunda puerta al otro extremo de la habitación. El mobiliario constaba de un armario pintado, una silla en forma de aspa y un banco colocado debajo de la ventana, sobre el que había una linterna apagada. El viejo renqueó hacia la salida; Segismundo le hizo detenerse y puso una moneda en su mano. Una vez ajustada, la puerta casi se confundía con la madera de la pared. Segismundo cerró con llave.
Lo difuso de la luz que iluminaba el techo indicó a Benno que no se hallaban al lado de un canal. Segismundo abrió un postigo y, resguardándose detrás de él, miró por la ventana. Emitió un murmullo satisfecho.
—¿Sabéis dónde estamos?
Benno tenía una gran fe en la capacidad de su señor para orientarse en cualquier lugar, incluso en uno desconocido.
—La cuestión, Benno, es si lo sabe nuestro amigo de ultratumba. Una rata viva tiene ventaja sobre una rata muerta.
Marco Ermolin, embozado en su capa, cogió otra góndola para atravesar de nuevo el canal en dirección a la Piazzetta. El gondolero supuso que su cliente vendría de una cita, y concluyó que no había tenido éxito. Encorvado, abatido, Marco se preguntó si era prudente dar aquel paso. A punto estuvo de ordenar al gondolero que cambiase de rumbo y se dirigiera a la suntuosa fachada de Ca’Darin, donde quizá pudiera obtener un nuevo préstamo de su abuelo; eso, sin embargo, supondría tener que explicar por qué su herencia no cubría una serie de deudas cuya existencia había ocultado en el momento de pedir el primer préstamo. Tanta incertidumbre le dio dolor de cabeza. Además, quizá no encontrara a su abuelo en casa, y su abuela respondería con sarcasmos a cualquier excusa con que su nieto intentara justificar visita tan repentina; difícilmente iba a creer que venía a verla a ella, o a su hermana. No, era más seguro apostar por Pasquale.
El problema, no obstante, era el mismo que con su abuelo: no se trataba de la primera vez. Pasquale, que se mostraba tan generoso con el dinero de su padre como si fuera suyo, apenas había parecido darse cuenta del préstamo, pero existía el riesgo de que oyendo hablar de dinero creyera que Marco venía a pagar el que debía, y no a pedir más.
Una vez en el palacio ducal Marco pudo dejarse de disimulos, aunque no de preocupaciones. Había muchas posibilidades de que Pasquale hubiera salido de la ciudad en busca de costosos pasatiempos, pero Marco tuvo suerte. No sólo estaba en casa, sino que lo recibió con gran alegría.
—¡A buena hora, Marco! Estoy que me muero de aburrimiento, y este Isepe no tiene ideas. —En pleno abrazo, Pasquale advirtió que Isepe Tafur le hacía muecas y señas desde su asiento contiguo a la ventana. Algo debía de estar olvidando o haciendo mal, algo de lo que Isepe trataba de advertirle. Por desgracia tenía mucho donde escoger; su notable capacidad de olvido no era del todo accidental, sino que nacía de sus ganas de no recordar. Frunció el entrecejo.
Acostumbrado a esas situaciones, Isepe acudió en su ayuda.
—Teníamos ganas de verte, Marco —dijo, atreviéndose a emplear el plural—. Queríamos decirte lo mucho que sentimos lo de tu padre. Es horrible.
El rostro de Pasquale se demudó. Borrando de sus labios la sonrisa de bienvenida, dio un paso atrás sin soltar a Marco y le dirigió una mirada llena de pena y compasión. Después volvió a estrecharlo entre sus brazos.
—Horrible, en efecto. Habría pasado ayer a darte el pésame… —La tensión de su cara se relajó al recordar la inmejorable excusa de que disponía—. Pero mi caballo me echó al canal, y me di un golpe en la cabeza. Los médicos me obligaron a guardar cama casi todo el día.
Isepe seguía empeñado en ayudar.
—¿Se sabe ya quién lo hizo? He oído que los Diez han hecho venir de Padua a un experto torturador. Si encuentran al villano no tardará en confesar.
—¡Nunca lo encontrarán! —dijo Pasquale con alegre seguridad—. Ya habrá vuelto al antro del que salió. Apuesto a que se trata de una venganza personal. No te pongas así, Marco; perder a un familiar es ley de vida, y tú siempre te quejabas de lo mal que te iba con el tuyo. —Ignoró las insistentes muecas que hacía Isepe a espaldas de Marco—. Debes ser valiente y pensar en la fortuna que va a caer en tus manos.
—Sí, bueno, eso es lo que…
Pasquale obligó a Marco a callar tapándole la boca con una mano.
—No hables de dinero —dijo, añadiendo con expresión de honda ternura—: ¿Y la viuda, Marco, la hermosa viuda? ¿Cómo se lo ha tomado?
Pese a que Marco no tenía ganas de comentar la reacción de Isabella, su intención de volver al tema pecuniario fue interrumpida por la súbita apertura de la doble puerta que cerraba el otro extremo de la larga sala.
Los primeros en entrar fueron dos hombres de expresión adusta y largas togas de seda roja, en quienes Marco reconoció a dos miembros de los Diez a los que había visto en Ca’Darin. Los seguía el dux en persona, cubierta la cabeza con el gorro bordado de oro que le correspondía por su cargo, y con una mirada de profunda angustia. Dos guardas se quedaron apostados en la puerta, como si estuvieran listos para entrar en acción.
—Pasquale Scolar, tenemos orden de arrestaros con motivo del asesinato de Niccolò Ermolin.
El torturador de Padua no iba quedarse cruzado de brazos, a fin de cuentas.