58
¡Llevadme a casa!
El maestro Valentino se incorporó y dio fin a sus atenciones a Isabella, que empezaba a gemir y revolverse débilmente en el lecho. El médico cruzó la sala con expresión de curiosidad. Era un caso ideal para un hombre como él, interesado en cuanto se saliera de lo habitual. Llegado junto a la ventana, cogió el pomo que sostenía donna Claudia e imitó con exactitud los gestos de Segismundo, incluidas las dos expectoraciones por la ventana. Esta vez el agua fue ofrecida automáticamente por Chiara, fascinada con el descubrimiento de que su señora había estado llevando veneno encima.
No hubo discusiones acerca de la naturaleza de dicho veneno.
—Acónito, no cabe duda. —Segismundo asintió y el maestro Valentino se volvió hacia Chiara como si la viera por primera vez—. ¿Eres su doncella? —Señaló la cama con la cabeza—. Dime, ¿a tu señora le duelen las articulaciones? ¿Suele preparar un ungüento con esto para que le hagas masajes?
Chiara puso ojos como platos.
—En absoluto, señor. Mi señora es una persona muy activa. Ya habéis visto lo joven que es. Los que sufrían de reuma eran sus padres. Venecia produce achaques cuando uno se hace viejo, señor; el agua se va metiendo en el cuerpo. Sé que mi señora solía aplicar un bálsamo a su difunta madre, aunque no sabría deciros en qué consistía. Recuerdo muy bien cómo se lo hacía hacer mi antigua señora.
—¿Viste morir a sus padres? —intervino la profunda voz de Segismundo—. Intoxicación de marisco, dicen.
—¡Oh, sí, señor! Sufrieron de forma horrible. Suerte que mi señora no comió de eso. También murió su aya.
—¿Y qué síntomas produce el envenenamiento con esta sustancia?
Segismundo se volvió hacia el médico dando golpecitos al pomo.
—Ardor, cosquilleo, languidez… —El maestro Valentino se tocó los labios, como si temiera que quedaran restos de veneno—. Seguidos por violentos vómitos. Los músculos se niegan a responder, y luego el corazón. Por desgracia no se pierde la lucidez hasta el último momento. Yo mismo he visto esos efectos. Es una de las hierbas más letales. ¿Para qué la querrá esa joven?
La pregunta no llegó a ser contestada. Donna Claudia abrió la boca disponiéndose a intervenir; Isabella levantó una mano para palparse la herida de la frente; una doncella abrió la puerta de par en par y, haciendo una reverencia, dejó entrar a Vettor Darin, seguido por Rinaldo Ermolin.
—¿Qué ha pasado aquí?
Los ojillos redondos de Vettor echaron un rápido vistazo a la habitación: el médico con toga y gorra, hombre cuyo porte y expresión denotaban experiencia y autoridad, y que por consiguiente merecía una inclinación de cabeza; su esposa, de pie junto a la ventana; aquel hombre a quien habría preferido no volver a ver, y que parecía salir de la cárcel como de unas vacaciones; su nieta; varias doncellas a las que prestaba la misma atención que a los muebles; y por fin la persona que buscaba, casi oculta por las cortinas de la cama: Isabella Ermolin.
Rinaldo ya estaba junto a ella, tomándola de la mano.
—¿Estás bien? ¿No has perdido al niño?
—La señora no padece más que una ligera conmoción y contusiones en las costillas. No he efectuado un examen más íntimo, pero colijo que el niño debe de estar sano y salvo. —Valentino se había colocado enfrente de Rinaldo y, apoderándose de la otra mano de Isabella, tomaba el pulso de su paciente—. Aun así sugiero que se le proporcione todo el descanso que necesita. Sólo rodeándola de la más absoluta tranquilidad podremos garantizar que la caída no tenga consecuencias.
Las sugerencias del maestro Valentino solían tener valor de ley, pero esta vez toparon con una voz discordante.
—Llevadme a casa.
Era la voz de Isabella, dirigiéndose a su cuñado con una fragilidad desconocida.
—Ya has oído al médico, querida. La prudencia…
—¡Llevadme a casa! —Isabella se incorporó con esfuerzo; su negra cabellera cayó sobre el camisón y sus enormes ojos claros se clavaron en Segismundo, en cuyas manos estaba el pomo letal—. ¡No puedo quedarme aquí! Si me quedo moriré.
