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Un niño con cara de gárgola

El león muerto fue hallado por su cuidador a la mañana siguiente, en el momento de entrar con su ayudante en el recinto de las fieras para enjaularlas el resto del día y darles la acostumbrada pitanza. La manera en que había muerto no era ningún enigma: tenía una espada clavada. De quién era la espada, y qué hacía su dueño en el jardín, he ahí el verdadero enigma. El rastro de sangre reseca indicaba que había escapado a lo largo del muro; las inmediatas pesquisas en el callejón dieron como único resultado una mancha de sangre de la que, curiosamente, no partía ningún rastro. El matador de leones se había desvanecido como la bruma matinal.

La noticia no tardó en ser comunicada a Vettor Darin, que, inquieto en un primer momento por tan mal presagio, se consoló un poco al saber que el otro león seguía vivo. Se inclinaba a interpretar el incidente en un sentido más amplio: siendo los leones símbolo de la República, ¿había motivos para temer por la vida del dux? Nada habría de extraño en que el pobre y viejo Scolar, angustiado por el exilio de su hijo, quedara tan fulminado como el león. Puesto que la espada había aparecido dentro de la boca de la fiera, y clavada hasta las vértebras, Vettor ideó la atractiva teoría de que el dux podía ser víctima de una apoplejía y morir de asfixia.

Una vez su esposo hubo abandonado la sala frotándose las manos de satisfacción, donna Claudia se volvió hacia Beatrice, pálido integrante del auditorio, y preguntó:

—¿Oíste algo? A mí no me pareció que hicieran más ruido que de costumbre.

—Sí, me despertaron y me asomé a la ventana.

La joven titubeó. Pensando en el hombre armado al que anoche había hecho salir de la habitación a toda prisa, donna Claudia insistió.

—¿Y qué viste?

—No demasiado… A ratos la luna estaba tapada; pero tuve la impresión de que había dos hombres en el jardín. Me pareció raro. Todo el mundo sabe que el abuelo tiene leones en casa. Además apestan mucho. Nadie en su sano juicio entraría allí.

—¿Dos hombres? ¿Y atacaban a los leones?

Beatrice se llevó una mano a la boca y rió. A los quince años, ni siquiera la pérdida de un familiar borra la sensibilidad hacia lo absurdo.

—¡No, no, los leones los atacaban a ellos! Pensé que estarían tratando de robarnos o algo así; por eso no avisé a los criados. A fin de cuentas los leones estaban cumpliendo con su cometido. El abuelo dice que están ahí para protegernos.

—Sí, son cosas que dice. —Donna Claudia cogió a Beatrice del brazo—. ¿Qué sucedió? ¿Los viste matar al león? ¿Viste cómo huían?

—Estaba demasiado oscuro para ver bien, al menos en el suelo. En cambio cuando subieron a la pared los vi mejor, sobre todo a uno. —Beatrice se señaló la cabeza, que coronaba una cobriza y ondulada cabellera dispuesta en tirabuzones y sujeta con gasa negra y lazos—. Aquel hombre rapado, ¿sabes? El que vino el otro día a ver al abuelo. Estoy segura de que era él.

Donna Claudia echó a caminar por la sala, incapaz de contener su agitación.

—¿Qué estaría haciendo ahí? —murmuró entre dientes. Oyéndola, Beatrice volvió a ahogar una risita.

—Matar a nuestro león, digo yo. Como lo coja el abuelo le arranca la piel a tiras. ¿Fue él quien dejó todas esas manchas de sangre?

—Presta atención, chiquilla. —Donna Claudia había vuelto junto a su nieta. La miró fijamente—. Ese otro hombre, ¿era pequeño y con barba? ¿Lograste verlo? ¿Era su criado?

—¿Pequeño y con barba? ¡En absoluto! El otro hombre subido a la pared no llevaba barba. La luna le iluminaba la cara. Tampoco era pequeño. Ahora que caigo, era él el que parecía herido. El de la cabeza rapada lo estaba ayudando. Pero la luna no se estaba quieta. —Beatrice, pensativa, jugueteó con las perlas de su brazalete—. Sí, sí que había un hombre pequeño algo más lejos. Es posible que llevara barba, aunque no me fijé demasiado.

Donna Claudia no se dio cuenta de hasta qué punto el último comentario identificaba a Benno; en cambio, a quien sí acabó de identificar fue a Segismundo. Por lo visto aquel hombre tan peculiar había bajado al jardín justo después de separarse de ella, y con la ayuda de un cómplice había matado a uno de los leones. Por lo que había oído decir de él —por aquella cualidad tan suya que la había llevado a acudir a él en busca de ayuda—, donna Claudia se sentía inclinada a interpretar la acción de Segismundo como una tentativa para salvar a los leones… pero en ese caso, ¿por qué había dado la impresión de estar ayudando a escapar al atacante? Frunció el entrecejo y se mordisqueó los nudillos.

Beatrice la miró con curiosidad.

—¿Qué más da, abuela? Seguro que el abuelo consigue otro león. Vienen de África, ¿verdad? Además, así tendré un tema de conversación. Después de tanto tiempo sin salir ni ver a nadie… Se lo podría decir esta tarde a Isabella, cuando venga.

—Nada de eso. —Tras aplicar el dorso de su mano a la frente de Beatrice, donna Claudia asió a su nieta por la barbilla y expuso su rostro a la luz. Beatrice, sorprendida, la oyó decir con firmeza—: No verás a Isabella. ¿Has olvidado lo que te dije? Tienes fiebre. Isabella —añadió, aprovechando un momento de inspiración— no debe poner en peligro a la criatura. Y ahora a la cama.

Así como Beatrice se resistía a meterse en cama aunque fuera por su propio bien, el duque de Montano habría mostrado una conmovedora gratitud a quien le hubiera ordenado meterse en la suya. Se asombraba de la ingenuidad con que había juzgado fascinante el hecho de dirigir una batalla. Si de veras hubiera estado al mando habría tenido ocasión de ejercitar el cuerpo y el espíritu; pues bien, nada más lejos de ello que quedarse sentado en una tienda oyendo a il Lupo exponer sus planes. En nada le consolaba pensar que, puesto que estaba pagando a aquel hombre tan desagradable —¿se debería el mote a su condición de auténtico hombre lobo?— para ganar la guerra en su nombre, sus intereses tenían que ser por fuerza los mismos.

Il Lupo, sin embargo, no mostraba intención alguna de luchar. El duque había sido persuadido de que esperar que sus capitanes vengaran la toma y saqueo de Piombo era una niñería. Se le recordó, como si nunca hubiera estudiado estrategia militar, que Piombo no era más que la carnaza; ahora era el momento de entrar en negociaciones, obviamente secretas. La lucha, en cambio, lo desbarataría todo. Siguiendo la moda, el duque también había estudiado filosofía humanista, y el martirio de sus piombeses lo llenaba de desazón.

Sabía igualmente que el maestro Valentino, que tan beneficiosos cambios había traído a la salud de su patrón, tenía sus propios motivos para sentirse decepcionado; lo que echaba en falta el médico no era sólo ejercicio para el duque, sino alguna que otra herida interesante. El ejército le proporcionaba casos banales de disentería, malaria, fiebre y luxaciones infligidas por la conducción de carros y catapultas por tierras pantanosas, enfermedades todas ellas indignas de ser atendidas por un médico de primera, un docto varón que había salvado la vida del Papa.

Mientras esperaba la visita del enemigo organizada por il Lupo, el duque, protegido del intenso frío nocturno por una capa, un brasero y la doble tela de la tienda, y a pesar de ello tembloroso, deseó por cuadragésima tercera vez haberse satisfecho de atenciones médicas menos prestigiosas. De haberlo hecho así seguiría en casa, arropado en su enorme cama bajo un cobertor de brocado con forro de piel, con orden de no fatigarse en actividades más intensas que una partida de ajedrez.

Meditó sobre ello. Cabeceó.

De pronto algo se movió en la tienda, sacándolo de su modorra. Por unos instantes pensó que su sueño se había convertido en pesadilla. Tenía delante a un pequeño personaje envuelto en una capa oscura similar a la suya. Se quitó la capucha. Un niño con rostro de gárgola le sonrió.

—Buenos días, excelencia —dijo Nono Marsili, el conquistador de Piombo.