Se atribuyera a histeria, fiebre o delirio, lo cierto es que la paciente se había zafado del maestro Valentino y, luchando por bajar de la cama y ponerse de pie sobre el estrado, se arrastraba en brazos de Rinaldo. Benno, que, apoyado contra un tapiz, procuraba alejarse todo lo posible de las miradas de los presentes, pensó que de haber tenido Isabella un estilete tan a mano como el veneno su señor habría tenido que andarse con tiento. Siempre podía alegar que acababa de darse un coscorrón en la cabeza y no se daba cuenta de lo que hacía.
En esos momentos no cabían dudas sobre sus intenciones: se estaba marchando. Rinaldo, con Isabella a cuestas, quiso saber la opinión del maestro Valentino.
—Tanta agitación no es buena para la señora, pero todo se arreglará con un sedante.
Quizá quisiera decir que estaría lo bastante aturdida para mostrarse indiferente a cuanto ocurriera alrededor de ella; de todos modos, en el momento mismo en que Valentino hacía señas al chico de la valija de medicamentos —que apenas había tenido tiempo de averiguar adónde había ido su señor—, Rinaldo, que seguía sosteniendo a Isabella, vio a Segismundo; y su reacción no se caracterizó precisamente por la indiferencia.
—¿Qué hace aquí este granuja? ¿Por qué no está en la cárcel?
Hay cierta dificultad en adoptar un aire amenazador cuando se tiene colgando del cuello a una chica en enaguas, pero Rinaldo lo consiguió.
Otro que la emprendería a cuchillazos con mi señor, pensó Benno. Segismundo contestó con una exasperante sonrisa, acompañada por una reverencia. Vettor acudió junto a Rinaldo y se apresuró a susurrarle algo al oído; la expresión del segundo pasó de la rabia a la frustración. Para un aspirante a dux, y para los parientes que pretenden aprovecharse de ello, es poco aconsejable contrariar los caprichos de un capitán general victorioso, un hombre que no sólo goza del apoyo popular, sino de voto, y de incalculables influencias sobre el voto ajeno.
—¡Llevadme a casa!
Isabella hizo caer la pócima de manos de Valentino. Más trabajo para las criadas, pensó Benno. Donna Claudia ya había hecho salir de la sala a todas menos a Chiara.
Vettor consultó a Rinaldo con la mirada antes de volverse hacia el maestro Valentino.
—Creo que la señora Isabella debería ser acompañada hasta su casa. Si sigue tan inquieta como ahora será difícil que mejore. En su casa podrá descansar a sus anchas y ser atendida por su propio médico.
—Sin duda estáis en lo cierto, señor. Será lo mejor, tanto para la señora como para el hijo que lleva en su seno.
Recordando quizá la importancia del heredero del nombre y la fortuna de los Ermolin —heredero que, debido a la pertinacia de su cuñada, sentía muy próximo a sus costillas—, Rinaldo se hizo cargo de la situación. Una seca indicación bastó para que Chiara se apresurara a adelantarse con el vestido de Isabella, que fue colocado a su dueña con dificultad, contribuyendo a ello la mano inexperta de Rinaldo; las otras damas se mantuvieron al margen, incapaces de lograr que Isabella se desprendiera de Rinaldo por más de un segundo.
—Mi cinturón. ¡Mi cinturón!
Chiara se acercó a la ventana para recoger del arcón el cinturón y la diadema. Esperó después a que Segismundo le diera el pomo, única prueba que apuntaba a que el asesinato de Marco no era obra de Cosmo sino de Isabella.
—Dádmelo a mí.
Donna Claudia arrebató —no habría podido decirse con más suavidad— el pomo a Segismundo.
Isabella ahogó un chillido. Vettor intervino, movido por el asombro.
—Querida, si es suyo tiene derecho a que se lo den.
Ya estamos, pensó Benno, deseando fundirse con la pared. Donna Claudia acusará a la chica de haber envenenado a su nieto, ese viejo asqueroso se negará a creerlo, el otro asqueroso sospechará que mi señor está detrás de todo, se armará la de Dios es Cristo y otra vez nos tocará pechar con todo.
—Disculpad, señora, pero ya ha cumplido su cometido, y puede volver a manos de su propietaria.
Esbozando una reverencia, Segismundo se apoderó del pomo con gran habilidad, aprovechando que donna Claudia lo exponía a la atención de su esposo. Se lo dio a Chiara, suscitando las iras de donna Claudia.
—¡Cómo os atrevéis! ¡No os corresponde a vos decidir! ¡Beatrice no estará a salvo mientras ese demonio de mujer tenga el veneno!
Lo que decía, pensó Benno. De ésta salimos a capazos.